Dermott cerró el cajón con el codo y volvió a la cama con los zapatos en una mano y la pistola en la otra, todavía apuntando a Gurney.
– Agradezco su aportación, detective. Si no hubiera mencionado los zapatos, no habría pensado en ellos. La mayoría de los hombres en su situación no serían tan serviciales.
Gurney supuso que la burla no sutil en el comentario pretendía hacerle ver que el asesino poseía un control tan absoluto de la situación que podía fácilmente sacar provecho de cualquier cosa que otro pudiera decir o hacer. Se inclinó sobre la cama, le quitó las viejas zapatillas gastadas de pana a la mujer y las sustituyó por los chapines de color rojo brillante. Sus pies eran pequeños, y los zapatos se deslizaron con suavidad.
– ¿Dickie Duck se va a acostar? -preguntó la anciana, como un niño que recita su parte favorita de un cuento de hadas.
– Matará a la serpiente y le cortará la cabeza, luego Dickie Duck se irá a dormir -replicó él con voz cantarína.
– ¿Dónde ha estado mi pequeño Dickie?
– Matando al gallo para salvar a la gallina.
– ¿Por qué Dickie hace lo que hace?
– Por sangre que es tan roja como rosa pintada, para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.
Dermott miró a la anciana con expectación, como si la conversación ritual no hubiera terminado. Se inclinó hacia ella, para ayudarla con un susurro audible.
– ¿Qué hará Dickie esta noche?
– ¿Qué hará Dickie esta noche? -preguntó ella con el mismo susurro.
– Llamará a los cuervos hasta que estén todos muertos, luego Dickie Duck se irá a dormir.
La mujer movió las puntas de los dedos de manera ensimismada por los rizos de su peluca, como si imaginara que se peinaba de un modo etéreo. La sonrisa de su rostro le recordó a Gurney la de un heroinómano.
Dermott también la estaba observando. Su mirada era repugnantemente no filial, la punta de la lengua se movía adelante y atrás entre sus labios como un pequeño parásito resbaladizo. Entonces pestañeó y miró a su alrededor.
– Creo que estamos listos para empezar -dijo con brío.
Se aupó a la cama y trepó por encima de las piernas de la mujer hasta el otro lado, cogiendo el ganso del arcón al hacerlo. Se apoyó contra las almohadas al lado de ella y colocó el peluche en su regazo.
– Ya casi estamos.
El tono alegre del comentario habría sido apropiado para alguien que coloca una vela en un pastel de cumpleaños. En cambio, lo que estaba haciendo era meter el revólver, con el dedo todavía en el gatillo, en un bolsillo profundo cortado en la parte de atrás del ganso.
«Dios santo pensó Gurney. ¿Fue así como le disparó a Mark Mellery? ¿Fue así como el residuo de relleno de plumas terminó en la herida del cuello y en la sangre del suelo? ¿Es posible que en el momento de su muerte Mellery estuviera mirando un puto ganso?»
La imagen era tan grotesca que tuvo que contener una necesidad de reír. ¿O era un espasmo de terror? Fuera cual fuese la emoción, era brusca y poderosa. Se había enfrentado a muchos enajenados sádicos, asesinos sexuales de toda calaña, sociópatas con piolets, incluso caníbales, pero nunca antes se había visto forzado a idear una solución para escapar de una pesadilla tan compleja, a sólo un movimiento de dedo de que una bala acabara alojada en su cerebro.
– Teniente Nardo, levántese, por favor. Es la hora de su entrada-. El tono de Dermott era ominoso, teatral, irónico.
En un susurro tan bajo que Gurney no estaba seguro de haberlo oído o imaginado, la vieja mujer empezó a murmurar.
– Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. -Parecía más el tictac de un reloj que una voz humana.
Gurney observó que Nardo descruzaba las manos, estirando y apretando los dedos. Se levantó del suelo, a los pies de la cama, con la elasticidad de un hombre en muy buena forma. Su mirada dura pasó de la extraña pareja en la cama a Gurney y de nuevo a la cama. Si algo de esa escena le sorprendió, su rostro pétreo no lo delató. La única cosa obvia, por la forma en que miraba al ganso y al brazo de Dermott detrás de él, era que había adivinado dónde estaba la pistola.
