Keely dudó. La mujer debía de haberse equivocado. Maeve era una Quinn, de modo que debía ser familia de su madre, no de Seamus. Quizá ni siquiera fueran parientes en realidad.
– Me parece que se confunde -dijo Keely-. Mi madre era Fiona Quinn.
– Sí, sí. Y se casó con mi primo Seamus Quinn. Era una McClain, de los McClain que vivían en la casona de Topsall Road -dijo Maeve con una sonrisa que le iluminaba los ojos-. Era la chica más guapa del pueblo, de una familia de bien. Recuerdo que estuve en la boda. ¿Cómo está? No he vuelto a oír nada de ella desde que sus padres murieron hace unos años. Ni de Seamus, ya que estamos. Aunque tú no te acordarás de tus abuelos. Debías de ser muy pequeña cuando murieron. Donal y Katherine, Dios los tenga en su gloria, se amaron hasta el mismo día en que la muerte los separó. Donal la quería tanto que se murió una semana después que ella. Con el corazón partido dicen muchos.
– ¿Donal y Katherine? -Keely se sentó en una silla mientras trataba de asimilar toda la información. ¡Katherine era su segundo nombre! Aunque, claro, hacía más de veinticinco años que sus padres se habían marchado a Nueva York. No era de extrañar que la anciana mezclara los nombres de unos y otros.
– Voy por el té -dijo Maeve-. Justo estaba hirviendo agua -añadió mientras desaparecía por la parte trasera de la casa.
Keely miró a su alrededor: el salón estaba ordenado, había tapetes decorativos hechos a mano, figuritas de cristal, cuadros de paisajes y cojines bordados. Aquí y allá encontraba baratijas que le recordaban a la casa de su madre. Nunca había sabido que tuvieran origen irlandés.
– Ya está -Maeve regresó con una bandeja, la colocó sobre la mesita que estaba frente a Keely y le sirvió una taza-. Té y un poco de bizcocho. ¿Leche o limón? -le preguntó…
– Leche, por favor -Keely agarró el platito con la taza y el trozo de bizcocho con frutas-. Hay una cosa que no me cuadra. De mis padres. Mi madre se llama Fiona Quinn y mi padre Seamus McClain. Quizá sea coincidencia, pero…
– No, cariño. Debes de estar confundida.
– ¿Cómo voy a confundirme? -contestó exasperada Keely-. Son mis padres. Maeve frunció el ceño, se puso de pie.
– No sé, me haces dudar, pero juraría… – Maeve cruzó el salón, abrió una vitrina y sacó un álbum de cuero. Luego regresó junto a Keely, se sentó a su lado y abrió la foto-. Aquí están.
Keely contempló la foto. Su madre nunca había guardado fotos por casa. Y a ella nunca la había extrañado hasta que ya era mayor y había empezado a preguntar por su difunto padre y sus abuelos, ansiosa de pronto por tener alguna prueba de su existencia. A veces había llegado a sospechar que era adoptada o la habían secuestrado unos piratas o la habían abandonado en una cesta en la puerta de alguna iglesia…
Se quedó hipnotizada al ver a la bella jovencita que posaba junto al mar. Era su madre, no cabía duda.
– Es Fiona Quinn -dijo apuntando a la foto.
– Sí. Y este es tu padre, Seamus Quinn.
– ¿Mi padre? -preguntó Keely casi sin voz-. ¿Este es mi padre?
– Siempre fue un hombre atractivo -dijo la anciana-. Todas las chicas del pueblo estaban locas por él. Pero Seamus solo tenía ojos para tu madre y, aunque los padres de ella no aprobaban el matrimonio, nada pudo detenerlos. Supongo que seguirá igual de deslumbrante, aunque tendrá el pelo gris más que negro.
Keely sintió que el corazón le daba un vuelco, se quedó pálida. Su padre estaba muerto. ¿Acaso no se había enterado la anciana? Llevaba muerto muchos años, desde poco después de que ella naciera. Su madre debía de haber informado con una carta o una llamada telefónica. Aunque quizá Maeve hubiera borrado de la cabeza la muerte de su primo. Por otra parte, no parecía que a la anciana le fallara la memoria. En cualquier caso, Keely decidió dejar pasar de largo el comentario. Por si acaso, no quería arriesgarse a que su nueva prima sufriese un infarto al enterarse del triste destino de Seamus McClain.
