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– Quizás Arybdis no es tan listo.

– No sé por qué, pero no creo que ése sea el problema.

Por la expresión de Mellery daba la sensación de que en cada célula de su cuerpo el agotamiento estaba batallando con la angustia, y que era una lucha cerrada.

– ¿Crees que corro un peligro real?

Gurney se encogió de hombros.

– La mayoría de las cartas amenazadoras son sólo cartas amenazadoras. El mensaje desagradable es en sí mismo el arma agresiva, por así decirlo. No obstante…

– ¿Éstas son diferentes?

– Podrían ser diferentes.

Los ojos de Mellery se ensancharon.

– Ya veo. ¿Les echarás otro vistazo?

– Sí. ¿Y empezarás con esas listas?

– No servirá de nada, pero sí, lo intentaré.

6

Por sangre que es tan roja como rosa pintada

Como no lo invitaron a comer, Mellery se había marchado a regañadientes en un AustinHealey azul pastel restaurado con meticulosidad: un deportivo descapotable clásico. Era un día perfecto para conducirlo, pero el hombre parecía tristemente ajeno.

Gurney regresó a su silla de teca y se quedó un buen rato sentado, casi una hora, esperando que la maraña de hechos empezara a organizarse por sí sola en algún orden, en alguna concatenación sensata. No obstante, lo único que le quedaba claro era que tenía hambre. Se levantó, entró en casa, se hizo un sandwich de havarti y pimientos asados y comió solo. Al parecer, Madeleine se había ido. Se preguntó si había olvidado algún plan del que ya le hubiera hablado. Mientras aclaraba su plato y miraba sin darse cuenta por la ventana, la divisó mientras subía por el campo desde el huerto, con la bolsa de lona llena de manzanas. Tenía ese aspecto de brillante serenidad que con mucha frecuencia era para ella una consecuencia automática de estar al aire libre.

Madeleine entró en la cocina y dejó las manzanas junto al fregadero al tiempo que exhalaba un sonoro suspiro de felicidad.

– Dios, ¡qué día! – exclamó. – En un día como éste, estar dentro de casa un minuto más de lo necesario es un pecado.

No es que Gurney estuviera en desacuerdo con ella; al menos desde un punto de vista estético, quizás estaba de acuerdo. Sin embargo, él tendía a la introspección, con el resultado de que, librado a sus propios dispositivos, pasaba más tiempo en la consideración de la acción que en la acción, más tiempo en su cabeza que en el mundo. Eso nunca había supuesto un problema en su profesión; en realidad, era la esencia de lo que lo hacía tan bueno.

En cualquier caso, no sentía ningún deseo imperioso de salir, ni era algo de lo que tuviera ganas de hablar o sobre lo que discutir, o por lo que sentirse culpable. Cambió de tema.

– ¿Qué te ha parecido Mark Mellery?

Madeleine respondió sin levantar la mirada de la fruta que estaba sacando de la bolsa para dejarla en la encimera y sin hacer siquiera una pausa para considerar la pregunta.

– Pagado de sí mismo y muerto de miedo. Un ególatra con complejo de inferioridad. Teme que el coco vaya a buscarlo. Quiere que lo proteja el Tío Dave. Por cierto, no estaba escuchando a propósito. Su voz se oye muy bien. Apuesto a que es un gran orador. Lo hizo sonar como un valor dudoso.

– ¿Qué opinas de la cuestión de los números?

– Ah – dijo tras una afectación teatral. – El Caso del Acechador que Lee la Mente.

Gurney contuvo su irritación.

– ¿Tienes idea de cómo podría hacerse? ¿Cómo la persona que escribió la nota podía saber qué número iba a elegir Mellery?

– No.

– No pareces perpleja por eso.

– En cambio, tú sí lo estás. – De nuevo habló con la mirada puesta en sus manzanas; la sonrisita irónica, cada vez más presente en los últimos días, pegada a la comisura de la boca reapareció.

– Has de reconocer que es enigmático – insistió él.

– Supongo.

– Gurney repetía los hechos clave con el nerviosismo de un hombre que no puede entender por qué no lo están entendiendo.

– Una persona te da un sobre cerrado y te dice que pienses en un número. Tú piensas en el seiscientos cincuenta y ocho. Él te dice que mires en el sobrecito y en la nota que contiene pone precisamente ese número.

Estaba claro que Madeleine no estaba tan impresionada como debería. Gurney continuó.

– Es algo destacable. Parecería imposible. Sin embargo, lo hizo. Me gustaría averiguar cómo lo logró.

– Y estoy segura de que lo harás – dijo ella con un leve suspiro.

David miró a través de la puerta cristalera, más allá de las tomateras y los pimientos marchitos por la primera helada de la temporada. (¿Cuándo fue eso? No lo recordaba. Le costaba mucho concentrarse en el factor temporal.) Más allá del jardín, más allá de los prados, su mirada se posó en el granero rojo. El viejo manzano Mclntosh apenas resultaba visible detrás de la esquina de esa construcción, con las frutas punteando las ramas a través de la masa de follaje como gotitas de una pintura impresionista. En este retablo se coló una sensación persistente de que tenía que estar haciendo algo. ¿De qué se trataba? ¡Por supuesto! La semana anterior había prometido que iría a buscar la escalera extensible y que recogería todas las frutas a las que Madeleine no podía llegar. Una minucia. Muy fácil de hacer. Un proyecto de media hora a lo sumo.

Al levantarse de la silla, henchido de buenas intenciones, sonó el teléfono. Madeleine atendió, en apariencia porque estaba de pie al lado de la mesita donde se hallaba el teléfono, pero ésa no era la razón real. Ella siempre contestaba las llamadas sin importar quién estuviera más cerca del aparato. Tenía menos que ver con la logística que con sus respectivos deseos de contactar con otra gente. Para ella, la gente en general era un plus, una fuente de estimulación positiva (con excepciones, como la depredadora Sonya Reynolds). Para Gurney, la gente en general era un menos, un derroche de energía (con excepciones, como la alentadora Sonya Reynolds).

– ¿Hola? – dijo Madeleine de esa forma agradablemente expectante con la que atendía todas las llamadas: como si le interesara mucho lo que podrían decirle.

Un segundo después su tono cayó a un registro menos entusiasta.

– Sí, está. Un momentito. – Movió el auricular hacia Gurney, lo dejó en la mesa y salió de la habitación.

Era Mark Mellery. Parecía aún más agitado que antes.

– Davey, gracias a Dios que estás ahí. Acabo de llegar a casa y tengo otra de esas malditas cartas.

– ¿En el correo de hoy?

La respuesta fue afirmativa, como suponía Gurney. Pero la pregunta tenía otro propósito. Había descubierto a lo largo de años de interrogar a infinidad de personas histéricas en escenas del crimen, en salas de urgencias, en toda clase de situaciones caóticas que la forma más fácil de calmarlas era empezar planteando preguntas fáciles a las que pudieran responder con un sí.

– ¿Parece la misma caligrafía?

– Sí.

– ¿Y la misma tinta roja?

– Sí, todo es igual, menos las palabras. ¿Te las leo?

– Adelante – dijo. – Léemelo despacio y dime dónde están los saltos de línea.

Las preguntas claras, las instrucciones sencillas y la voz tranquila de Gurney tuvieron el efecto predecible. Mellery sonó como si sus pies volvieran a pisar terreno firme al leer en voz alta el peculiar e inquietante poema, con pequeñas pausas para indicar los finales de las líneas:

No hice lo que hice por gusto ni dinero,

si no por unas deudas pendientes de saldar.

Por sangre que es tan roja

como rosa pintada.