Pero lo peor no era eso. En palabras de su madre, era una…
– Puta -susurró-. Mi madre tenía razón: ningún hombre valora lo que le entregas tan fácilmente.
Keely se sentó en la cama, apartó las sábanas. No se iba a quedar todo el día quieta, esperando lo inevitable. Los hombres no volvían a llamar después de un rollo de una noche. No se llevaban a sus ligues de una noche a cenar y, por supuesto, no buscaban citas con ellas. En cuanto al amor y al matrimonio, era una fantasía que nunca sucedería a partir de un rollo de una noche. ¿Qué les dirían a los invitados a la boda cuando estos preguntaran cómo se habían conocido?
– Nada, nos encontramos en la calle y esa misma noche ya me lo había tirado -murmuró Keely-. Qué historia más romántica.
Tenía que ser práctica. Esa noche cenarían, volverían a la habitación, se acostarían de nuevo y entonces llegaría ese momento incómodo en el que ninguno de los dos sabría qué decir. Y luego no volvería a verlo.
Salió de la cama y empezó a recoger la ropa del suelo. Apenas había dormido tres horas, pero tendría que conformarse. Dejaría Boston y esa fantasía imposible y volvería a la realidad de la Gran Manzana.
– Ha sido un viaje estupendo -se dijo Keely-. Pero tengo cosas más importantes en las que pensar en estos momentos.
Volvería a casa, se concentraría en lo que tenía que concentrarse e intentaría sacarse a Rafe Kendrick de la cabeza. Entonces, cuando estuviese preparada, regresaría a Boston y se presentaría ante su familia. Supuso que su madre la recibiría con un «te lo dije», pero, en realidad, ¿por qué iba a contarle nada a su madre? Fiona le había ocultado muchos secretos. Y en cuanto al confesionario, lo que había pasado entre Rafe y ella era justamente eso: entre Rafe y ella.
Llamaron a la puerta. Keely se quedó paralizada, apretó la ropa interior que tenía en la mano. Avanzó de puntillas hasta la puerta y se acercó a la mirilla, pensando que quizá había vuelto Rafe. Pero era un botones uniformado con una cajita blanca. Keely volvió corriendo a la cama, agarró una sábana y se cubrió con ella antes de abrir.
– ¿Señorita McClain? Se lo acaban de enviar.
– Espere -dijo después de tomar la cajita-. Le daré una…
– No hace falta -dijo el botones-. Ya se han ocupado de todo.
Keely se encogió de hombros, cerró la puerta. Volvió despacio hasta la cama, se sentó en el borde y abrió la caja. Se quedó maravillada al inspirar la deliciosa fragancia que impregnó el aire. Era un ramillete perfecto de guisantes de olor en varios colores pasteles. La noche anterior había comentado que los guisantes de olor eran su flor favorita, pero no imaginaba que fuera a acordarse de un detalle así. Al sacar el ramillete, vio un pañuelo doblado con una tarjeta encima: Hasta esta noche. Rafe. Keely acarició el pañuelo y sonrió. Era un recuerdo perfecto de cómo se habían conocido.
Se tumbó boca arriba en la cama y gruñó. Justo cuando ya pensaba que lo tenía todo programado, Rafe tenía que hacer algo romántico. ¿Por qué no actuaba como los demás ligues de una noche, asustados, arrepentidos, impacientes por pasar a la siguiente mujer? Agarró el ramillete, se lo llevó a la nariz e inspiró. Keely se preguntó qué estaría haciendo Rafe en esos momentos. ¿Estaría mirando por la ventanilla del avión, recordando la noche anterior?, ¿o estaría buscando algún pretexto elegante para cancelar la cita para cenar?
– No me lo estás poniendo fácil. Rafe Kendrick -murmuró Keely-. Nada fácil.
Capítulo 4
– Señor Kendrick, lo llama el señor Arledge, de Telles y Compañía.
Rafe miraba por la ventana del despacho, la vista clavada en un remo que entraba y salía del agua gris del río. Refrescaba. En no mucho tiempo, hasta los remeros más resistentes desaparecerían.
