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– ¿Qué otra conexión?

– No lo sé.

La puerta de atrás se cerró de golpe, se oyeron pisadas que se acercaban con rapidez y un hombre nervudo de paisano apareció en la puerta.

– ¿Quería verme?

– Lamento hacerte esto, pero necesito que tú y Picardo…

– Lo sé.

– Bueno. Bien. Da información sencilla. Lo más sencilla que puedas: «Acuchillado fatalmente cuando protegía a víctima de un ataque. Muerte heroica». Algo así, por el amor de Dios. Lo que quiero decir es que omitas detalles espantosos. Nada de charcos de sangre. ¿Entiendes lo que trato de decirte? Los detalles puede conocerlos después, si es preciso. Pero por el momento…

– Lo entiendo, señor.

Bien. Mira, siento no poder hacerlo yo. La verdad es que no puedo salir. Dile que pasaré por su casa esta noche.

– Sí, señor.

El hombre hizo una pausa en el umbral hasta que quedó claro que Nardo no tenía nada más que decir; luego regresó por el mismo camino por el que había venido y cerró la puerta tras de sí, esta vez más silenciosamente.

Una vez más, Nardo se concentró en su conversación con Gurney.

– ¿Me estoy perdiendo algo o se está basando en hipótesis? No sé, corríjame si me equivoco, pero no he oído nada de una lista de sospechosos, de hecho, no se ha seguido ninguna pista concreta.

– Más o menos.

– Y esta cantidad de indicios físicos (sobres, notas, tinta roja, botas, botellas rotas, huellas de pisadas, llamadas telefónicas grabadas, registro de transmisiones de torres de móviles, cheques devueltos, incluso mensajes escritos en aceite de piel de las yemas de los dedos de este chiflado), ¿nada de eso condujo a ninguna parte?

– Es una manera de verlo.

Nardo negó con la cabeza de una manera que se estaba convirtiendo en hábito.

– En resumen, no sabe a quién está buscando ni cómo encontrarlo.

Gurney sonrió.

– Quizá por eso estoy aquí.

– ¿Por qué?

– Porque no tengo ni idea de adonde más ir.

Era un reconocimiento simple de un hecho simple. La satisfacción intelectual que proporcionaba comprender los detalles del modus operandi del asesino era poco importante en relación con el estancamiento de la cuestión central, tal y como de un modo tan claro había expresado Nardo. Gurney tenía que afrontar el hecho de que a pesar de su ingeniosa percepción de los misterios secundarios del caso, estaba casi igual de lejos de identificar y capturar al asesino como lo había estado la mañana en que Mark Mellery le llevó aquellas primeras notas desconcertantes y le pidió su ayuda.

Hubo un pequeño cambio en la expresión de Nardo, una relajación de la tensión.

– Nunca hemos tenido un asesinato en Wycherly -dijo-. Al menos no uno de verdad. Un par de homicidios, un par de muertos en carretera, un accidente de caza cuestionable. Nunca hubo aquí un homicidio que no implicara al menos a un capullo completamente ebrio. Al menos en los últimos veinticuatro años.

– ¿Ése es el tiempo que lleva en la Policía?

– Sí. Sólo un tipo en el departamento llevaba más tiempo que yo y es…, era… Gary. Estaba a punto de cumplir veinticinco. Su mujer quería que se retirara a los veinte, pero supuso que si se quedaba otros cinco años… ¡Maldición! -Nardo se limpió los ojos-. No perdemos a muchos hombres en acto de servicio -dijo, como si sus lágrimas necesitaran una explicación.

Gurney estuvo tentado de decir que sabía lo que era perder un compañero. Había perdido dos en una detención que salió mal. En cambio, se limitó a asentir de modo compasivo.

Al cabo de alrededor de un minuto, Nardo se aclaró la garganta.

– ¿Tiene algún interés en hablar con Dermott?

– La verdad es que sí. Pero no quiero interponerme.

– No lo hará -dijo Nardo con voz forzada, compensando, supuso Gurney, su momento de debilidad. Luego añadió en un tono más normal-: Ha hablado con este tipo por teléfono, ¿verdad?