En respuesta, Dermott empezó a acariciar la espalda del ganso con la mano libre.
– Una última pregunta, teniente, en relación con sus intenciones antes de que empecemos. ¿Piensa hacer lo que le diga?
– Claro.
– Interpretaré la respuesta literalmente. Voy a darle una serie de instrucciones y usted las sigue con precisión. ¿Está claro?
– Sí.
– Si fuera un hombre menos confiado, podría poner en duda su seriedad. Espero que valore la situación. Deje que ponga todas mis cartas sobre la mesa para impedir cualquier mal entendido. He decidido matarle. Es algo que ya no se puede alterar. La única cuestión que queda abierta es cuándo lo mataré. Esa parte de la ecuación depende de usted. ¿Me sigue hasta ahora?
– Usted me mata, pero yo decido cuándo-. Nardo habló con una especie de desprecio aburrido que a Dermott le pareció gracioso.
– Exacto, teniente. Usted decide cuándo. Pero sólo hasta cierto punto, por supuesto, porque en última instancia todos tendrán un fin apropiado. Hasta entonces puede permanecer vivo diciendo lo que yo le ordene que diga y haciendo lo que yo le ordene que haga. ¿Aún me sigue?
– Sí.
– Por favor, recuerde que, en cualquier momento, tiene la opción de morir al instante con el sencillo recurso de no seguir mis instrucciones. La obediencia añadirá momentos preciosos a su vida. La resistencia los restará. ¿Podría ser más simple?
Nardo lo miró sin pestañear.
Gurney deslizó los pies unos centímetros hacia las patas de su silla para situarse en la mejor posición posible para abalanzarse sobre la cama, esperando que la dinámica emocional entre los dos hombres explotara en cuestión de segundos.
Dermott dejó de acariciar el ganso.
– Por favor, vuelva a colocar los pies donde los tenía dijo sin apartar la mirada de Nardo.
Gurney hizo lo que le ordenaron, con un nuevo respeto por la visión periférica de Dermott.
– Si vuelve a moverse, los mataré a los dos sin decir ni una palabra más. Ahora, teniente -continuó plácidamente Dermott-, escuche con atención cuál es su papel. Es usted un actor en una obra. Su nombre es Jim. La función es sobre Jim, su mujer y su hijo. La función es corta y sencilla, pero tiene un gran final.
– He de hacer pis -dijo la mujer con voz ausente, acariciando otra vez los rizos rubios con las yemas de los dedos.
– No pasa nada, madre -respondió sin mirarla-. Todo irá bien. Todo será como siempre debería haber sido.
Dermott ajustó la posición del ganso ligeramente en su regazo, para apuntar, supuso Gurney, hacia Nardo.
– ¿Todo listo?
Si la mirada firme de Nardo fuera veneno, Dermott ya habría muerto tres veces. En cambio, sólo había un pequeño destello en la comisura de su boca que podría ser una sonrisa, una mueca o tal vez un atisbo de excitación.
– Por esta vez, tomaré su silencio por un sí. Pero le haré una advertencia amistosa. Cualquier posterior ambigüedad en sus respuestas resultará en el inmediato final de la obra y de su vida. ¿Me entiende?
– Sí.
– Bien. Se alza el telón. Empieza la obra. Estamos a finales de otoño. El momento del día es al caer la tarde, ya ha oscurecido. Ambiente inhóspito, un poco de nieve en la calle, un poco de hielo. De hecho, la noche se parece mucho a ésta. Es su día libre. Ha pasado el día en un bar del pueblo, bebiendo todo el día, con sus colegas borrachos. Llega a casa cuando empieza la función. Entra tambaleándose en el dormitorio de su mujer. Tiene la cara colorada y está enfadado. Sus ojos son apagados y estúpidos. Tiene una botella de whisky en la mano. Dermott señaló la Four Roses que estaba en el arcón. Puede usar esa botella de ahí. Cójala.
Nardo se acercó y la cogió. Dermott asintió de manera aprobadora.