– Puede empezar por decirme los nombres de las personas implicadas.
Nardo asintió con la cabeza, apartó la silla junto a la cual había estado de pie y se sentó.
– Jimmy y Felicity Spinks. -Sonó resignado a una verdad desagradable.
– Ha dicho los nombres como si los conociera muy bien.
– Sí, bueno. La cuestión… -En algún lugar de la casa sonó un teléfono. Nardo pareció no oírlo-. La cuestión es que Jimmy bebía un poco. Más que un poco, supongo. Una noche llegó borracho a casa, se enzarzó en una pelea con Felicity. Como he dicho, terminó por cortarle con una botella rota. Ella perdió mucha sangre. Yo no lo vi, no estaba de servicio esa noche, pero los tipos que estaban de servicio hablaron de la sangre durante una semana. -Nardo estaba otra vez mirando la mesa.
– ¿Ella sobrevivió?
– ¿Qué? Sí, sí, sobrevivió por los pelos. Daños cerebrales.
– ¿Qué le ocurrió?
– ¿Qué le ocurrió? Creo que la llevaron a una clínica.
– ¿Y al marido?
Nardo vaciló. Gurney no sabía si estaba pasando un mal rato al recordarlo, o si simplemente no quería hablar de ello.
– Alegó defensa propia -lo dijo con evidente desagrado-. Terminó aceptando un acuerdo. Sentencia reducida. Perdió el trabajo. Se fue de la ciudad. Los Servicios Sociales se ocuparon de su hijo. Fin de la historia.
La intuición de Gurney, sensibilizada por millares de interrogatorios, le decía que aún le faltaba algo. Esperó, observando el desasosiego de Nardo. De fondo oyó una voz intermitente, quizá la voz de la persona que había respondido al teléfono, pero no logró distinguir las palabras.
– Hay algo que no entiendo -dijo-: ¿cuál es el problema con esta historia? ¿Por qué se muestra reticente?
Nardo miró a los ojos a Gurney.
– Jimmy Spinks era policía.
El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Gurney trajo consigo media docena de preguntas urgentes, pero antes de que pudiera responder ninguna de ellas, una mujer de mandíbula cuadrada y con el cabello rubio rojizo muy corto apareció de repente en el umbral. Llevaba téjanos y un polo oscuro. Tenía una Glock en una funda sin cierre bajo la axila izquierda.
– Señor, acabamos de recibir una llamada de la que ha de estar informado. Un «inmediatamente» no pronunciado destelló en sus ojos.
Con aspecto aliviado por aquella interrupción, Nardo dedicó toda su atención a la recién llegada y esperó a que continuara. En lugar de hacerlo, ella miró con incertidumbre hacia Gurney.
– Está con nosotros -dijo Nardo sin placer-. Adelante.
Echó una segunda mirada a Gurney, no más amistosa que la primera, luego avanzó hasta la mesa y dejó una grabadora digital en miniatura delante de Nardo. Era del tamaño de un iPod.
– Está todo aquí, señor.
Él vaciló un momento, miró el aparato con ojos entrecerrados y pulsó un botón. La reproducción se inició de inmediato. La calidad era excelente.
Gurney reconoció la primera voz como la de la mujer que se hallaba de pie delante de él.
GD Security Systems. Aparentemente la habían instruido para que respondiera el teléfono de Dermott como si fuera una empleada.
La segunda voz le era extraña y perfectamente familiar, pues la había escuchado en la llamada de Mark Mellery. Parecía que había pasado mucho tiempo. Cuatro muertes de distancia, asesinatos que habían sacudido su noción del tiempo: Mark en Peony, Albert Schmitt en el Bronx, Richard Kartch en Sotherton (Richard Kartch, ¿por qué ese nombre siempre llevaba consigo una sensación incómoda?) y el agente Gary Sissek en Wycherly.
No había lugar a dudas en el extraño cambio de tono y acento.
– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría? preguntó la voz con la amenazadora entonación del villano de una película de terror.
