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La mirada lasciva se intensificó. Quizá Dermott captó la incomodidad de Gurney.

– Un buen padre debería proteger a su hijo de cuatro años, no dejar que lo atropellen, no dejar que el tipo que lo atropello huyera.

– Hijo de puta -masculló Gurney.

Dermott, sonrió, aparentemente enloquecido de placer.

– Vulgar, vulgar, vulgar, y yo que pensaba que era un compañero poeta. Esperaba que pudiéramos seguir intercambiando versos. Tenía una tonadilla preparada para nuestro siguiente intercambio. Dígame qué le parece.

«Un atropello sin una pista, / cayó sin red el equilibrista. / Si el detective vuelve sólito, / ¿qué dirá la madre del niñito?»

Un siniestro sonido animal surgió del pecho de Gurney, una erupción de rabia estrangulada. Dermott estaba paralizado.

Nardo, aparentemente, había estado esperando el momento de máxima distracción. Su musculoso brazo derecho, con un poderoso movimiento circular, lanzó la botella de Four Roses sin abrir con una fuerza extraordinaria a la cabeza de Dermott. Cuando éste sintió el movimiento y empezó a mover la pistola en el ganso hacia Nardo, Gurney se abalanzó de cabeza sobre la cama y aterrizó con el pecho sobre el ganso, justo cuando la gruesa base de cristal de la botella llena de whisky alcanzaba de pleno la sien de Dermott. El revólver descargó una bala debajo de Gurney, y llenó el aire que lo rodeaba con una explosión de plumas atomizadas. La bala pasó por debajo de Gurney en dirección a la pared donde había estado apoyado, e hizo añicos la lámpara de la mesita que había proporcionado la única luz en la habitación. En la oscuridad oyó a Nardo respirando con dificultad entre dientes. La mujer empezó a emitir un llanto contenido, un sonido trémulo que sonó como una medio recordada canción de cuna. Entonces se oyó el sonido de un impacto terrorífico. La pesada puerta de metal de la habitación se abrió, giró sobre los goznes y golpeó la pared. De inmediato apareció la enorme figura de un hombre que entraba a toda velocidad y una figura más pequeña detrás.

– ¡Quietos! gritó el gigante.

52

Muerte antes del alba

La caballería había llegado por fin; un poco tarde, pero era una buena noticia. Considerando la buena puntería de Dermott y su ansiedad por apilar cuervos, era posible que no sólo la caballería, sino también Nardo y Gurney, hubieran terminado con balas en la garganta. Y luego, cuando los disparos hubieran atraído a la casa a todo el departamento, el psicópata habría abierto la válvula, para dispersar el cloro y amoniaco presurizados a través del sistema de rociadores…

En cambio, la única baja importante además de la lámpara y el marco de la puerta era el propio Dermott. La botella, propulsada por toda la rabia de Nardo, le había impactado con suficiente fuerza como para dejarlo, por lo menos, inconsciente. Por otro lado, una astilla de cristal se había incrustado en la cabeza de Gurney, en la línea de nacimiento del cabello.

– Oímos un disparo. ¿Qué coño está pasando aquí? gruñó el hombre enorme, que miró alrededor de la sala casi oscurecida.

– Todo está bajo control, Tommy -dijo Nardo, cuya voz irregular sugería que todavía no lo acababa de comprender todo.

En la tenue luz procedente del otro lado del sótano, Gurney se dio cuenta de que la figura más pequeña que había entrado corriendo siguiendo los pasos de Big Tommy era Pat, la de pelo corto y los ojos de azul acetileno. Se acercó a la otra esquina de la habitación, con una pistola de nueve milímetros preparada. Examinó la desagradable escena de la cama y encendió la lámpara que se alzaba al lado del sillón de orejas donde había estado sentada la anciana.

– ¿Le importa que me levante? -dijo Gurney, que todavía estaba tumbado sobre el regazo de Dermott.

Big Tommy miró a Nardo.

– Claro -dijo Nardo, con los dientes todavía apretados-. Que se levante.

