– ¿Se te ha ocurrido acudir a la Policía? preguntó Gurney.
– Pensé que no serviría de nada. No creía que fueran a hacer nada. ¿Qué iban a hacer? No había amenaza específica, nada que no pudiera desdeñarse, ningún crimen real. No tengo nada concreto que llevarles. ¿Un par de poemitas desagradables? Un chico retorcido de instituto podría haberlos escrito, alguien con un sentido del humor raro. Y como la Policía no haría nada o, peor aún, lo tratarían como una broma, ¿por qué iba a perder el tiempo acudiendo a ellos?
Gurney asintió, sin estar convencido.
– Además -continuó Mellery, -la idea de que la Policía local se ocupe de esto y lance una investigación a gran escala, interrogando a gente, viniendo al instituto, fastidiando a huéspedes actuales y antiguos (algunos de nuestros huéspedes son gente sensible), haciéndose notar, armando toda clase de números, fisgoneando en cosas que no son asunto suyo, quizás implicando a la prensa… ¡Dios! Ya me imagino los titulares, «Autor espiritual amenazado de muerte», y la agitación que provocaría… – La voz de Mellery se fue apagando y negó con la cabeza como si las meras palabras no pudieran describir el daño que la Policía podía causar.
Gurney respondió con expresión de desconcierto.
– ¿Qué pasa? preguntó Mellery.
– Tus dos razones para no contactar con la Policía se contradicen.
– ¿Qué?
– No contactas con la Policía porque temes que no hagan nada y no contactas con ellos porque temes que hagan demasiado.
– Ah, sí…, pero las dos afirmaciones son ciertas. Lo que temo es que lo manejen con ineptitud. La ineficacia de la Policía puede adoptar la forma de un enfoque indolente o tener las consecuencias del elefante que entra en una cacharrería. Lasitud inoperante o agresividad inepta, ¿me entiendes?
Gurney tenía la sensación de que acababa de ver cómo alguien le pisaba el pie y lo convertía en una pirueta. No se lo creía. De acuerdo con su experiencia, cuando un hombre daba dos razones para una decisión, era probable que una tercera razón la real hubiera quedado oculta.
Como si sintonizara con la longitud de onda del pensamiento de Gurney, Mellery dijo de repente:
– He de ser más sincero contigo, más abierto respecto a mis preocupaciones. No puedo esperar que me ayudes, a menos que te muestre la imagen completa. En mis cuarenta y siete años, he llevado dos vidas muy diferentes. Durante los primeros dos tercios de mi existencia fui por el mal camino, sin hacer nada bueno, pero llegando deprisa. Empecé en la facultad. Después de la facultad, empeoró. Cada vez bebía más, cada vez había más caos. Me involucré en pasar drogas a una clientela rica y trabé amistad con algunos clientes. Uno estaba tan impresionado con mi capacidad de inventar una mentira que me dio trabajo en Wall Street, donde vendía acciones por teléfono a gente ambiciosa y lo bastante estúpida para creer que doblar su inversión en tres meses era una posibilidad real. Era bueno en eso, y gané un montón de dinero, y éste era el combustible de mi tren expreso hacia la locura. Hacía lo que tenía ganas de hacer, pero la mayoría de las cosas no las recuerdo, porque la mayor parte del tiempo estaba borracho como una cuba. Durante diez años trabajé para una retahila de ladrones tan brillantes como impresentables. Luego murió mi mujer. Supongo que no te enteraste, pero me casé al año de terminar los estudios.
Mellery buscó su vaso. Bebió con aire pensativo, como si el sabor fuera una idea que se formaba en su mente. Cuando el vaso quedó medio vacío, lo colocó en el brazo de la silla, lo miró un momento y reanudó su historia.
– Su muerte tuvo un efecto sobre mí mayor que todo lo ocurrido en nuestros quince años de matrimonio. Detesto admitirlo, pero sólo a través de su muerte, la vida de mi esposa tuvo un impacto real en mí.
Gurney tenía la impresión de que aquella clara ironía, narrada con paso vacilante, como si se le acabara de ocurrir, estaba siendo relatada por enésima vez.
– ¿Cómo murió?
– La historia completa está en mi primer libro, pero la versión breve y desagradable es ésta. Habíamos ido de vacaciones al Olympic Peninsula de Washington. Estábamos sentados en una playa desierta al atardecer. Erin decidió ir a nadar. Por lo general se adentraba treinta metros y nadaba en paralelo a la orilla, como si hiciera largos en una piscina. Era disciplinada con el ejercicio.- Hizo una pausa, cerrando los ojos.
– ¿Es eso lo que hizo esa noche?
– ¿Qué?
– Has dicho que era lo que hacía por lo general.
– Ah, sí. Creo que es lo que hizo esa noche. La verdad es, bueno, no estoy seguro, pues estaba borracho. Erin se fue al agua; yo me quedé en la playa con mi termo de martini. Había aparecido un tic en la comisura de su ojo izquierdo. Erin se ahogó. La gente que encontró su cadáver, que flotaba en el agua a quince metros de la orilla, también me encontró a mí, desmayado en la playa en un estupor alcohólico.
Después de una pausa continuó con un hilo de voz.
– Supongo que tuvo un calambre o…, qué sé yo…, pero imagino que… me llamaría… – Se interrumpió, cerró otra vez los ojos y masajeó el lugar donde tenía el tic. Cuando de nuevo abrió los ojos, miró a su alrededor como si viera por primera vez cuanto le rodeaba.
– Tienes una casa encantadora – dijo con una sonrisa triste.
– ¿Has dicho que su muerte tuvo un efecto poderoso en ti?
– Ah, sí, un efecto poderoso.
– ¿Inmediatamente o más tarde?
– Inmediatamente. Es un cliché, pero tuve lo que se llama un «momento de lucidez». Fue más doloroso, más revelador que nada que hubiera experimentado antes o después. Vi con claridad, por primera vez en mi vida, el camino en el que estaba y lo disparatadamente destructivo que era. No quiero compararme con Pablo al caer de su caballo en camino a Damasco, pero el hecho es que a partir de ese momento no quise dar ni un paso más por ese camino dijo con una convicción rotunda.
«Podría dar un curso de convicción rotunda», pensó Gurney.
– Me apunté a una terapia de desintoxicación, porque me parecía que era lo correcto. Después fui a terapia. Quería estar seguro de que había encontrado la verdad y de que no había perdido el juicio. La terapia fue alentadora. Terminé volviendo a la universidad y me saqué dos licenciaturas, una en Psicología y otra en Orientación. Uno de mis compañeros de clase era pastor de la Iglesia unitaria y me pidió que fuera a hablar de mi «conversión»; la palabra la puso él, no yo. La charla fue un éxito. A partir de ahí di una serie de conferencias en una docena de iglesias unitarias, y las conferencias se convirtieron en mi primer libro. El libro se transformó en la base de una serie en tres capítulos para la PBS. Luego se distribuyó en forma de cintas de vídeo.
»Ocurrieron muchas cosas de ese estilo: una retahila de coincidencias que me llevaron de una cosa buena a otra. Me invitaron a dar una serie de seminarios privados para algunas personas extraordinarias, y resultó que además eran extraordinariamente ricas. Eso llevó a la fundación del Instituto Mellery para la Renovación Espiritual. A la gente que va allí le encanta lo que hago. Sé que suena muy ególatra, pero es cierto. Hay personas que vienen año tras año a escuchar lo que, en el fondo, son las mismas conferencias, a realizar los mismos ejercicios espirituales. Titubeo al decirlo, porque suena muy pretencioso, pero como resultado de la muerte de Erin renací en una vida nueva y maravillosa.