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Estaba empezando a reproducir el mensaje cuando oyó que la puerta de atrás se abría y se cerraba. Apretó el botón de stop en la máquina para impedir que la voz de Sonya se reprodujera y preguntó:

– ¿Eres tú?

No hubo respuesta, lo cual le molestó.

– Madeleine -dijo, más alto de lo que necesitaba.

Oyó una voz que le respondía, pero era demasiado baja para entender lo que decía. Era una voz que, en sus momentos hostiles, había calificado de «pasiva agresivamente baja». Su primera inclinación fue la de quedarse en el escritorio, pero le pareció infantil, así que fue a la cocina.

Madeleine se volvió hacia él desde el perchero del otro lado de la estancia, donde estaba colgando su parka naranja. Todavía tenía salpicaduras de nieve en los hombros, lo cual significaba que había estado caminando entre los pinos.

– Está precioso fuera -dijo, pasándose los dedos por su grueso cabello castaño, atusándoselo donde la capucha de la parka se lo había chafado.

Entró en la despensa, salió al cabo de un minuto y miró por las encimeras.

– ¿Dónde has puesto las pacanas?

– ¿Qué?

– ¿No te pedí que compraras pacanas?

– Me parece que no.

– Quizá no. ¿O quizá no me oíste?

– No tengo ni idea -dijo David. Le estaba costando mucho seguir la conversación, dadas las circunstancias-. Te traeré algunas mañana.

– ¿De dónde?

– De Abelard.

– ¿En domingo?

– Dom…, sí, es verdad, está cerrado. ¿Para qué las necesitas?

– Me toca hacer el postre.

– ¿Qué postre?

– Elizabeth prepara la ensalada y hornea el pan; Jan hace el chili, y yo cocino el postre-. Se le oscurecieron los ojos-. ¿Te has olvidado?

– ¿Van a venir aquí mañana?

– Exacto.

– ¿A qué hora?

– ¿Tiene importancia?

– He de presentar mi declaración por escrito al equipo del DIC a mediodía.

– ¿En domingo?

– Es una investigación de homicidio -dijo con apatía, y esperaba que sin sarcasmo.

Madeleine asintió con la cabeza.

– Así que estarás todo el día fuera.

– Parte del día.

– ¿Qué parte?

– Dios, ya sabes cómo son estas cosas.

La tristeza y la rabia que competían entre sí en los ojos de Madeleine le dolieron más que una bofetada.

– O sea, que supongo que mañana llegarás a casa a la hora que llegues, y quizá cenarás con nosotros, o quizá no -dijo Madeleine.

– He de entregar una declaración firmada como testigo antefacto en un caso de homicidio. No es algo que quiera hacer-. Su voz se levantó de un modo abrupto, asombroso, escupiéndole las palabras-. Hay algunas cosas en la vida que hay que hacer. Se trata de una obligación legal, no de una cuestión de preferencia. ¡Yo no escribí la maldita ley!

Madeleine lo miró con un cansancio tan repentino como la furia de él.

– Aún no te das cuenta, ¿verdad?

– ¿De qué?

– De que tu cerebro está tan ocupado con el asesinato, el caos, la sangre, los monstruos, los mentirosos y los psicópatas que no te queda sitio para nada más.

22

Dejando las cosas claras

Esa noche pasó dos horas leyendo y corrigiendo su declaración. Contaba de un modo sencillo sin adjetivos, emociones ni opiniones su relación con Mark Mellery: su amistad ocasional en la universidad y cómo habían contactado de nuevo, el mensaje de correo electrónico de Mellery en el que le solicitaba una reunión o su inflexible negativa a poner el asunto en manos de la Policía.

Se tomó dos tazas de café fuerte mientras preparaba la declaración y, como resultado, durmió fatal. Tenía frío, sudor, nervios, sed, un dolor huidizo que pasaba inexplicablemente de una pierna a la otra; la sucesión de incomodidades de la noche proporcionó un maligno semillero para pensamientos que le inquietaban, sobre todo relativos al dolor que había advertido en los ojos de Madeleine.

