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No podía creerse lo que acababan de darle. Keely se levantó de la banqueta y le dio un abrazo fuerte a su madre.

– Gracias, mamá. No sabes lo que esto significa para mí.

– Pero sí lo que significa para mí. Te vas a volver a Boston y no sabes cuándo volverás.

– Tengo que darles esto a mis hermanos y luego les diré quién soy -dijo Keely. Salió a todo correr de la sala de trabajo y luego volvió a darle un beso a su madre en cada mejilla-. Volveré en unos días.

Mientras tomaba el abrigo y se lo ponía, no podía contener la emoción. Con aquella prueba, podría contribuir a la defensa de Seamus. Y si ayudaba a demostrar la inocencia de su padre, tendrían que aceptarla en la familia. Seguro que la recibirían con los brazos abiertos.

Y, camino del coche, se le cruzó una idea más. Una vez que se supiera la verdad, Rafe pondría fin a su venganza. Y entonces no se interpondría nada en sus caminos. Podría amarlo y él podría amarla a ella.

Keely miró el papel que tenía en la mano y rezó en silencio por que Lee Franklin siguiera vivo y con salud, en algún lugar fácil de localizar. Aunque se estaba jugando muchas cosas, iría una a una. Y lo primero era Seamus Quinn.

– Estoy seguro de que coincidirán conmigo en que es el uso más eficiente que puede dársele a estos terrenos. Contamos con tener alquilado el ochenta y cinco por ciento del espacio para cuando termine la construcción y una ocupación del cien por cien en el plazo de un año -Rafe apuntó hacia los planos arquitectónicos de la mesa de conferencias-. La financiación está prácticamente resuelta, pero estamos buscando a algún inversor más dispuesto a invertir capital.

La puerta de la sala de conferencias se abrió con sigilo y Sylvie Arnold entró. Hizo un gesto a Rafe, el cual aceleró el final de la presentación. Mientras los inversores charlaban entre ellos, se reunió con Sylvie en la puerta.

– Es ella -susurró la secretaria.

– ¿Quién?

– Ella. Al menos creo que lo es. Tiene que serlo.

– ¿Quién?

– Dice que se llama Keely McClain – anunció y Rafe trató de disimular su sorpresa, pero supo que no lo había conseguido por la sonrisa satisfecha de Sylvie-. Lo sabía. Sabía que tenía que ser ella. La verdad es que es muy maja.

– No sabes nada -contestó con frialdad Rafe. Se había preguntado si alguna vez llegaría aquel momento. Cómo reaccionaría. En los últimos días se había hecho a la idea de que, aunque había compartido una aventura maravillosa con Keely, todo había terminado. Ella había tomado sus decisiones y no lo había elegido a él-. Dile que le devolveré la llamada luego.

– No puedo. No está al teléfono. Está esperándote en el despacho. Y parece un poco nerviosa.

– ¿La has hecho pasar al despacho?

– Dice que necesita verte. Y no la has puesto en la lista. Se supone que si no quieres hablar o ver a alguna de tus mujeres, la tienes que poner en la lista.

– ¡Maldita sea, Sylvie!

– Diez dólares -dijo ella, extendiendo la mano.

Rafe sacó la cartera y le dio un billete de cincuenta.

– Quédate con el cambio. Necesitaré el crédito para la pequeña conversación que vamos a tener luego.

Salió de la sala de conferencias, cruzó el pasillo y se puso bien la corbata mientras andaba. Lo cierto era que no quería verla. Después de lo que le había dicho esa última noche frente a la chimenea, se sentía como un idiota. Le había abierto el corazón diciéndole que la quería y, de pronto, se presentaba en su despacho para recordarle el error que había cometido.

Aunque no podía echarle toda la culpa a Keely. El nunca se había considerado capaz de amar, de modo que se había ido endureciendo, cerrándose a esa clase de sentimientos. Pero los días que había pasado con Keely le habían hecho ver, poco a poco, que esos sentimientos no habían desaparecido por completo, sino que estaban dormidos. Claro que, después del fin de semana en la cabaña, Rafe había decidido anestesiarlos de por vida. Rafe Kendrick no había nacido para el amor.