– Claro.

– Así que sabe quién es.

– Sí.

– O sea, que no me necesita en la habitación. Sólo infórmeme cuando termine.

– Como quiera, teniente.

– Puerta de la derecha en lo alto de la escalera. Buena suerte.

Al subir por la escalera de roble, Gurney se preguntó si la planta de arriba revelaría más cosas sobre la personalidad del ocupante que la planta baja, que no tenía más calidez o estilo que el equipamiento informático que albergaba. El rellano de lo alto de la escalera repetía la decoración del piso de abajo: un extintor en la pared, una alarma de humos y rociadores en el techo. Gurney estaba formándose la impresión de que Gregory Dermott era sin duda un tipo obsesionado con la seguridad. Llamó a la puerta que Nardo le había indicado.

– ¿Sí? -La respuesta sonó dolorida, brusca, impaciente.

– Investigador especial Gurney, señor Dermott. ¿Puedo verle un momento?

Hubo una pausa.

– ¿Gurney?

– Dave Gurney. Hemos hablado por teléfono.

– Pase.

Gurney abrió la puerta y entró en una habitación oscurecido da por persianas medio cerradas. Estaba amueblada con una cama, una mesita de noche, una cómoda, un sillón y un escritorio apoyado contra la pared con una silla plegable delante de él. Toda la madera era oscura. El estilo era contemporáneo, de gama alta. La colcha y la alfombra eran grises, marrón claro, prácticamente sin color. El ocupante de la habitación estaba en el sillón situado frente a la puerta, sentado ligeramente inclinado hacia un lado, como si hubiera encontrado una posición extraña que mitigara su malestar. A Gurney le pareció el típico técnico informático. Con la escasa luz, su edad era menos definible. Treinta y tantos sería una hipótesis razonable.

Después de examinar los rasgos de Gurney como si tratara de discernir en ellos la respuesta a una pregunta, Dermott preguntó en voz baja.

– ¿Se lo han contado?

– ¿Contarme qué?

– La llamada telefónica… del asesino loco.

– He oído eso. ¿Quién contestó la llamada?

– ¿Responder? Supongo que uno de los agentes. Uno de ellos vino a buscarme.

– ¿El que llamaba preguntó por usted, por su nombre?

– Supongo…, no lo sé… Qué sé yo, supongo que sí. El agente dijo que la llamada era para mí.

– ¿Había algo familiar en la voz del que llamaba?

– No era normal.

– ¿Qué quiere decir?

– Desequilibrada. Subía y bajaba, alta como la voz de una mujer, luego grave. Acentos extraños. Como si fuera una broma siniestra, pero también seria. Se presionó las sienes con las yemas de sus dedos. Dijo que yo era el siguiente…, y después usted. Parecía más exasperado que aterrorizado.

– ¿Había algún sonido de fondo?

– ¿Qué?

– ¿Oyó algo más aparte de la voz del que llamaba? ¿Música, tráfico, otras voces?

– No. Nada.

Gurney asintió, echando un vistazo a la habitación.

– ¿Le importa que me siente?

– ¿Qué? No, adelante-. Dermott hizo un gesto amplio, como si la habitación estuviera llena de sillas.

Gurney se sentó al borde de la cama. Tenía la intensa sensación de que Gregory Dermott tenía la clave del caso. Si al menos se le ocurriera la pregunta adecuada. El tema adecuado que sacar. Por otro lado, en ocasiones lo mejor era no decir nada. Crear un silencio, un espacio vacío, y ver cómo el otro tipo elegía llenarlo. Se sentó un buen rato mirando la moqueta. Era un método que requería paciencia. También precisaba juicio para saber cuándo más silencio vacío ya sería una pérdida de tiempo. Estaba llegando a ese punto cuando habló Dermott.

– ¿Por qué yo?

El tono era nervioso, enfadado, una queja, no una pregunta, y Gurney eligió no responder. Al cabo de unos segundos, Dermott continuó.

– Pensaba que podría tener algo que ver con esta casa-. Hizo una pausa-. Deje que le pregunte algo, detective. ¿Conoce personalmente a alguien del Departamento de Policía de Wycherly?