– ¿Disculpe? -La policía de la grabación sonó desconcertada.
La voz repitió con más insistencia.
– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?
– Lo siento, ¿puede repetir eso? Creo que tenemos una mala conexión. ¿Está usando un móvil?
La agente intercaló un rápido comentario dirigido a Nardo.
– Sólo estaba tratando de prolongar la llamada, como usted dijo, hacerle hablar lo más posible.
El policía asintió. La grabación continuó.
– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?
– No lo entiendo, señor. ¿Puede explicar qué quiere decir?
La voz, de repente atronadora, anunció:
– Dios me diría que los mate a todos.
– ¿Señor? Estoy desconcertada. ¿Quiere que anote este mensaje y se lo pase a alguien?
Hubo una risa aguda, como celofán arrugado.
Es el Día del Juicio, todo acabó. / Dermott, espabila; Gurney, más veloz. / El limpiador ya llega. Tac, toe, tac, toe.
50
El primero en hablar fue Nardo.
– ¿Eso fue toda la llamada?
– Sí, señor.
Se recostó en la silla y se masajeó las sienes.
– ¿Aún no sabemos nada del jefe Meyers?
– Seguimos dejándole mensajes en el hotel, señor, y en su móvil. Todavía nada.
– ¿Supongo que el identificador de llamada estaba bloqueado?
– Sí, señor.
– Que los mate a todos, ¿eh?
– Sí, señor, ésas fueron sus palabras. ¿Quiere volver a oír la grabación?
Nardo negó con la cabeza.
– ¿A quién cree que se refiere?
– ¿Señor?
– Que los mate a todos. ¿A quién?
La agente parecía perdida. Nardo miró a Gurney.
– Sólo es una hipótesis, teniente, pero diría que es, o bien a todos los que quedan en su lista (suponiendo que la haya), o bien a todos los que estamos en la casa.
– Y ¿qué es eso de que el limpiador ya llega? -dijo Nardo-, ¿por qué el limpiador?
Gurney se encogió de hombros.
– No tengo ni idea. Quizá le gusta la palabra, encaja con su noción patológica de lo que está haciendo.
Los rasgos de Nardo se arrugaron en una expresión involuntaria de desagrado. Volviéndose a la agente de Policía, se dirigió a ella por su nombre por primera vez. Pat, te quiero fuera de la casa con Big Tommy. Ocupad las esquinas en diagonal, así entre los dos tendréis vigiladas todas las puertas y ventanas. Además, corre la voz: quiero a todos los agentes preparados para reunirse en esta casa al cabo de un minuto si oyen un disparo o cualquier sonido extraño. ¿Preguntas?
– ¿Estamos esperando un ataque armado, señor? Sonó esperanzada.
– No diría «esperando», pero es más que posible.
– ¿De verdad cree que ese loco cabrón sigue en la zona? -Había fuego de acetileno en sus ojos.
– Es posible. Informa a Big Tommy de la última llamada del sospechoso. Que esté superalerta.
La agente asintió con la cabeza y se marchó.
Nardo se volvió con gesto adusto hacia Gurney.
– ¿Qué le parece? ¿Cree que he de llamar a la caballería, avisar a la Policía del estado de que tenemos una situación de emergencia? ¿O esa llamada de teléfono era una bravuconada?
– Considerando el número de víctimas que hemos tenido hasta ahora, sería arriesgado suponer que es una bravuconada.
– No estoy suponiendo una puta mierda -dijo Nardo, con los labios apretados.
La tensión en la conversación condujo a un silencio.
El silencio se quebró por una voz ronca que llamaba desde el piso de arriba.
– ¿Teniente Nardo? ¿Gurney?
Nardo esbozó una mueca, como si algo se estuviera poniendo agrio en su estómago.
Quizá Dermott ha recordado algo que quiere compartir. Se hundió más en su silla.
– Iré a ver -dijo Gurney.
Salió al pasillo. Dermott estaba de pie en la puerta de su dormitorio, en lo alto de la escalera. Parecía impaciente, airado, exhausto.