Выбрать главу

– Hardwick… Sí… ¿Dónde…? Fantástico… Vale, bien. Gracias-. Se puso el teléfono en el bolsillo y le anunció a Gurney en una voz lo bastante alta para que todos lo oyeran-: Han encontrado la bala. En una pared interior. De hecho, en el centro del salón de la casa, en una línea directa desde la puerta de atrás, que estaba aparentemente abierta cuando dispararon.

– Felicidades -le dijo la sargento Wigg a Gurney. Luego, dirigiéndose a Hardwick, añadio-: ¿Alguna idea del calibre?

– Creen que es un trescientos cincuenta y siete, pero esperaremos a Balística.

Kline parecía preocupado. Dirigió una pregunta a nadie en particular.

– ¿Mellery podría haber tenido otras razones para no querer a la Policía cerca?

Blatt, con expresión aturdida, añadió su propia pregunta:

– ¿Qué demonios significa eso de unos elefantes en una cacharrería?

26

Un cheque en blanco

Cuando Gurney llegó a su granja de las afueras de Walnut Crossing, después de conducir a lo largo de los Catskills, el agotamiento lo había envuelto en una niebla emocional en la que se confundían hambre, sed, frustración, tristeza y dudas sobre sí mismo. Noviembre caminaba hacia el invierno y los días se hacían inquietantemente más cortos, sobre todo en los valles, donde las montañas circundantes propiciaban anocheceres tempranos. El coche de Madeleine no estaba en su sitio junto a la cabana del jardín. La nieve, parcialmente fundida por el sol de mediodía y congelada de nuevo por el frío de la tarde, crujía bajo los zapatos.

La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Gurney encendió la lámpara de encima de la mesita de la cocina. Recordó que Madeleine había dicho algo sobre la cancelación de su cenafiesta prevista debido a alguna reunión a la que todas las mujeres querían asistir, pero los detalles se le escapaban. Así que, al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de las malditas pacanas. Puso un saquito de té Darjeeling en una taza, la llenó en el grifo y la metió en el microondas. Movido por el hábito, se dirigió a su sillón, situado en el otro lado de la cocina rústica. Se hundió en él y apoyó los pies en un taburete de madera. Dos minutos después, el sonido del timbre del microondas quedó absorbido en la textura de un sueño en sombras.

Lo despertó el sonido de las pisadas de Madeleine. Era una percepción hipersensible, quizá, pero algo en las pisadas sonaba a enfado. Le parecía que su dirección y su proximidad indicaban que debía de haberlo visto en la silla, pero que no había querido hablar con él.

Abrió los ojos a tiempo de verla salir de la cocina y dirigirse a su dormitorio. Se estiró, se levantó de las profundidades del sillón, fue al aparador a buscar un pañuelo de papel y se sonó la nariz. Oyó que se cerraba la puerta de un armario, con un exceso de ímpetu, y al cabo de un minuto Madeleine regresó a la cocina. Se había cambiado la blusa de seda por un jersey suelto.

– Estás despierto -dijo.

A David le pareció una crítica por haberse quedado dormido.

Madeleine encendió una fila de luces situadas sobre la encimera y abrió la nevera.

– ¿Has comido? -Sonó como una acusación.

– No, he tenido un día agotador. Cuando he llegado a casa sólo me he hecho una taza de… Oh, mierda, se me olvidó.

Se acercó al microondas, sacó una taza de té oscuro y frío y la vació con bolsita y todo en el fregadero.

Madeleine fue al fregadero, recogió la bolsa de té y, haciéndose notar, la tiró a la basura.

– Yo también estoy muy cansada-. Negó con la cabeza en silencio un momento-. No entiendo por qué esos estúpidos del pueblo creen que es buena idea construir una prisión horrorosa, rodeada por alambre de púas, en medio del condado más hermoso del estado.

