La teoría lo excitó momentáneamente. Dar la vuelta a una nueva idea, probar su solidez, siempre reforzaba su sensación de control, le hacía sentir un poco más vivo, pero ese día esos sentimientos eran difíciles de sostener. Su GPS le alertó de que estaba a doscientos metros de la salida de Wycherly.
Giró a la derecha. La zona era un batiburrillo de campos de labranza, casas idénticas entre sí, centros comerciales y fantasmas de otra era de placeres estivales: un ruinoso autocine, el cartel indicador de un lago con un nombre iroqués.
Le recordó otro lago con un nombre que también sonaba indio, un lago cuya senda circundante había caminado con Madeleine un fin de semana, cuando estaban buscando su lugar perfecto en los Catskills. Recordó la imagen del rostro animado de su mujer cuando se quedaron al borde de un pequeño acantilado, de la mano, sonriendo, contemplando el agua rizada por la brisa. El recuerdo le llegó acompañado por una cuchillada de culpa.
Todavía no la había llamado para contarle lo que estaba haciendo, lo que iba a hacer, para decirle que probablemente llegaría tarde a casa. Todavía no estaba seguro de cuánto debía contarle. ¿Debía mencionar lo del matasellos? Decidió llamarla en ese momento, sin prepararlo más. «Dios, ayúdame a decir lo correcto.»
Considerando el nivel de tensión que ya estaba sintiendo, pensó que sería sensato aparcar para hacer la llamada. El primer lugar que pudo encontrar era una descuidada zona de aparcamiento pedregosa situada delante de un puesto de venta de verduras cerrado durante el invierno. La palabra que identificaba el número de su casa en el sistema de marcación activado por la voz, eficaz aunque poco imaginativa, era «Casa».
Madeleine respondió al segundo tono con esa voz optimista que las llamadas telefónicas siempre lograban sacarle.
– Soy yo -dijo David, y su propia voz reflejó apenas una fracción del entusiasmo de la de su esposa.
Hubo un instante de pausa.
– ¿Dónde estás?
– Por eso te llamo. Estoy en Connecticut, cerca de un pueblo llamado Wycherly.
La pregunta obvia habría sido por qué, pero Madeleine no hacía las preguntas obvias. Esperó.
– Ha ocurrido algo en el caso -dijo David-. Las cosas podrían llegar al final
– Ya veo.
Gurney oyó una respiración lenta y controlada.
– ¿Vas a decirme algo más que eso? -preguntó.
Miró fuera del coche al puesto de verduras sin vida. Más que cerrado por la temporada parecía abandonado.
– El hombre que buscamos se está inquietando -dijo-. Podría ser una oportunidad para detenerlo.
– ¿El hombre que buscamos? -Ahora la voz de ella era quebradiza, fisurada.
Él no dijo nada, enervado por la respuesta.
Madeleine continuó, de un modo abiertamente airado.
– ¿No te refieres al asesino sanguinario, al hombre que nunca falla, al que dispara a la gente en las arterias del cuello y les corta la garganta? ¿Es de quien estamos hablando?
– El hombre que estamos buscando, sí.
– ¿No hay suficientes policías en Connecticut para ocuparse de eso?
– Parece enfocado en mí.
– ¿Qué?
– Al parecer me ha identificado como alguien que trabaja en el caso, y podría estar tratando de hacer algo estúpido, y eso podría darnos la ocasión que necesitamos. Es nuestra oportunidad de luchar con él en lugar de hacer limpieza después de un asesinato tras otro.
– ¿Qué? -Esta vez la palabra era menos una pregunta que una exclamación de dolor.
– No me va a pasar nada -dijo David con escasa convicción-. Está empezando a derrumbarse. Va a autodestruirse. Sólo hemos de estar allí cuando eso ocurra.
– Cuando era tu trabajo, tenías que estar allí. Ahora no tienes que estar.
– Madeleine, por el amor de Dios. ¡Soy policía! -Las palabras explotaron en él como un objeto obstruido que sale disparado de repente-. ¿Por qué demonios no puedes entenderlo?