De modo que continuó mirando la única imagen que jamás había visto de su padre. Era guapo, de pelo oscuro y facciones finas. Si se lo hubiera cruzado por Nueva York, habría girado el cuello para mirarlo. Por fin podía ponerle un rostro al nombre de su padre.
– Sí que es guapo, sí -murmuró Keely.
– Todos los Quinn lo eran. Y creo que ellos lo sabían -dijo Maeve-. Mira, aquí hay otra foto de ese mismo día. Me parece que fue el día que se marcharon a Estados Unidos. La hicieron con los chicos. Recuerdo que costó horrores conseguir que se estuvieran todos quietos para la foto.
– ¿Los chicos? -preguntó Keely mientras seguía el dedo de Maeve cuando esta pasó a la siguiente página del álbum.
– Y aquí están otra vez -dijo Maeve, señalando otra foto.
Keely miró aquellos rostros descoloridos por el paso del tiempo. En esa fotografía, Fiona y Seamus estaban rodeados por cinco chicos de diversas edades y estaturas.
– ¿Son tus hijos? -preguntó Keely y Maeve soltó una risotada mientras sacaba la foto del álbum.
– ¿No los reconoces? Son tus hermanos. A ver si me acuerdo: el mayor era Conor. Luego estaban Brendan y Dylan, aunque no sé cuál de estos dos es mayor. Supongo que ya estarán todos casados, habrán formado sus propias familias. Y estos son los gemelos… ¿Cómo se llamaban? -Maeve le acercó la foto a Keely-. Creo que tu madre estaba embarazada. Esa de ahí debes de ser tú -añadió apuntando a la tripa embarazada de Fiona.
Keely se levantó. Tenía que tratarse de un error. Aquella no era su familia. No era su vida. Ella no tenía hermanos, ¡era hija única!
– Tengo que irme -murmuró aturdida-. Ya te he entretenido mucho tiempo.
– Ni siquiera te has terminado el té. Por favor, quédate un rato más.
– Puede que vuelva mañana -contestó Keely, impaciente por quedarse sola y pensar en lo que Maeve acababa de revelarle.
– Está bien. Pero ten: llévatela -dijo la anciana al tiempo que le acercaba la foto a Keely. Esta la aceptó con recelo, la guardó en el bolso y echó a correr hacia la puerta.
– Hasta mañana -se despidió mientras salía a la lluvia ligera que había empezado a caer.
Cuando llegó al coche, la cabeza le daba vueltas. Estaba desconcertada. Quería creer que Maeve Quinn era una ancianita senil, incapaz de recordar los hechos. Pero algo le decía que Maeve estaba en plena posesión de sus facultades mentales y que era ella la que se confundía.
Keely arrancó y maniobró para salir a la carretera, pero le latían las sienes, tenía el estómago revuelto. Al sentir un acceso de vómito, tuvo que pisar los frenos y abrió la puerta para airearse. Salió del coche, respiró profundo. Al cabo de más de un minuto, cuando por fin se le asentó el estómago, se llevó una mano a la frente.
¡Maldita fuera!, ¿por qué tenían que pasarle siempre esas cosas! Si no fuese tan impulsiva… Y, sin embargo, no se arrepentía de aquel viaje. Irlanda le había descubierto un pasado desconocido, un pasado que su madre le había ocultado durante años y sobre el que podía haberle mentido incluso. Pero estaba determinada a averiguar la verdad, ya fuera allí o de vuelta en Estados Unidos. Con paso indeciso, volvió a meterse en el coche.
Keely sacó la foto del bolso y la miró con atención. Las caras de los cinco chicos le resultaban de lo más familiares. Si no eran sus hermanos, era evidente que guardaban algún tipo de parentesco con ella. Pasaron varios minutos hasta que consiguió apartar la vista de la fotografía, cuando un golpecito en la ventana la sobresaltó. Keely se giró y se encontró a un anciano de sonrisa mellada. No pudo evitar pegar un pequeño grito.
– ¿Se ha perdido? -preguntó él.
– ¿Qué? -Keely bajó la ventanilla unos centímetros.
– ¿Se ha perdido? -repitió el anciano.
– No -dijo Keely.