Entonces, de repente, mientras estaba mirando la firma del tercer cheque R. Kartch, la incontrolable sensación que había tenido sobre el nombre volvió a aflorar. Salvo que esta vez no sólo notó el desasosiego, sino que también averiguó la razón que la causaba.
– ¡Maldición! murmuró ante su ceguera.
De manera simultánea, Nardo emitió un ruido abrupto. Gurney lo miró, luego siguió la dirección de la mirada asombrada del teniente hasta el otro rincón de la amplia estancia. Allí, apenas visible entre las sombras, lejos del alcance de la débil luz proyectada por la lámpara de la mesa sobre los cheques enmarcados, parcialmente oculta por las orejas de un sillón Reina Ana y camuflada con un camisón del mismo tono rosado que la tapicería, distinguió a una mujer frágil sentada con la cabeza doblada hacia delante sobre su pecho.
Nardo soltó el clip de una linterna de cinturón y enfocó a la mujer.
Gurney suponía que su edad estaría situada en cualquier punto entre los cincuenta y los setenta años. La piel tenía una palidez mortal. El cabello rubio, peinado con profusión de rizos, no podía ser otra cosa que una peluca. Pestañeando, la mujer levantó la cabeza de manera tan gradual que apenas parecía estar moviéndose, girándola hacia la luz con una gracia curiosamente heliotrópica.
Nardo miró a Gurney, luego volvió a mirar a la mujer de la silla.
– He de hacer pis -dijo la mujer.
Su voz era alta, áspera, imperiosa. La altanera inclinación de la barbilla reveló una desagradable cicatriz en el cuello.
– ¿Quién diablos es? -susurró Nardo, como si Gurney tuviera que saberlo.
De hecho, Gurney estaba seguro de que sabía exactamente quién era. También sabía que bajarle la llave a Nardo al sótano había sido un error garrafal.
Se volvió con rapidez hacia la puerta abierta, pero Gregory Dermott ya estaba allí de pie, con una botella de Four Roses en una mano y una 38 especial en la otra. No había rastro del hombre enfadado y voluble aquejado de migraña. Los ojos, que ya no se retorcían en una imitación de dolor y acusación, habían vuelto a lo que, suponía Gurney, era su estado normaclass="underline" el derecho, entusiasta y determinado; el izquierdo, oscuro y frío como el plomo.
Nardo también se volvió.
– ¿Qué…? empezó a decir, pero dejó que la pregunta muriera en su garganta. Se quedó muy quieto, mirando, alternativamente, al rostro de Dermott y a la pistola.
El tipo dio un paso hacia el interior del dormitorio, echó un pie atrás con destreza, enganchó con éste el borde de la puerta y la cerró de golpe a su espalda. Se oyó un pesado clic metálico al encajar el cierre. Una tenue sonrisa inquieta se extendió en la comisura de la boca de Dermott.
– Solos al fin -dijo, mofándose del tono de un hombre que espera una charla agradable-. Tanto que hacer añadió, tan poco tiempo.
Al parecer, la situación le resultaba divertida. La sonrisa fría se ensanchó un momento como una lombriz que se estira para contraerse enseguida.
– Quiero que sepan de antemano cuánto aprecio su participación en mi pequeño proyecto. Su cooperación mejorará todo. Primero, un detalle menor. Teniente, ¿puedo pedirle que se tumbe boca abajo en el suelo? En realidad no era ninguna pregunta.
Gurney leyó en los ojos de Nardo una especie de cálculo rápido, pero no sabía qué opciones estaba considerando. Ni siquiera sabía si tenía idea de lo que realmente estaba ocurriendo.
Creyó interpretar algo en la mirada de Dermott: la paciencia de un gato que vigila a un ratón que no cuenta con ninguna escapatoria.
– Señor -dijo Nardo, que fingió algún tipo de dolorosa preocupación-, sería una buena idea que bajara la pistola.
Dermott negó con la cabeza.
– No tan buena como piensa.
Nardo parecía desconcertado.
– Sólo deje la pistola, señor.
– Eso es una opción. Pero hay una complicación. Nada en la vida es sencillo, ¿no?
– ¿Complicación?
Nardo estaba hablando con Dermott como si éste fuera un ciudadano inofensivo que temporalmente había dejado la medicación.
– Planeo dejar la pistola después de dispararle. Si quiere que la deje ahora mismo, entonces tendré que dispararle ahora mismo. No quiero hacer eso, y estoy seguro de que usted tampoco lo desea. ¿Se da cuenta del problema?
Mientras Dermott hablaba, levantó el revólver hasta un punto en el cual apuntaba a la garganta de Nardo. Ya fuera por la firmeza de la mano o por la calma burlona en la voz, algo en las maneras de Dermott convenció a Nardo de que necesitaba intentar una estrategia diferente.
– Si dispara ese arma -dijo-, ¿qué cree que ocurrirá a continuación?
Dermott se encogió de hombros; la estrecha línea de su boca se estaba ampliando de nuevo.
– Usted muere.
Nardo asintió de manera vacilante, como si un estudiante le hubiera dado una respuesta obvia pero incompleta.
– ¿Y? ¿Luego qué?
– ¿Qué diferencia hay? -Dermott volvió a encogerse de hombros. El cañón de su arma apuntó al cuello de Nardo.
El teniente parecía estar haciendo un esfuerzo por mantener el control, por encima de su furia o su miedo.
– No mucha para mí, pero un montón para usted. Si aprieta el gatillo, al cabo de menos de un minuto tendrá dos docenas de policías encima. Le harán pedazos.
Dermott parecía divertido.
– ¿Cuánto sabe de los cuervos, teniente?
Nardo bizqueó ante la incongruencia.
– Los cuervos son increíblemente estúpidos -dijo Dermott-. Cuando le disparas a uno, viene otro. Cuando disparas a ése, viene otro, y luego otro, y otro. Sigues disparando y siguen llegando.
Era algo que Gurney había oído antes, eso de que los cuervos no dejaban que uno de los suyos muriera solo. Si un cuervo estaba muriendo, otros llegaban para situarse a su lado y acompañarlo. La primera vez que había oído esa historia, de labios de su abuela cuando tenía diez u once años, tuvo que salir de la habitación porque sabía que iba a llorar. Fue al cuarto de baño. Le dolía el corazón.
– Una vez vi una foto de un cuervo al que dispararon en una granja de Nebraska -dijo Dermott con una mezcla de asombro y desprecio-. Un granjero con una escopeta estaba de pie junto a una pila de cuervos muertos que le llegaba a la altura del hombro.
Hizo una pausa como para darle a Nardo tiempo para apreciar el absurdo impulso suicida de los cuervos y la relación entre sus destinos.
Nardo negó con la cabeza.
– ¿De verdad cree que puede quedarse ahí sentado y disparar a un policía detrás de otro a medida que vayan entrando sin que le vuelen la cabeza? Eso no va a ocurrir.
– Por supuesto que no. ¿Nunca le ha dicho nadie que una mente literal es una mente pequeña? Me gusta la historia de los cuervos, teniente, pero hay formas más eficaces de exterminar alimañas que dispararles de una en una. Gasearlas, por ejemplo. Gasear es muy eficaz si cuentas con el sistema de propagación adecuado. Quizá se haya fijado en que todas las habitaciones de esta casa tienen rociadores. Todas salvo ésta. Hizo una pausa otra vez, su ojo más animado centelleó con autofelicitación. Así pues, si le disparo a usted y todos los cuervos vienen volando, yo abro dos pequeñas válvulas en dos pequeñas tuberías y veinte segundos después… Su sonrisa adoptó un tono angelical. ¿Tiene idea del efecto que tiene el cloro concentrado en el pulmón humano? ¿Y de lo rápido que es?
Gurney observó a Nardo pugnando por calibrar a ese hombre aterrador y sereno, así como su amenaza de gasear. Durante un inquietante momento, pensó que el orgullo y la rabia del policía iban a impulsarlo a un fatal salto adelante; sin embargo, Nardo se limitó a respirar varias veces, lo cual pareció aliviar parte de la tensión, y habló con voz que sonó sincera y ansiosa.