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– A pagar: diez más diez, veinte dólares.

– «Maldito» y «condenados» no son palabrotas -contestó Rafe-. Ya hemos tenido esta discusión.

– Una apuesta es una apuesta. Paga, Rafe.

– Señor Kendrick -la corrigió él mientras sacaba de la cartera dos billetes de diez dólares.

– Eso es cuando me pueden oír otros empleados. Te recuerdo que te conocía cuando los bancos no te concedían préstamos -contestó Sylvie sonriente. De pronto, se puso seria-. ¿Es tu madre?

– Está bien -Rafe negó con la cabeza-. Quería darte las gracias por las flores que le enviaste por su cumpleaños.

– ¿Algún negocio?

– De verdad, no es nada. Demasiados viajes últimamente. Demasiado dormir en aviones. Demasiadas habitaciones de hotel. Solo necesito descansar un poco.

Pero cada vez que intentaba dormirse acababa pensando en Keely. Era como una droga. Después de probarla, quería más. Pero pensaba que si resistía lo suficiente, conseguiría superarlo.

Llevaba noches y noches dándole vueltas a la cabeza. No era sexo, aunque había sido fabuloso. Ni era porque fuese bonita, aunque resultaba muy agradable mirarla. Era cómo lo había hecho sentirse. Durante aquellas pocas horas, había bajado la guardia, había olvidado todo su rencor y se había sentido feliz.

Luego se había marchado a Detroit y al volver ya no estaba. No le había dejado respuesta alguna en la habitación y. al preguntar en recepción, lo habían informado de que Keely McClain había dejado el hotel a primera hora de la mañana. La nota que le había dejado solo decía que tenía que volver a Nueva York y que lo llamaría la próxima vez que fuese a Boston.

De modo que había salido de su vida tan rápidamente como había entrado. Y, desde entonces, no había conseguido quitársela de la cabeza. Pero se había acabado. A partir de ese mismo momento, Keely McClain era historia.

– ¿Sabes? Sí que puedes ayudarme – comentó Rafe finalmente-. Podías reservar mesa para dos en algún restaurante tranquilo… romántico. Llamar a Elaine Parrish y decirle que pasaré a recogerla a las siete.

La única forma de olvidarse de Keely McClain sería sustituirla por otra mujer, más guapa, más descarada en la cama. Y cuanto antes mejor.

– Me temo que no es buena idea -dijo Sylvie.

– ¿Por qué?

– Anunció su pedida de mano hace tres meses. Lo leí en el periódico.

– Entonces busca a otra. A la que sea, me da igual.

– Quizá ese sea el problema -observó Sylvie.

– Tú hazlo y punto -Rafe le lanzó una mirada severa-. Y llévate estos zapatos. Dáselos a tu marido. Si no son de su talla, los donas. Pero quítalos de mi vista.

– En seguida, señor Kendrick -dijo ella mientras agarraba la caja. Estaba llegando a la puerta cuando Rafe la detuvo.

– Una cosa más. Van a dar una fiesta en el hospital de mi madre -mintió-. Les he dicho a los médicos que me encargaría de los refrescos. Y he pensado en que podía mandarles una tarta también. Y algo de… ¿cómo se llama? Eso que se sirve en una fuente grande.

– ¿Ponche? -preguntó Sylvie.

– Exacto -Rafe hizo una pausa-. He leído no sé qué de una persona que hace unas tartas especiales en Nueva York. Creo que se apellida McClain. Si no me equivoco, la pastelería estaba en Brooklyn. ¿Te importa localizar el teléfono? Pero no llames. Ya lo hago yo. Quiero que me cuente qué clase de diseños hace.

– ¿Desde cuándo hablas con decoradores de tartas? -Sylvie enarcó una ceja.

– Tú encuéntrala -ordenó Rafe-. Y si yo fuera tú, aceptaría ese ascenso. Antes de que te despida por insubordinación.

– Llevas ofreciéndome ese ascenso desde hace cinco años y yo llevo cagándola el doble de tiempo. Y todavía no me has despedido.

– Diez dólares -Rafe extendió la mano-. Si condenado es una palabrota, cagarla también lo es.

Le devolvió uno de los billetes y salió del despacho. Rafe se alegraba de que Sylvie no quisiera otro trabajo. No estaba seguro de si podría arreglárselas sin ella. Se recostó en el respaldo, cerró los ojos. Poco después sonó el interfono.

– Dígame, señorita Arnold -dijo Rafe tras pulsar el botón.

– Tengo un teléfono. He encontrado una Repostería McClain en Brooklyn y hacen tartas para fiestas -anunció Sylvie y Rafe se incorporó como un resorte. No estaba seguro de si quería tener el teléfono de Keely. Hacía solo unos minutos había decidido darle carpetazo y encontrar a otra mujer-. ¿Señor Kendrick?

– Apúntelo de momento -dijo por fin Rafe-. Ya le diré si la necesito… quiero decir, si lo necesito. El número.

Suspiró, se alisó el cabello. Sus ojos cayeron sobre un montón de carpetas apiladas en una esquina de la mesa. Sobre los Quinn. Había recopilado toda la información que necesitaba para poner en marcha su plan, pero en el último mes no había hecho nada por alcanzar su objetivo.

A partir de ese momento, no apartaría la vista de sus propósitos. Nada, ni siquiera Keely McClain, lo distraería de sus planes.

Keely acarició el collar que le colgaba del cuello, paseando el pulgar por la esmeralda como si pudiera darle buena suerte. Había vuelto a Boston a conocer a su familia y lo haría esa misma noche. Entraría en el Pub de Quinn, se tomaría una cerveza y se presentaría. Y, pasara lo que pasara, asumiría las consecuencias.

Se alisó la chaqueta de lana que llevaba y echó a andar hacia el bar.

– Hola, me llamo Keely Quinn y soy tu hija -ensayó-. ¡Por favor! No puedo soltarlo así. Tengo que ser más sutil. Quizá consiga que me hable de su familia. Le preguntaré por su esposa y cuando se me presente la ocasión, la aprovecharé.

El estómago se le revolvió un poco, pero Keely se obligó a no ponerse nerviosa. Se paró, respiró hondo y la náusea se le pasó. Hacía una semana que no tomaba un café para evitar vomitar en público. Apretó los dientes, abrió la puerta del pub y entró.

Estaba abarrotado, lleno de humo de tabaco. Había mucho ruido y nadie se molestó en mirarla mientras se acercaba a la barra. Keely intentó no mirar a los clientes, quería pasar lo más inadvertida posible. Vio una banqueta vacía en un extremo y corrió a ocuparla.

Luego contuvo la respiración mientras esperaba a que alguien al otro lado de la barra se fijara en ella. Seamus estaba con dos hombres jóvenes que, sin duda, eran hermanos de ella. El parecido era asombroso: tenían el mismo pelo que ella, los mismos ojos de un color verde dorado. Reconoció a su madre en los dos por la curva traviesa de sus bocas cuando sonreían. Cuando por fin se acercó a atenderla

Seamus, Keely rezó por que la voz no le temblara al hablar.

– ¿Qué te pongo, pequeña?

A pesar de los años, Keely podía ver al hombre del que su madre se había enamorado. Con ser la mitad de atractivo que los otros dos hombres de la barra, ya habría sido irresistible. Tragó saliva.

– Una cerveza.

– ¿Una Guinness va bien?

– Una Guinness, perfecto -dijo y Seamus volvió poco después con un vaso enorme de cerveza marrón oscuro, coronada de espuma. Le puso un posavasos y lo colocó encima-. Es mucha cerveza -comentó esbozando una sonrisa débil.

– Es una pinta. Tienes cara de poder con ella -dijo él con mucho acento irlandés.

– Así que este bar es tuyo -dijo Keely para retenerlo cuando Seamus hizo ademán de retirarse.

– Sí -Seamus agarró un trapo y empezó a limpiar vasos-. El Pub de Quinn. Ese soy yo: Quinn. Esos son mis hijos. Me echan una mano -añadió, apuntando con la cabeza hacia los dos hombres jóvenes.

– ¿Siempre te has dedicado a esto?

– Antes era capitán de pesca -contestó Seamus, negando con la cabeza-. Pescaba peces espada.

– Pescador… Debía de ser peligroso.