– No, David -respondió ella con tranquilidad-. Eras policía. Ahora ya no lo eres. No has de estar allí.
– Ya estoy aquí. -En el silencio que siguió, su furia decreció como una marea que baja-. Está bien. Sé lo que hago. No me ocurrirá nada.
– David, ¿qué pasa contigo? ¿Sigues corriendo hacia las balas? Hasta que una te atraviese la cabeza. ¿Es eso? ¿Ese es el patético plan para el resto de nuestras vidas? ¿Yo espero y espero y espero hasta que te maten? -Su voz se quebró con una emoción tan pura en la palabra «maten» que David se quedó sin palabras.
Fue Madeleine la que habló finalmente, con tanta suavidad que él casi no logró distinguir las palabras.
– ¿De qué se trata esto?
«¿De qué se trata esto?» La pregunta le golpeó desde un ángulo extraño. Se sintió desequilibrado.
– No entiendo la pregunta.
El intenso silencio de su mujer desde casi doscientos kilómetros pareció rodearle, cernirse sobre él.
– ¿Qué quieres decir? -insistió David. Notaba que su ritmo cardiaco aumentaba.
Pensó que la oyó tragar saliva. Sintió, en cierto modo lo supo, que estaba tratando de tomar una decisión. Cuando Madeleine respondió, lo hizo con otra pregunta, una vez más pronunciada en voz tan baja que él apenas la oyó.
– ¿Se trata de Danny?
David sintió el latido del corazón en el cuello, en la cabeza, en las manos.
– ¿Qué? ¿Qué tiene que ver con Danny? -No quería una respuesta, al menos en ese momento, cuando tenía tanto que hacer.
– Oh, David.
Podía imaginarla mientras sacudía la cabeza con tristeza, decidida a abordar el tema más difícil de todos. Una vez que Madeleine abría una puerta, invariablemente la cruzaba.
Ella respiró someramente e insistió.
– Antes de que mataran a Danny, tu trabajo era la parte más importante de tu vida. Después, fue la única parte. La única parte. No has hecho nada más que trabajar en los últimos quince años. En ocasiones siento que estás tratando de compensar algo, de olvidar algo…, de resolver algo. -Su inflexión tensa hizo que la palabra «resolver» sonara como el síntoma de una enfermedad.
Procuró mantener el equilibrio aferrándose a los hechos que tenía a mano.
– Voy a ir a Wycherly a ayudar a capturar al hombre que mató a Mark Mellery.
Oyó su voz como si perteneciera a otra persona alguien mayor, aterrorizado, rígido, alguien que trataba de parecer razonable.
Madeleine no hizo caso de lo que él dijo y continuó su propio hilo de pensamiento.
– Esperaba que si abríamos la caja, si mirábamos sus dibujos…, podríamos despedirnos de él juntos. Pero tú no dices adiós, ¿verdad? Nunca dices adiós a nada.
– No sé de qué estás hablando -protestó.
Pero no era verdad. Cuando habían estado a punto de trasladarse desde la ciudad a Walnut Crossing, Madeleine había pasado horas diciendo adiós. No sólo a los vecinos, sino también a la casa, a cosas que dejaban atrás, plantas de interior. A Gurney le sacó de quicio. Se quejó de su sentimentalismo, dijo que hablar a objetos inanimados era raro, una pérdida de tiempo, una distracción que sólo estaba complicando su partida. Pero era algo más que eso. Su conducta estaba tocándole una fibra que no quería que le tocaran, y ahora ella había vuelto a poner el dedo en la llaga, al referirse a la parte de él que nunca quería decir adiós, que no podía afrontar la separación.
– Guardas las cosas para no verlas -estaba diciendo ella. -Pero no se han ido, la verdad es que no las has soltado. Has de mirar la vida de Danny y soltarla. Pero obviamente no quieres hacerlo. Sólo quieres… ¿qué, David? ¿Qué? ¿Morir?