Cuando llegó al despacho, puso la mano en el pomo, se paró antes de entrar. Debería pedirle a Sylvie que le dijera que estaba ocupado. Sería la forma más sencilla de salir de la situación. Pero Rafe sabía lo testaruda que podía ser su ayudante, sobre todo entrometiéndose en su vida privada. Estaba segura de saber lo que más le convenía y Rafe tenía la sensación de que había incluido a Keely en esa categoría.

Así que respiró profundo y empujó las puertas.

Keely se puso de pie nada más verlo. Sus miradas se cruzaron y, por un momento. Rafe se quedó sin respiración. ¿Por qué lo sorprendía siempre su belleza? Su cara tenía algo especial, algo que le resultaba irresistible.

– Keely.

– Hola, Rafe.

Aunque solo habían pasado unos días desde la última vez que se habían visto, Rafe se quedó asombrado por la reacción de su cuerpo. El deseo reprimido irrumpió con fuerza y tuvo que ejercer todo su autocontrol para no cruzar la sala, estrecharla entre los brazos y besarla hasta dejarla sin sentido. El recuerdo de la intimidad que habían compartido la última noche le impedía pensar con claridad.

– Siéntate, por favor -dijo él, pasando de largo hasta situarse detrás de la mesa de trabajo-. ¿Cómo te va?

– Bien. Ocupada, pero bien -contestó Keely sin sentarse-. Le dije a mi secretaria que me apellido McClain. Pensé que sería mejor que… No sé cuánto sabe -añadió frente a una silla, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra con inquietud.

– ¿Qué has estado haciendo?

– Volví a Nueva York unos días para solucionar unos asuntos de la repostería. Dirigir un negocio desde otra ciudad no es fácil.

Rafe casi había olvidado que, en circunstancias normales, Keely Quinn vivía en Nueva York y él en Boston. Esa barrera no había surgido en sus conversaciones, pero, si se paraba a pensarlo, era una razón más por la que nunca habrían podido estar juntos.

– Estoy deseando hablar con mi familia y que mi vida vuelva a la normalidad -continuó Keely.

– ¿Todavía no se lo has dicho?

– No -respondió ella a la defensiva-. Por eso he vuelto. Voy a decírselo esta noche.

– Yo también me voy adaptando a la rutina -comentó Rafe entonces.

– Veo que pudiste volver a Boston.

– Tenía un móvil en el bolsillo del abrigo. Pedí un coche.

Keely pestañeó sorprendida, boquiabierta incluso. Al principio, Rafe pensó que se enfadaría. Después de todo, la había hecho pasar una noche más en la cabaña por no tener teléfono. Pero no pareció disgustarse por el engaño.

– Me alegro. ¿Encontraste el coche?

– El portero me devolvió las llaves -dijo él.

Lo sacaba de quicio tanto rodeo. Era como si acabaran de conocerse y tuviesen que estar pensando qué decir para no estar en silencio. Nadie que los viera habría pensado que pocos días atrás se habían estado susurrando cosas perversas al oído mientras sus cuerpos se dejaban arrastrar por la pasión.

– ¿Eso era todo?, ¿has venido a asegurarte de que pude volver sin problemas?

– No, quería darte esto -Keely puso una hoja pequeña de papel sobre la mesa.

Rafe le rozó la mano al ir a recoger la hoja y sintió una descarga eléctrica en el brazo.

– ¿Qué es?

– El nombre y el número de la seguridad social de uno de los hombres de la tripulación de mi padre. Se llama Lee Franklin. Según mi madre, estaba en el barco cuando tu padre murió. Y dice mi madre que él sabe todo lo que pasó. También dice que mi padre no tuvo que ver con la muerte del tuyo -Keely se encogió de hombros-. Voy a decírselo también a Conor para que pueda informar a las autoridades, pero pensaba que debías saber que habrá alguien que respalde la versión de Seamus. Dijiste que querías descubrir la verdad. Espero que podamos encontrar a Lee Franklin y que nos diga lo que de ocurrió… Y que te quedes satisfecho.