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Rodríguez negó con la cabeza.

– La clave para resolver este crimen será la disciplina policial, el procedimiento y la comunicación.

– Apuesto por la silla -susurró Hardwick, guiñando un ojo a Wigg.

El comentario tuvo efecto en el rostro del capitán, pero antes de que éste pudiera hablar se abrió la puerta de la sala de conferencias y entró un hombre que sostenía un disco de ordenador brillante.

– ¿Qué es? soltó Rodríguez.

– Me ha dicho que le traiga cualquier resultado de huellas dactilares en cuanto lo tuviera, señor.

– ¿Y?

– Los tenemos -dijo, sosteniendo el disco-. Será mejor que echen un vistazo. Quizá la sargento Wigg podría…

Extendió el disco tentativamente hacia el portátil de Wigg. Ella lo insertó y pulsó un par de teclas.

– Interesante -dijo.

– Prekowski, ¿te importaría explicar qué tenemos aquí?

– Krepowski, señor.

– ¿Qué?

– Me llamo Krepowski.

– Bueno, bien. Ahora, ¿puedes hacer el favor de contarnos si han encontrado alguna huella?

El hombre se aclaró la garganta.

– Bueno, sí y no dijo.

Rodríguez suspiró.

– ¿Quieres decir que son demasiado borrosas para ser útiles?

– Son mucho más que borrosas dijo el hombre. De hecho, no son huellas.

– Bueno, ¿qué son?

– Supongo que podríamos llamarlas manchas. Parece que el tipo usó las yemas de los dedos para escribir, usando el aceite de la piel de sus dedos como si fuera tinta invisible.

– ¿Para escribir? ¿Escribir qué?

– Mensajes de una sola palabra. Uno en la parte de atrás de cada uno de los poemas que envió a la víctima. Una vez que logramos químicamente que las palabras fueran visibles, las fotografiamos y copiamos las imágenes en el disco. Se ve muy claro en pantalla.

Con un leve rastro de diversión en los labios, la sargento Wigg rotó lentamente su portátil hasta que la pantalla quedó directamente frente a Rodriguez. Había tres hojas de papel en la foto, colocadas una junto a la otra: eran las caras de atrás de las hojas en las que se habían escrito los tres poemas, ordenados en la secuencia en que se había recibido. En cada una de las tres hojas había una única palabra con letras manchadas mayúsculas.

POLI NECIO

24

Crimen del año

– ¿Qué coño…? -dijeron los chicos Cruise, excitados al mismo tiempo.

Rodríguez torció el gesto.

– ¡Joder! -gritó Kline-. Esto se pone más interesante a cada minuto que pasa. Este tipo está declarando la guerra.

– Es un chalado -dijo Cruise I.

– Un chalado listo y despiadado que quiere plantear batalla a la Policía. Estaba claro que a Kline todo aquello le resultaba excitante.

– ¿Y qué? dijo Cruise II.

– He dicho antes que era probable que este crimen generara el interés de los medios. Borren eso. Puede ser el crimen del año, quizás el crimen de la década. Todos los elementos de este asunto son un imán para los medios.

Los ojos de Kline destellaron con las posibilidades. Estaba tan inclinado hacia delante en su silla que tenía las costillas apoyadas en el borde de la mesa. Entonces, tan de repente como se había encendido su entusiasmo, lo contuvo, recostándose con expresión reflexiva, como si una alarma privada le hubiera advertido de que un asesinato era un asunto trágico y que debía tratarse como tal.

– El elemento antipolicial podría ser significativo dijo con sobriedad.

– No cabe duda -coincidió Rodríguez-. Me gustaría saber si alguno de los huéspedes del instituto tenía ideas antipoliciales. ¿Qué me dices de eso, Hardwick?

El investigador jefe musitó una carcajada de una sola sílaba.

– ¿Qué tiene tanta gracia?

– La mayoría de los huéspedes que interrogamos sitúan a la Policía a medio camino entre agentes del fisco y lombrices de tierra.

Gurney se maravilló de que, de algún modo, Hardwick hubiera conseguido expresar que eso era exactamente lo que pensaba él del capitán.

– Me gustaría ver esas declaraciones.

– Están en su buzón de entrada. Pero puedo ahorrarle un poco de tiempo. Las declaraciones son inútiles. Nombre, rango y número de serie. Todos estaban dormidos. Nadie vio nada. Nadie oyó nada, salvo Pasquale Villadi, alias Doughboy, alias Patty Cakes. Dice que no podía dormir. Abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco y oyó aquella «bofetada ahogada», y supuso lo que era-. Hardwick pasó una pila de papeles que tenía en su carpeta y sacó uno, al tiempo que Kline volvía a echarse adelante en su asiento-. «Sonó como si hubieran disparado a alguien», dijo. Lo dijo como si tal cosa, como si fuera un ruido familiar para él.

Los ojos de Kline estaban brillando otra vez.

– ¿Me está diciendo que había un tipo de la mafia presente en el momento del crimen?

– Presente en la propiedad, no en la escena del crimen -dijo Hardwick.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque despertó al instructor ayudante de Mellery, Justin Bale, un joven que tiene una habitación en el edificio que alberga los dormitorios de los huéspedes. Villadi le dijo que había oído un ruido procedente de la dirección de la casa de Mellery. Pensaba que podría tratarse de un intruso y le sugirió echar un vistazo. Cuando se hubieron vestido y tras cruzar los jardines hasta la casa, Caddy Mellery ya había descubierto el cuerpo de su marido y había entrado para llamar a Emergencias.

– ¿Villadi no le dijo a ese Bale que había oído un disparo? -Kline estaba empezando a sonar como si estuviera en la sala de un tribunal.

– No. Nos lo dijo a nosotros cuando lo interrogamos al día siguiente. Pero para entonces ya habíamos encontrado la botella ensangrentada y todos esos cortes tan evidentes, pero ninguna herida de bala visible y ninguna otra arma, así que no seguimos la cuestión del disparo enseguida. Supusimos que Patty era el típico tipo que piensa en pistolas y que podría haber sacado esa conclusión precipitada.

– ¿Por qué no le dijo a Bale que pensaba que había sido un disparo?

– Dijo que no quería asustarlo.

– Muy considerado -dijo Kline con sorna. Miró al estoico Stimmel, sentado a su lado. Este hizo remedo de la sorna-. Si hubiera…

– Pero te lo dijo a ti -interrumpió Rodríguez-. Lástima que no prestaras atención.

Hardwick reprimió un bostezo.

– ¿Qué demonios está haciendo un tipo de la mafia en un sitio que vende «renovación espiritual»? -preguntó Kline.

Hardwick se encogió de hombros.

– Dice que le encanta ese sitio. Va una vez al año a calmar los nervios. Dice que es un pedazo de cielo y que Mellery era un santo.

– ¿De verdad dijo eso?

– De verdad lo dijo.

– ¡Este caso es asombroso! ¿Algún otro huésped interesante?

El destello irónico que a Gurney le resultaba tan inexplicablemente desagradable asomó a los ojos de Hardwick.

– Si se refiere a chalados arrogantes, infantiles, podridos por las drogas, sí, hay unos cuantos «huéspedes interesantes», además de la viuda Onassis.

Mientras sopesaba, quizá, cómo se comportarían los medios en relación con una escena del crimen tan sensacional, la mirada de Kline se posó en Gurney, que estaba sentado en diagonal a él, al otro lado de la mesa. Al principio su expresión permaneció tan desconectada como si estuviera mirando una silla vacía. Luego inclinó la cabeza con curiosidad.

– Un momento -dijo-. Dave Gurney, policía de Nueva York. Rod me dijo quién iba a asistir a esta reunión, pero acabo de registrar el nombre. ¿No es usted el tipo del que la revista New York publicó un artículo hace unos años?

Hardwick respondió primero.

– Es nuestro chico. El titular hablaba de un «superdetective».

– Ahora me acuerdo -exclamó Kline-. Resolvió esos grandes casos de asesinos en serie: el lunático de la Navidad que enviaba trozos de cadáveres y Porky Pig, o como demonios se llamara.