– Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.
– Me has dicho que piense en un número.
– Pero era el número correcto, ¿no?
– No lo entiendo.
Al cabo de un momento, la sargento Wigg pulsó dos teclas y dijo:
– Nada más.
Gurney se sintió apenado, enfadado y mareado.
Blatt puso las palmas hacia arriba, en un gesto de confusión.
– ¿Qué diablos era eso, un hombre o una mujer?
– Casi con certeza, un hombre -dijo Wigg.
– ¿Cómo demonios lo sabe?
– Realizamos un análisis de voz esta mañana, y la impresión muestra más tensión a medida que aumenta la frecuencia.
– ¿Y?
– El tono varía de manera considerable de una fase a otra, incluso de palabra a palabra, y en cada caso la voz es mesurablemente menos tensa en frecuencias más graves.
– ¿Lo que significa que la persona que llamaba se estaba tensando para hablar en un registro alto y que los tonos más bajos le salían con más naturalidad? -preguntó Kline.
– Exacto -contestó Wigg en su voz ambigua, pero no carente de atractivo-. No es una prueba concluyente, pero es lo que sugiere con fuerza.
– ¿Y el ruido de fondo? -preguntó Kline.
También era una pregunta que Gurney tenía in mente. Había apreciado varios sonidos de vehículos, lo situaba la llamada en una zona abierta, quizás en una calle concurrida o en el exterior de un centro comercial.
– Sabremos más después de que mejoremos el sonido, pero ahora mismo parece que hay tres niveles: la conversación, el tráfico y el zumbido de algún tipo de motor.
– ¿Cuánto tardará? -preguntó Rodríguez.
– Depende de la complejidad de los datos capturados -dijo Wigg-. Calculo que entre doce y veinticuatro horas.
– Que sean doce.
Después de un silencio embarazoso, algo para lo que Rodríguez tenía talento, Kline formuló una pregunta a la sala.
– ¿Y el asunto de los susurros? ¿Quién se suponía que no tenía que oír a Mellery diciendo el número diecinueve?- Se volvió hacia Gurney-. ¿Alguna idea?
– No. Pero dudo que tenga nada que ver con que alguien lo oyera.
– ¿Por qué lo dice? -lo retó Rodríguez.
– Porque susurrar es una forma torpe de que no te oigan susurró Gurney, de un modo bastante audible para subrayar su tesis. Es como otros elementos peculiares del caso.
– ¿Como qué? -insistió Rodríguez.
– Bueno, por ejemplo, ¿por qué la incertidumbre de la nota de referirse a noviembre o diciembre? ¿Por qué una pistola y una botella rota? ¿Por qué el misterio en las pisadas? Y otro pequeño detalle que no se menciona, ¿por qué no hay huellas de animales?
– ¿Qué? -Rodríguez parecía desconcertado.
– Caddy Mellery dijo que ella y su marido oyeron sonidos de animales que chillaban, como si pelearan detrás de la casa, por eso él fue al piso de abajo y miró por la puerta de atrás. Pero no había huellas de animales cerca, y habrían sido muy obvias en la nieve.
– Nos estamos encallando. No veo qué importancia puede tener la presencia o ausencia de huellas de mapaches o de lo que estemos hablando.
– Dios -dijo Hardwick, sin hacer caso a Rodríguez y dedicando a Gurney una sonrisa de admiración-. Tienes razón. No había ni una señal en esa nieve que no estuviera hecha por la víctima o el asesino. ¿Por qué no me fijé en eso?
Kline se volvió hacia su ayudante.
– Nunca he visto un caso con tantos indicios y que tan pocos tengan sentido-. Negó con la cabeza-. O sea, ¿cómo demonios consiguió el asesino hacer eso con los números? ¿Y por qué dos veces? -Miró a Gurney-. ¿Está seguro de que los números no tenían ningún sentido para Mellery?
– Seguro al noventa por ciento, lo más seguro que puedo estar de algo.
– Volviendo a la imagen global -dijo Rodríguez-, estaba pensando en la cuestión del motivo que has mencionado antes, Sheridan…
El teléfono de Hardwick sonó. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó a la oreja antes de que Rodríguez pudiera protestar.
– Mierda -dijo, después de escuchar unos diez segundos-. ¿Estás seguro? -Miró en torno a la mesa-. No hay bala. Han revisado el muro de atrás de la casa centímetro a centímetro. Nada.
– Que miren dentro de la casa -dijo Gurney.
– Pero dispararon fuera.
– Ya lo sé, pero probablemente Mellery no cerró la puerta. Una persona ansiosa en una situación como esa preferiría dejar la puerta abierta. Diles a los técnicos que consideren las posibles trayectorias y cualquier pared interior que hubiera estado en la línea de fuego.
Hardwick transmitió rápidamente las instrucciones y colgó.
– Buena idea -dijo Kline.
– Muy buena -secundó Wigg.
– Respecto a esos números -intervino Blatt, cambiando abruptamente de asunto-, casi seguro que ha de ser algún tipo de hipnosis o percepción extrasensorial.
– No creo -dijo Gurney.
– Pero ha de serlo. ¿Qué más podría ser?
Hardwick compartía la opinión de Gurney al respecto y respondió antes.
– Dios, Blatt, ¿cuándo fue la última vez que la Policía del estado investigó un crimen que implicara un control mental místico?
– ¡Pero sabía lo que el tipo estaba pensando!
Esta vez Gurney respondió antes, a su manera conciliadora.
– Parece que alguien sabía exactamente lo que Mellery estaba pensando, pero apuesto a que nos estamos saltando algo y que resultará ser mucho más simple que leer la mente.
– Deje que le pregunte algo, detective Gurney. Rodríguez se estaba recostando en su silla, con el puño derecho metido en la palma izquierda delante de su pecho. Se estaban acumulando con rapidez, a través de una serie de cartas amenazadoras y llamadas telefónicas, pruebas que indicaban que Mark Mellery era el objetivo de un acosador homicida. ¿Por qué no llevó estas pruebas a la Policía antes del asesinato?
El hecho de que Gurney hubiera anticipado la pregunta y estuviera preparado para responderla no disminuyó su picor.
– Agradezco el título de detective, capitán, pero entregué ese título junto con mi placa y mi arma hace dos años. En cuanto a informar del asunto a la Policía mientras estaba ocurriendo, no se podía hacer nada práctico sin la cooperación de Mark Mellery, y dejó claro que él no colaboraría.
– ¿Está diciendo que no podría haber puesto la situación en conocimiento de la Policía sin su permiso? -La voz de Rodríguez estaba subiendo, su actitud parecía más tensa.
– Me dejó claro que no quería a la Policía implicada, que consideraba la idea de la intrusión policial en el asunto más destructiva que útil y que tomaría todas las medidas necesarias para impedirlo. Si yo hubiera informado del asunto, él habría puesto impedimentos y se habría negado a seguir comunicándose conmigo.
– Sus posteriores conversaciones con usted no le hicieron mucho bien, ¿no?
– Desgraciadamente, capitán, tiene razón en eso.
La suavidad, la ausencia de resistencia en la respuesta de Gurney dejó a Rodríguez momentáneamente desequilibrado. Sheridan Kline entró en el espacio vacío.
– ¿Por qué se oponía a que la Policía se implicara?
– Consideraba que la Policía era demasiado torpe e incompetente, incapaz de lograr algo positivo. Creía que era poco probable que lo hicieran sentir más seguro, y que, en cambio, era muy probable que perjudicaran la imagen de su instituto.
– Eso es ridículo dijo Rodríguez, -ofendido.
– Elefantes en una cacharrería, eso es lo que siempre repetía. Estaba decidido a no cooperar con la Policía, no quería que ésta entrara en su propiedad, no quería el contacto policial con sus huéspedes, ni informar personalmente. Parecía dispuesto a tomar medidas legales ante el menor atisbo de interferencia policial.
– Bien, sin embargo, lo que me gustaría saber… -empezó Rodríguez, pero lo cortó otra vez el familiar tono del teléfono de Hardwick.