Entonces David lo recordó. Ella le había dicho que por la mañana pensaba asistir a una reunión en el pueblo en la cual debía discutirse otra vez sobre aquella controvertida propuesta. La cuestión era si el pueblo debería competir para convertirse en sede de una instalación que para sus oponentes era una «prisión», pero que para quienes la apoyaban era un «centro de tratamiento». La batalla de la nomenclatura surgía del lenguaje burocrático ambiguo que autorizaba ese proyecto piloto para una nueva clase de institución. Iba a ser conocido como ETCE (Entorno Terapéutico Correccional del Estado) y su propósito dual consistía en la encarcelación y rehabilitación de personas condenadas por delitos relacionados con las drogas. De hecho, el lenguaje burocrático era impenetrable y dejaba mucho espacio para la interpretación y la discusión.

Era un tema demasiado delicado como para que pudieran hablar de él. No porque él no compartiera el deseo de Madeleine de mantener el ETCE fuera de Walnut Crossing, sino porque no se estaba uniendo a la batalla con la intensidad con que ella pensaba que debería hacerlo.

– Probablemente hay media docena de personas a las que les vendría de fábula -dijo adustamente-, y todos los demás en el valle (y todos los que tengan que pasar por el valle) tendrían que sufrir la presencia de ese miserable adefesio durante el resto de sus vidas. ¿Y por qué? Por la «rehabilitación» de una panda de camellos. ¡Dame un respiro!

– Hay otras ciudades que compiten por ello. Con un poco de suerte, alguna ganará.

Madeleine sonrió sombríamente.

– Claro, si sus ayuntamientos son aún más corruptos que el nuestro, podría ocurrir.

Pensó que su indignación era una forma de presionarle, así que David decidió intentar cambiar de tema.

– ¿Quieres que haga una par de tortillas? -Vio que el hambre de Madeleine pugnaba brevemente con su rabia residual. Ganó el hambre.

– Sin pimiento verde -le advirtió-. No me gusta.

– ¿Por qué compras?

– No lo sé. Desde luego, para las tortillas no.

– ¿Quieres escalonias?

– Sin escalonias.

Madeleine puso la mesa mientras él batía los huevos y calentaba las sartenes.

– ¿Quieres tomar algo? -preguntó David.

Ella negó con la cabeza. David sabía que ella nunca bebía nada durante las comidas, pero lo preguntó de todos modos. Una manía peculiar, pensó, seguir haciendo esa pregunta.

Ninguno de los dos soltó más de unas pocas palabras, hasta que ambos terminaron de comer y apartaron los platos vacíos hacia el centro de la mesa con un empujoncito ritual.

– Cuéntame cómo te ha ido el día -dijo ella.

– ¿El día? ¿Te refieres a mi reunión con el superequipo de homicidios?

– ¿No te han impresionado?

– Ah, me han impresionado. Si alguien quiere escribir un libro sobre dinámica disfuncional, dirigida por el capitán infernal, basta con que ponga una grabadora en ese sitio y transcriba la cinta palabra por palabra.

– ¿Peor que cuando te retiraste?

Tardó en responder, no porque no estuviera seguro de la respuesta, sino por la entonación cargada que había detectado en la palabra «retiraste». Decidió responder a las palabras en lugar de al tono.

– Había cierta gente difícil en la ciudad, pero el capitán infernal opera con una arrogancia y una inseguridad completamente distintas. Está desesperado por impresionar al fiscal del distrito, no tiene respeto por su propia gente ni interés real en el caso. Cada pregunta, cada comentario, era hostil o parecía fuera de lugar; por lo general las dos cosas.

Ella lo miró de un modo especulativo.

– No me sorprende.

– ¿Qué quieres decir?

Madeleine se encogió de hombros ligeramente. Daba la sensación de que estuviera serenándose para expresar lo menos posible.

– Sólo que no me sorprende. Si hubieras vuelto a casa y me hubieras dicho que habías pasado el día con el mejor equipo de homicidios que habías conocido, eso sí me habría sorprendido. Eso es todo.