Sabía que todo procedía de la idea que ella tenía acerca de cuáles eran las verdaderas prioridades de su marido. Madeleine se estaba quejando de que cuando los roles de su vida chocaban, Dave, el detective, siempre se imponía a Dave, el marido. Su jubilación no había traído ninguna diferencia. Estaba claro que ella había confiado, y quizás había creído, en lo contrario. Pero ¿cómo podía dejar de ser lo que era? ¿Cómo podía convertirse en alguien que no era? Su mente trabajaba de manera excepcional en determinado sentido, y las mayores satisfacciones de su vida procedían de la aplicación de ese don intelectual. Poseía un cerebro de una lógica privilegiada y una antena bien sintonizada para la discrepancia. Estas cualidades lo convertían en un detective formidable. También creaban el cojín de abstracción que le permitía mantener una tolerable distancia con los horrores de su profesión. Otros policías disponían de otros cojines: alcohol, solidaridad fraternal, cinismo. El escudo de Gurney era su capacidad para entender las situaciones como retos intelectuales y los crímenes como ecuaciones por resolver. Así era David Gurney. No era algo que pudiera dejar de ser simplemente por retirarse. En eso estaba pensando cuando por fin se quedó dormido una hora antes del alba.

Situada cien kilómetros al este de Walnut Crossing, quince kilómetros más allá de Peony, en un risco con vistas al Hudson, la comisaría central de la Policía del estado daba la impresión de ser una fortaleza recién erigida. Su enorme fachada de piedra gris y estrechas ventanas parecía diseñada para resistir el Apocalipsis. Gurney se preguntó si la arquitectura estaba influida por la histeria del 11S, que había generado proyectos incluso más estúpidos que las comisarías inexpugnables.

Dentro, la luz fluorescente potenciaba al máximo el aspecto severo de los detectores de metales, cámaras cenitales, garitas de vigilancia a prueba de balas y suelo de hormigón pulido. Había un micrófono para comunicarse con el guardia de la garita, que en realidad era más una sala de control que contenía una fila de monitores correspondientes a las distintas cámaras de seguridad. Las luces, que proyectaban un brillo frío en todas las superficies duras, daban al guardia una palidez de agotamiento. Incluso su pelo incoloro se percibía enfermo por la iluminación antinatural. Parecía que estuviera a punto de vomitar.

Gurney habló al micrófono, conteniendo la urgencia de preguntarle al guardia si estaba bien.

– Soy David Gurney. Tengo una cita con Jack Hardwick.

El guardia le entregó un pase temporal para las instalaciones, así como una hoja de visitas que debía firmar y devolverle a través de una estrecha ranura situada en la base de la formidable pared de cristal que iba desde el techo hasta el mostrador que los separaba. El hombre levantó el teléfono, consultó una lista pegada con celo en un lateral del mostrador, marcó una extensión de cuatro dígitos, dijo algo que Gurney no pudo oír y volvió a dejar el teléfono en su lugar.

Al cabo de un minuto, se abrió una puerta gris de acero situada en la pared al lado de la cabina y apareció el mismo policía de paisano que lo había escoltado el día anterior en el instituto. Hizo una señal a Gurney sin dar la menor indicación de que lo hubiera reconocido y lo condujo por un pasillo gris y anodino hasta otra puerta de acero, que abrió.

Entraron en una gran sala de conferencias sin ventanas: sin ventanas sin duda para mantener a los reunidos a salvo del vuelo de cristales en caso de atentado terrorista. Gurney era un poco claustrofóbico y odiaba los espacios sin ventanas, detestaba a los arquitectos que pensaban que eso era una buena idea.

Su lacónico guía fue derecho a la cafetera del rincón. La mayoría de los asientos de la alargada mesa de conferencias ya estaban destinados a personas que todavía no estaban en la sala. Había chaquetas colgadas de los respaldos en cuatro de las diez sillas, y otras tres habían sido reservadas, pues estaban inclinadas hacia la mesa. Gurney se quitó la parka fina que llevaba y la colocó en el respaldo de una de las sillas libres.