Sin olvidar el detalle de la posdata. Además del sutil desafío implícito en la sugerencia de que Gurney podría ser derrotado por el enigma, fuera cual fuese, también obstruía una ruta de salida fácil, y dificultaba cualquier posible excusa que pudiera verse tentado a dar, en el sentido de que no se dedicaba a la investigación privada o de que no podría resultarle útil. El objetivo de la redacción era identificar cualquier reticencia a reunirse con él como un grosero rechazo a un viejo amigo.
Sin duda, se había esmerado a la hora de redactar el mensaje.
Meticulosidad. Eso era algo nuevo, ¿no? Sin duda esa cualidad no era una piedra angular del viejo Mark Mellery.
Este cambio le parecía interesante.
En el momento perfecto, Madeleine salió por la puerta de atrás de la casa y recorrió unos dos tercios del camino hasta donde se hallaba sentado Gurney.
– Ha llegado tu invitado – anunció de plano.
– ¿Dónde está?
– En casa.
Gurney bajó la mirada. Una hormiga avanzaba zigzagueando por el brazo de su silla. La hizo salir volando de un capirotazo.
– Pídele que venga aquí dijo. Hace demasiado buen día para estar dentro.
– ¿Verdad que sí? – contestó ella, haciendo que el comentario sonara conmovedor e irónico al mismo tiempo. – Por cierto, tiene la misma pinta que en su foto de la solapa; todavía más.
– ¿Todavía más qué? ¿Qué se supone que significa eso?
Madeleine ya estaba volviendo a la casa y no respondió.
4
Lark Mellery avanzó a grandes zancadas por la hierba. Se acercó a Gurney como si planeara abrazarlo, pero algo le hizo reconsiderar tal muestra de afecto.
– ¡Davey! exclamó, extendiendo la mano.
«¿Davey?»
– ¡Dios mío! continuó Mellery. ¡Estás igual! Vaya, ¡me alegro de verte! Me alegro de verte tan bien. ¡Davey Gurney! En Fordham decían que te parecías a Robert Redford en Todos los hombres del presidente. Aún te pareces, ¡no has cambiado nada! Si no supiera que tienes cuarenta y siete años como yo, diría que tienes treinta.
Agarró la mano de Gurney entre las suyas como si fuera un objeto precioso.
– Mientras venía conduciendo desde Peony, estaba recordando lo tranquilo y sereno que eras siempre. Un oasis emocional, eso es lo que eras, ¡un oasis emocional! Y aún tienes ese aspecto. Davey Gurney: calmado, tranquilo y sereno, además de poseer la mente más aguda de la ciudad. ¿Cómo te ha ido?
– He sido afortunado – dijo Gurney, liberando la mano y hablando con un tono tan carente de emoción como cargado de entusiasmo lo estaba el de Mellery. – No puedo quejarme.
– Afortunado… – Mellery pronunció las sílabas como si tratara de recordar el significado de una palabra extranjera. – Tienes una casa bonita. Muy bonita.
– Madeleine tiene buen ojo para estas cosas. ¿Nos sentamos? – Gurney señaló un par de sillas de teca ajadas por el clima y situadas una frente a otra entre el manzano y una pila de agua para pájaros.
Mellery empezó a dirigirse hacia el lugar indicado, pero se detuvo.
– Me he dejado…
– ¿Puede ser esto?
Madeleine estaba caminando hacia ellos desde la casa, sosteniendo ante sí un elegante maletín. Discreto y caro, era como todo lo demás en la apariencia de Mellery, desde los zapatos ingleses de importación (aunque confortablemente ablandados y no demasiado lustrados) hasta la americana de cachemir entallada a la perfección (si bien levemente arrugada): un aspecto al parecer calculado para apuntar que allí había un hombre que sabía cómo emplear el dinero sin dejar que éste lo usara a él, un hombre que había logrado el éxito sin adorarlo, un hombre al que la buena fortuna le llegaba de un modo natural. En cambio, la mirada atribulada expresaba un mensaje diferente.
– Ah, sí, gracias – dijo Mellery, aceptando el maletín de Madeleine con evidente alivio.- Pero ¿dónde…?
– Te lo has dejado en la mesita de café.
– Sí, claro. Estoy un poco despistado hoy. Gracias.
– ¿Quieres tomar algo?
– ¿Tomar?
– Tenemos un poco de té helado. O, si prefieres otra cosa…
– No, no, el té es perfecto. Gracias.
Mientras Gurney observaba a su antiguo compañero de clase, de repente se le ocurrió lo que Madeleine había querido decir con que Mellery tenía la misma pinta que en la foto de la solapa de sus libros, «todavía más».
La cualidad más evidente en la fotografía era una suerte de perfección informaclass="underline" la ilusión de un retrato espontáneo, aficionado, pero sin las sombras poco favorecedoras o la composición torpe que caracterizan un retrato aficionado auténtico. Mellery personificaba justo ese sentido de descuido de elaboración artesana, el deseo guiado por el ego de no mostrar el ego. Como de costumbre, la percepción de Madeleine había sido atinada.
– En tu mail mencionabas un problema – dijo Gurney, yendo al grano con una brusquedad rayana con la grosería.
– Sí – respondió Mellery.
Sin embargo, en lugar de ir al grano, Mellery evocó un recuerdo que parecía concebido para dar una puntada más en el lazo de obligación que implicaba su antigua camaradería. Narró un debate tonto que un compañero de clase de ambos había mantenido con un profesor de filosofía. Durante su relato, se refirió a sí mismo, a Gurney y al protagonista como los Tres Mosqueteros del campus de Rose Hill, tratando de lograr que una anécdota de segundo curso sonara heroica. A Gurney el intento le resultó embarazoso y no ofreció a su invitado ninguna respuesta más allá de la mirada expectante.
– Bueno – dijo Mellery, volviendo con incomodidad al asunto que les ocupaba. -No sé muy bien por dónde empezar.
«Si no sabes por dónde empezar tu propia historia, qué demonios haces aquí», pensó Gurney.
Mellery finalmente abrió su maletín, retiró dos libros delgados en rústica y se los entregó a Gurney, con cuidado, como si fueran frágiles. Eran los libros descritos en las páginas de la web que había impreso Madeleine y que él había mirado antes. Uno se titulaba Lo único que importa y tenía el subtítulo: «El poder de la conciencia para salvar vidas». El otro se titulaba Con toda sinceridad y el subtítulo rezaba: «La única forma de ser feliz».
– Puede que no hayas oído hablar de estos libros. Tuvieron un éxito moderado, pero no fueron lo que se dice superventas. Mellery sonrió con lo que parecía una imitación bien practicada de la humildad. No estoy sugiriendo que tengas que leerlos ahora mismo. -Volvió a sonreír como si eso le divirtiera. -No obstante, podrían darte una pista respecto a lo que está ocurriendo, o a por qué está ocurriendo, una vez que te explique mi problema…, o quizá debería decir mi problema aparente. Todo este asunto me tiene un poco perplejo.
«Y más que un poco asustado», pensó Gurney.
Mellery respiró hondo, hizo una pausa y empezó su relato como un hombre que camina con frágil determinación hacia una ola de agua helada.
– Primero debería hablarte de las notas que he recibido.
Buscó en su maletín y sacó dos sobres. Abrió uno, extrajo de él una hoja de papel en blanco con texto escrito a mano por una cara y otro sobre más pequeño del tamaño de una tarjeta de invitación. Le pasó el papel a Gurney.
– Ésta fue la primera comunicación que recibí, hace unas tres semanas.
Gurney cogió el papel y se apoyó en el respaldo de la silla para examinarlo. A la primera notó la pulcritud de la caligrafía. Las palabras estaban escritas de un modo preciso y elegante: de inmediato le vino a la mente la imagen de la hermana Mary Joseph mientras escribía en la pizarra de su escuela de primaria. Sin embargo, más extraño si cabe que la escrupulosa caligrafía era el hecho de que la nota se había escrito con pluma y tinta roja. ¿Tinta roja? El abuelo de Gurney había usado tinta roja. Tenía frasquitos redondos de tinta azul, verde y roja. Recordaba muy poco de su abuelo, pero recordaba la tinta. ¿Aún se vendía tinta roja para pluma?