Kencor ocupaba una planta entera y, desde varios puntos del despacho principal, podía contemplar la cuenca del río Charles en su camino hacia Cambridge, o el puerto de Boston, el puerto de Logan incluso. Al comprar el edificio, se sentía en la cumbre del mundo. Pero las vistas habían perdido su interés. Quizá estaba demasiado aburrido para apreciar lo alto que había llegado.
– ¿Señor Kendrick?
Rafe se dio la vuelta. Su secretaria, Sylvie Arnold, estaba en la puerta del despacho.
Sylvie llevaba con él desde el principio, había sido su primera empleada cuando abrió la primera oficina. Habían desarrollado una relación eficiente de trabajo y una extraña relación personal. Si hubiera tenido una hermana mayor, seguro que se habría parecido mucho a Sylvie. Era una mujer cerebral, en contraste con el temperamento de él; comprensiva, en vez de implacable; serena, mientras que Rafe siempre se exigía mas.
Aunque ambos habían crecido en familias humildes, él había luchado para convertirse en un hombre de mundo. Sylvie conservaba cierto aire de barrio, sencillo, que Rafe respetaba. Aunque solo le sacaba unos años, a veces se sentía un niño a su lado. Había vivido muchas más cosas que él. Tenía una vida fuera del trabajo, un marido y dos niños.
– ¿Señor Kendrick?
– Sí -Rafe cerró los ojos-. ¿Puedes decirle que lo llamo luego?
– Lo siento, pero ha sido usted quien lo ha llamado. O yo, según me pidió. Quería informarse sobre ese pub del distrito de Southie. Me dijo que lo llamara a las tres de la tarde y son las tres en punto.
– No quiero hablar con él, Sylvie -dijo Rafe después de girarse hacia la secretaria-. De hecho, no quiero hablar con nadie en estos momentos. Retrasa todas mis llamadas. Y cancela todas las citas.
Sylvie asintió con la cabeza y salió del despacho. Rafe la miró salir con el ceño fruncido. Conocía a Sylvie desde hacía casi diez años. Era una mujer bonita, pero nunca se había sentido atraído hacia ella de un modo más que platónico o profesional. ¿Qué era lo que hacía que una mujer fuese irresistiblemente tentadora y otra no le mereciese más que unos segundos de atención?
Volvió a pensar en Keely McClain, en la noche que habían pasado juntos hacía casi un mes. Maldijo en voz baja al recordar los detalles del encuentro. ¿Cuántas veces habían pensado en ella en las últimas semanas?, ¿cuántas veces se había obligado a quitársela de la cabeza con la esperanza de olvidarse de ella?
La mesa de trabajo estaba llena de documentos impresos e informes de diversos departamentos. Se sentó, empezó a clasificarlos, decidido a centrarse en el presente, en vez de en… placeres pasados.
– Siento interrumpirlo otra vez.
– No, está bien, Sylvie -Rafe se giró hacia la secretaria, que tenía una caja en las manos.
– Acaba de llegar -Sylvie entró, cerró la puerta y colocó la caja sobre la mesa-. He pensado que querrías comprobar si te sientan bien antes de llevártelos a casa.
Rafe levantó la tapa de la caja de zapatos. Era el par de zapatos que había pedido que le llevaran desde Milán para sustituir los que Keely había echado a perder. ¡Como si no tuviese suficientes motivos para acordarse de ella! Si fuera supersticioso, quizá pensaría que lo había embrujado.
– Me los probaré luego -dijo al tiempo que ponía la caja a un lado.
– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó Sylvie-. Porque te está costando sacar las cosas adelante últimamente. Y llevas un mes de mal humor.
– He estado ocupado -dijo Rafe.
– Se suponía que debías tener revisados esos informes el viernes pasado y siguen pendientes. Elliot y Samuelson han llamado para saber si tienen la autorización a sus proyectos.
– Si aceptaras el maldito ascenso que te he ofrecido, quizá podrías leer tú misma los condenados informes -gruñó Rafe.
Sylvie sonrió, negó con la cabeza como reprendiéndolo y estiró la mano: