Sus pupilas se movían con inquietud, por lo que daba la impresión de que estaba concentrado en un paisaje privado. Salió Madeleine, se llevó los vasos vacíos y preguntó si querían más. Ambos le dijeron que no. Mellery mencionó de nuevo que tenían una casa encantadora.
– Has dicho que querías ser más franco conmigo sobre tus preocupaciones – le instó Gurney.
– Sí, tiene que ver con mis años de bebedor. Era un bebedor empedernido. Tenía graves lagunas de memoria: algunas duraban una hora o dos; otras, más. En los años finales las tenía cada vez que bebía. Eso es mucho tiempo, muchas cosas que hice de las que no conservo recuerdo. Cuando estaba borracho, no tenía manías respecto a con quién estaba ni en relación con lo que hacía. Francamente, las referencias al alcohol de esas notitas que te he mostrado son la razón de mi inquietud. En los últimos días, mis emociones han estado vacilando entre la inquietud y el terror.
A pesar de su escepticismo, Gurney estaba asombrado porque había algo auténtico en el tono de Mellery.
– Cuéntame más dijo.
Durante la siguiente media hora quedó claro que no había mucho más que Mellery quisiera o pudiera contar. No obstante, regresó al punto que le obsesionaba.
– Por el amor de Dios, ¿cómo pudo saber en qué número pensaría? He repasado mentalmente a gente que he conocido, lugares en los que he estado, direcciones, códigos postales, teléfonos, fechas, cumpleaños, números de matrícula, incluso precios (cualquier cosa con números), y no hay nada que asocie con el seiscientos cincuenta y ocho. ¡Me está volviendo loco!
– Sería más útil concentrarse en cuestiones más simples. Por ejemplo…
Pero Mellery no estaba escuchando.
– No tengo ni idea de qué significa ese seiscientos cincuenta y ocho. Pero ha de querer decir algo. Y sea lo que sea que signifique, alguien más lo sabe. Alguien más sabe que seiscientos cincuenta y ocho significa para mí lo suficiente para que fuera el primer número que se me iba a ocurrir. No puedo pensar en otra cosa. ¡Es una pesadilla!
Gurney se quedó sentado en silencio y esperó a que el ataque de pánico de Mellery se consumiera por sí solo.
– Las referencias a la bebida significan que se trata de alguien que me conocía de los viejos y malos tiempos. Si tiene algún tipo de rabia (y parece que es así), la ha estado alimentando mucho tiempo. Podría ser alguien que me perdió la pista, que no tenía ni idea de dónde estaba, que luego vio uno de mis libros, vio mi foto, leyó algo sobre mí y decidió…, ¿qué decidió? Ni siquiera sé de qué tratan esas notas.
Gurney continuó sin decir nada.
– ¿Tienes alguna idea de cómo es tener un centenar, quizá dos centenares, de noches en tu vida de las que no recuerdas nada?
Mellery negó con la cabeza, aparentemente atónito ante su propia implacabilidad.
– Lo único que sé seguro de esas noches es que estaba lo bastante borracho (lo bastante loco) para hacer cualquier cosa. Eso es lo que tiene el alcohoclass="underline" cuando te emborrachas tanto como lo hice yo, pierdes el miedo a las consecuencias. Tu percepción se deforma, tus inhibiciones desaparecen, tu memoria se apaga, y actúas por impulso: instinto sin control. – Se quedó en silencio, negando con la cabeza.
– ¿Qué crees que podrías haber hecho en uno de esos apagones de memoria?
Mellery lo miró.
– ¡Cualquier cosa! Dios, ésa es la cuestión: ¡cualquier cosa!
Gurney pensó que tenía el aspecto de un hombre que acaba de descubrir que el paraíso tropical de sus sueños, en el que ha invertido hasta el último centavo, está infestado de escorpiones.
– ¿Qué quieres que haga por ti?
– No lo sé. Quizás esperaba una deducción de Sherlock Holmes, misterio resuelto, autor de la carta identificado y reducido.
– Tú estás en mejor posición que yo para adivinar de qué trata esto.
Mellery negó con la cabeza. Entonces una esperanza frágil le abrió los ojos.
– ¿Podría ser una broma?
– Si es así, es más cruel que la mayoría de las bromas – replicó Gurney. ¿Qué más se te ocurre?
– ¿Chantaje? El autor sabe algo espantoso, algo que no puedo recordar, y los 280,87 dólares son sólo la primera exigencia.
Gurney asintió de un modo evasivo.
– ¿Alguna otra posibilidad? ¿Venganza? Por algo horrible que hice, pero no quiere dinero, quiere… Su voz se fue apagando lastimeramente.
– ¿Y no hay nada específico que recuerdes haber hecho que pudiera justificar esta respuesta?
– No, ya te lo he dicho. Nada que recuerde.
– Vale, te creo. Pero dadas las circunstancias, podría merecer la pena considerar unas pocas cuestiones simples. Sólo escríbelas tal y como te las pregunto, llévatelas a casa, dedícales veinticuatro horas y a ver qué se te ocurre.
Mellery abrió su elegante maletín y sacó una libretita de cuero y una pluma Montblanc.
– Quiero que hagas varias listas separadas, lo mejor que puedas. Lista número uno: posibles enemigos de negocios o profesionales, gente con la que te encontraras en algún momento en graves conflictos por dinero, contratos, promesas, posición, reputación. Lista número dos: conflictos personales no resueltos, ex amigos, ex amantes, socios en asuntos que terminaron mal. Lista tres: individuos directamente amenazadores, gente que haya formulado acusaciones contra ti o que te haya amenazado. Lista cuatro: individuos inestables, gente con la que hayas tratado que estuviera desequilibrada o preocupada de alguna manera. Lista cinco: cualquier persona de tu pasado con la que te hayas encontrado recientemente, por más inocente o accidental que pueda haberte parecido el encuentro. Lista seis: cualquier conexión que tengas con cualquiera que viva en Wycherly o cerca, porque ahí está el apartado postal de X. Arybdis, y de allí es el matasellos del sobre.
Mientras dictaba las preguntas, observó a Mellery, que negaba con la cabeza de manera reiterada, como para afirmar la imposibilidad de recordar ningún nombre relevante.
– Sé lo difícil que parece – dijo Gurney con firmeza paternal, – pero hay que hacerlo. Entre tanto, déjame las notas. Las examinaré mejor. Pero recuerda que no me dedico a la investigación privada y que poco podré hacer por ti.
Mellery se miró las manos con expresión sombría.
– Aparte de esas listas, ¿hay algo más que pueda hacer?
– Buena pregunta. ¿Se te ocurre algo?
– Bueno, quizá con algo de orientación por tu parte podría localizar a ese señor Arybdis de Wycherly, Connecticut, para tratar de conseguir información sobre él.
– Si por «localizar» te refieres a obtener la dirección de su casa en lugar de su apartado postal, la oficina de correos no te la dará. Para eso necesitarías la participación de la Policía, pero te niegas a eso. Puedes buscar en las páginas blancas de Internet, aunque no te llevará a ninguna parte con un nombre inventado, y probablemente lo es. De hecho en la nota dice que no es el nombre por el que lo conoces. – Gurney hizo una pausa. – Pero hay algo extraño en el cheque, ¿no crees?
– ¿Te refieres a la cantidad?
– Me refiero al hecho de que no lo cobrara. ¿Por qué pedir algo tan concreto (la cantidad exacta, a nombre de quién extenderlo, adonde enviarlo) para luego no cobrarlo?
– Bueno, si Arybdis es un nombre falso y no tiene identidad con ese nombre…
– Entonces, ¿por qué ofrecer la opción de enviar un cheque? ¿Por qué no pedir efectivo?
Los ojos de Mellery examinaron el suelo como si las posibilidades fueran minas terrestres.
– Quizá todo lo que quería era un documento con mi firma.
– Se me ha ocurrido – dijo Gurney, – pero conlleva dos dificultades. Primero, recuerda que también estaba dispuesto a cobrar en efectivo. Segundo, si el objetivo real era conseguir un cheque firmado, ¿por qué no pedir una cantidad menor, digamos, veinte dólares o incluso cincuenta? ¿Eso no habría aumentado las probabilidades de obtener una respuesta?