Cuando Gurney se incorporó con prudencia de la cama, la sangre empezó a resbalarle por la cara, y probablemente esa visión contuvo a Nardo de agredir de inmediato al hombre que minutos antes había alentado a un asesino en serie demente a dispararle.

– ¡Joder! -soltó Big Tommy al ver la sangre.

La sobrecarga de adrenalina había hecho que Gurney no se diera cuenta de la herida. Se tocó la cara y la encontró sorprendentemente húmeda; acto seguido, se examinó la mano y la encontró sorprendentemente roja.

Pat miró el rostro de Gurney sin emoción.

– ¿Quiere que pida una ambulancia? -le dijo a Nardo.

– Sí. Claro. Llámala -dijo sin convicción.

– ¿Para ellos también? -preguntó, haciendo un rápido gesto hacia la extraña pareja de la cama. Los zapatos de cristal rojo captaron su atención. Entrecerró los ojos como para desvanecer una ilusión óptica.

Después de una larga pausa, Nardo murmuró asqueado:

– Sí.

– ¿Quiere que llamemos a los coches? -preguntó la agente, que torció el gesto ante los zapatos que parecían desconcertantemente reales después de todo.

– ¿Qué? -dijo Nardo después de otra pausa. Estaba mirando los restos de la lámpara destrozada y el agujero de bala en la pared de atrás.

– Tenemos coches de patrulla y gente haciendo preguntas puerta por puerta. ¿Quiere que los llamemos?

Dio la impresión de que le resultaba difícil tomar una decisión simple.

– Sí, llámalos -contestó al fin.

– Bien -dijo ella, y salió del sótano a grandes zancadas.

Big Tommy estaba observando con evidente desagrado la herida en la sien de Dermott. La botella de Four Roses había quedado descansando boca arriba en la almohada, entre Dermott y la anciana, cuya peluca rubia se había movido de manera que daba la impresión de que le hubieran desenroscado un cuarto de vuelta la parte superior de la cabeza.

Cuando Gurney miró la etiqueta floral de la botella, comprendió la respuesta que se le había escapado antes. Recordó lo que había dicho Bruce Wellstone. Dijo que Dermott (alias señor Scylla) había afirmado ver cuatro camachuelos de pecho rosa y que había hecho especial hincapié en el número cuatro. La traducción de cuatro camachuelos de pecho rosa golpeó a Gurney con la misma rapidez que las palabras. ¡Four Roses! Como firmar el registro «Señor y señora Scylla», el mensaje era sólo otro pequeño gesto para dejar bien a las claras su ingenio: Gregory Dermott pretendía mostrar la facilidad con la que podía jugar con los polis necios y viles. «Pilladme si podéis.»

Al cabo de un minuto, la eficiente aunque sombría Pat regresó.

– Ambulancia en camino. Coches avisados. Llamadas puerta a puerta canceladas.

La agente miró a la cama con frialdad. La mujer estaba haciendo sonidos esporádicos que se situaban en un punto intermedio entre el lamento y el tarareo. Dermott permanecía inmóvil y pálido.

– ¿Está seguro de que está vivo? -preguntó ella sin preocupación evidente.

– No tengo ni idea -dijo Nardo-. Quizá deberías comprobarlo.

Pat apretó los labios al acercarse para buscarle el pulso.

– Aja, está vivo. ¿Qué pasa con ella?

– Es la mujer de Jimmy Spinks. ¿Has oído hablar de Jimmy Spinks?

Pat negó con la cabeza.

– ¿Quién es Jimmy Spinks?

Nardo se quedó un momento pensando.

– Olvídalo.

Pat se encogió de hombros, como si olvidar cosas como ésa fuera una parte normal del trabajo.

Nardo inspiró hondamente.

– Necesito que Tommy y tú subáis para garantizar la seguridad de este lugar. Ahora que sabemos que éste es el cabrón que los mató a todos, el equipo forense tendrá que volver y pasar la casa por un cedazo.

Pat y Tommy intercambiaron miradas de inquietud, pero salieron de la estancia sin protestar. Cuando Tommy pasó junto a Gurney, le dijo con la misma naturalidad que si comentara una mancha de caspa: