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Para que todos sepan:

lo que siembran, cosechan.

Después de anotarlo en el bloc que había junto al teléfono, Gurney lo releyó con atención, para tratar de comprender el sentido: la personalidad peculiar que acechaba detrás de un intento de venganza y la necesidad de expresarlo en forma de poema.

Mellery rompió el silencio.

– ¿En qué estás pensando?

– Estoy pensando que puede que sea el momento de que vayas a la Policía.

– Preferiría no hacerlo. – La agitación estaba reapareciendo.- Te lo expliqué.

– Sé que me lo explicaste. Pero si quieres oír mi mejor consejo, es ése.

– Entiendo lo que estás diciendo, pero te estoy pidiendo una alternativa.

– La mejor alternativa, si puedes costeártela, serían guardaespaldas las veinticuatro horas.

– ¿Te refieres a caminar por mi propia casa con un par de gorilas? ¿Cómo diablos explicaría eso a mis huéspedes?

– Puede que «gorilas» sea una exageración.

– Mira, la cuestión es que no miento a mis huéspedes. Si uno de ellos me pregunta quiénes son esas nuevas incorporaciones, tendría que admitir que son guardaespaldas, lo cual, como es natural, suscitaría más preguntas. Sería inquietante, tóxico para la atmósfera que trato de generar aquí. ¿Hay alguna otra táctica que me puedas sugerir?

– Eso depende. ¿Qué quieres lograr?

Mellery respondió con una risa amarga.

– Quizá podrías averiguar quién quiere algo de mí, y qué quiere hacerme, y luego impedir que lo haga. ¿Crees que podrías hacerlo?

Gurney estaba a punto de decir que no estaba seguro de si lo lograría cuando Mellery añadió con repentina intensidad:

– Davey, por el amor de Dios, estoy muerto de miedo. No sé qué demonios está pasando. Eres el tipo más listo que he conocido. Y eres la única persona que sé que no empeorará la situación.

Justo entonces, Madeleine pasó por la cocina con su bolsa de tejer. Recogió su sombrero de paja de jardinera del aparador junto con el último número de Mother Earth News y salió por la puerta cristalera con una rápida sonrisa que parecía encendida por el cielo brillante.

– Cuánto pueda ayudarte dependerá de cuánto puedas ayudarme tú – dijo Gurney.

– ¿Qué quieres que haga?

– Ya te lo he dicho.

– ¿Qué? Ah…, las listas…

– Cuando hayas avanzado, llámame. Veremos cuál será el siguiente paso.

– ¿Dave?

– ¿Sí?

– Gracias.

– No he hecho nada.

– Me has dado algo de esperanza. Ah, por cierto, he abierto el sobre de hoy con mucho cuidado. Como hacen en la tele. Así que si hay huellas dactilares, no las habré destruido. He usado pinzas y guantes de látex. He puesto la carta en una bolsa de plástico.

7

El agujero negro

Gurney no estaba del todo cómodo con haber aceptado implicarse en el problema de Mark Mellery. Sin duda le atraía el misterio, el desafío de desentrañarlo. Así pues, ¿por qué se sentía inquieto?

Se le ocurrió que debería ir al granero a buscar la escalera para recoger las manzanas, tal como había prometido, pero esta buena intención quedó reemplazada por la idea de que debería preparar su siguiente proyecto artístico para Sonya Reynolds, al menos cargar el retrato de ficha policial del infame Peter Piggert en el programa de retoque de su ordenador. Había estado esperando el desafío de capturar la vida interior de ese Eagle Scout, que no sólo había asesinado a su padre y quince años después a su madre, sino que lo había hecho por motivos relacionados con el sexo, razones que parecían más horrendas que los crímenes en sí.

Gurney fue a la sala que había preparado para su hobby de arte policial. Lo que había sido la despensa de la casa de labranza estaba ahora amueblado como un estudio e invadido con una luz fría y sin sombras procedente de una ventana ampliada en la pared orientada al norte. Contempló la bucólica vista. Un hueco en el bosquecillo de arces situado más allá del prado formaba un marco para las colinas azuladas que se desvanecían en la distancia. Le recordó de nuevo las manzanas y regresó a la cocina.

Mientras estaba embrollado en la indecisión, Madeleine entró con su bolsa de tejer.

– Bueno, ¿cuál es el siguiente paso con Mellery? preguntó.

– No lo he decidido.

– ¿Por qué no?

– Bueno…, no es la clase de cosa que quieres que termine haciendo, ¿no?

– Ese no es el problema – dijo Madeleine con una claridad que a él siempre le impresionaba.

– Tienes razón – admitió. – Creo que en realidad el problema es que todavía no puedo poner la etiqueta de normal en nada.

Madeleine esbozó una fugaz sonrisa de comprensión.

Animado, David continuó.

– Ya no soy detective de homicidios, y él no es una víctima. No estoy seguro de lo que soy ni de lo que es él.

– Un viejo compañero de la facultad.

– Pero ¿qué diablos es eso? Recuerda un nivel de camaradería entre nosotros que yo nunca sentí. Además, él no necesita un compañero, necesita un guardaespaldas.

– Quiere al Tío Da ve.

– Yo no soy ése.

– ¿Estás seguro?

David suspiró.

– ¿Quieres que me implique en este asunto de Mellery o no?

– Estás implicado. Puede que todavía no hayas ordenado las etiquetas. No eres un detective oficial, y él no es una víctima oficial de un crimen. Pero el enigma está ahí, y como que me llamo Madeleine que antes o después vas a juntar las piezas. Ése siempre ha sido el resumen, ¿no?

– ¿Es eso una acusación? Te casaste con un detective. Yo no simulé ser otra cosa.

– Pensaba que podría haber una diferencia entre un detective y un detective retirado.

– Llevo más de un año retirado. ¿Hago algo que sea propio de un trabajo de detective?

Ella negó con la cabeza, como para decir que la respuesta era dolorosamente obvia.

– ¿A qué actividad le dedicas más tiempo?

– No sé a qué te refieres.

– ¿Todo el mundo hace retratos de asesinos?

– Es un tema del que sé algo. ¿Quieres que pinte cuadros de margaritas?

– Mejor margaritas que psicópatas homicidas.

– Fuiste tú la que me metió en esto del arte.

– Ah, ya veo. Por mi culpa te pasas estas preciosas mañanas de otoño mirando a los ojos de asesinos en serie.

El broche que le sostenía el pelo levantado y lejos de la cara parecía estar soltándose, y varios mechones de cabello oscuro le caían delante los ojos lo cual ella, al parecer, no notó, y le daba una extraña expresión atribulada que le pareció conmovedora.

– ¿Por qué estamos discutiendo exactamente?

– Averigúalo. Tú eres el detective.

Mirándola, Gurney perdió interés en llevar la discusión más allá.

– Quiero enseñarte algo dijo. Vuelvo enseguida.

Salió del estudio y regresó al cabo de un minuto con su copia manuscrita del desagradable poemita que Mellery le había leído por teléfono.

– ¿Qué te parece esto?

Ella lo leyó tan deprisa que alguien que no la conociera habría podido pensar que no lo había llegado a leer.

– Suena serio dijo, devolviéndoselo.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Qué crees que ha hecho?

– Ah, buena pregunta. ¿Te has fijado en eso?

Ella recitó los dos versos relevantes.

«No hice lo que hice / por gusto ni dinero.»

Gurney pensó que si Madeleine no tenía memoria fotográfica, poseía algo que se le parecía mucho.

– Entonces, ¿qué es exactamente lo que ha hecho y qué está planeando hacer? – continuó ella en un tono retórico que no invitaba a dar respuesta. – Estoy segura de que lo descubrirás. Puede que incluso termines con un asesinato que resolver, por la forma en que suena esa nota. Luego puedes recopilar los indicios, seguir las pistas, atrapar al asesino, pintar su retrato y dárselo a Sonya para su galería. ¿Cómo es el dicho? ¿No hay mal que por bien no venga?