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– Parece perdida -insistió él.

– Pues no lo estoy.

El hombre se encogió de hombros y echó a andar carretera abajo. Apenas se había alejado unos metros cuando Keely salió del coche:

– ¡Espere! -lo llamó. El hombre se giró hacia Keely y metió las manos en los bolsillos del mono-. ¿Hace mucho que vive en este pueblo?

– Toda la vida -contestó el anciano-. No mucho. Pero suficiente.

– Si quisiera averiguar algo sobre una familia que vivía aquí, ¿a quién tendría que preguntar?

– A Maeve Quinn. Lleva aquí desde…

– Aparte de ella -lo interrumpió Keely. El hombre se rascó la barba. Luego la calva de la cabeza.

– Intente en la iglesia -le sugirió-. El padre Mike es nuestro pastor desde hace casi cuarenta años. Ha casado, enterrado y bautizado a todos los enamorados, difuntos y bebés del pueblo.

– Gracias -dijo Keely-. Hablaré con él.

Luego volvió al coche. Pero, una vez dentro, no supo si arrancar. ¿De verdad quería conocer la verdad?, ¿o sería mejor hacerse a la idea de que Maeve Quinn había perdido la cabeza? Claro que la versión de la anciana explicaría algunas cosas. ¿Cuántas veces se había encontrado a su madre ensimismada en quién sabía qué pensamientos, con una expresión de dolor en el rostro? ¿Y por qué se negaba a hablar del pasado si no era porque se había inventado un pasado falso? ¿De veras tenía cinco hermanos? Entonces, ¿por qué se había separado su madre de cinco niños huérfanos de padre?

Se le paró el corazón. ¿Acaso seguía vivo su padre?, ¿sería posible? ¿Formaría el accidente pesquero parte de una gran mentira? Keely sintió una nueva náusea. Eran tantas preguntas sin respuesta.

Solo podía hacer una cosa. Primero, confirmar que Maeve le había dicho la verdad. En tal caso, volvería a Estados Unidos en el primer avión. Tenía unas cuantas preguntas y Fiona McClain, ¿o sería Fiona Quinn?, era la única persona que podía darles respuesta.

Una nube de humo flotaba en el Pub de Quinn. La cerveza corría, la música sonaba a todo volumen, las discusiones se sucedían. Rafe Kendrick estaba sentado al final de la barra, delante de una Guinness caliente. Era una posición estratégica, con suficiente intimidad para pensar y que, al mismo tiempo, le permitía observar a los clientes… y a los hombres que atendían al otro lado de la barra.

Para eso había ido a Boston, para echarles un ojo a los Quinn. Si las cuentas no le fallaban, eran siete en totaclass="underline" seis hermanos y el padre, Seamus Quinn. El director de seguridad de Kencor le había proporcionado un expediente entero sobre cada uno de ellos, con toda clase de detalles sobre sus vidas. Pero Rafe Kendrick siempre había creído que lo mejor era estudiar al enemigo de cerca, para aprender de primera mano sus defectos y debilidades.

Para explotar mejor tales debilidades.

Por suerte, toda la familia pasaba bastante tiempo en el pub. En los últimos meses, en las tres visitas que había realizado, había tenido ocasión de sobra para observar a cada uno de ellos. Conor, el agente de antivicio, era un hombre serio, tranquilo y responsable, aunque no siempre respetaba las reglas. Dylan, el bombero, era sociable y extravertido, la clase de hombre que se reía del peligro y cualquier otra cosa. El tercer hermano, Brendan Quinn, se ganaba la vida como escritor y parecía ser el más reservado de los tres. Rafe había leído dos de sus novelas de aventuras y se había enganchado con las tramas. Se había quedado sorprendido con el talento del autor.

Claro que el éxito profesional de todos ellos no era comparable con el que tenían con las damas. Una procesión interminable de mujeres entraba sin parar en el pub, todas dispuestas a captar la atención de alguno de los solteros Quinn. Si los mayores no parecían interesados, todavía les quedaban tres candidatos: Sean, Brian y Liam Quinn.

Al igual que sus hermanos mayores, gozaban de la aprobación de las mujeres y coqueteaban con muchas de ellas. Rafe se había divertido observando aquellos devaneos, las insinuaciones disimuladas, los movimientos de avance y retroceso, el desenlace final, cuando uno de los hermanos salía del bar acompañado. Pero nunca los habían visto dos noches seguidas con una misma mujer.

Por otra parte, a Rafe no le parecía que esto fuese una debilidad, pues su relación con las mujeres era similar. Había estado con muchas, aunque no eran como las del Pub Quinn. Procedían de círculos distinguidos y no eran tan descaradas en sus intenciones ni mostrando sus atributos físicos. Eran mujeres acostumbradas a disfrutar de hombres ricos, valoraban el dinero y sabían sacar partido de cada romance. Cuando Rafe estaba demasiado ocupado o aburrido de salir con ellas, lo aceptaban sin dramatismo y no tenían el menor problema en buscarse a otro.

Rafe se sorprendió mirando a una mujer situada en el otro extremo de la barra, la cual había estado coqueteando con Dylan Quinn hasta que este se había fijado en su acompañante. Rafe desvió la mirada, aunque no a tiempo. Segundos después, la mujer tomó asiento en la banqueta pegada a la de él y dejó caer su rubia melena por encima de uno de los hombros. Sacó un cigarro, se lo llevó a la boca y se inclinó hacia delante, ofreciendo una vista generosa del escote. Rafe sabía lo que procedía. Pero no estaba interesado, de modo que se limitó a acercarle una cajetilla de cerillas, lanzándola sobre la barra.

– Soy Kara -murmuró ella con una sonrisa radiante-. ¿Echamos un billar?

– No juego al billar -Rafe no se molestó en devolverle la sonrisa.

– ¿Una partida de dardos? -propuso entonces, permitiéndose la libertad de rozarle la manga con una mano.

Rafe negó con la cabeza. Luego miró alrededor.

– Estoy seguro de que en este bar habrá muchos hombres encantados de hacerte compañía… Kara. Pero yo no soy uno de ellos.

Parpadeó sorprendida. Luego, muy digna, se levantó de la banqueta y regresó con sus amigas al otro extremo de la barra.

– ¿Otra Guinness?- Rafe levantó la vista de su cerveza caliente.

El patriarca de los Quinn estaba frente a él, con un trapo al hombro. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. Las arrugas del rostro daban cuenta del paso de los años bajo el sol del mar-. ¿O prefieres picar algo? La cocina cierra en quince minutos -lo advirtió Seamus.

– Un whisky -pidió Rafe, echando a un lado la cerveza-. Solo.

Seamus asintió con la cabeza y fue por la bebida. Rafe lo miró con frialdad. ¿Cuántas veces había oído el nombre de Seamus Quinn? Su madre lo repetía como si fuese un mantra, como si tuviera que recordarse constantemente que su marido estaba muerto… por culpa de Seamus Quinn.

Rafe alzó la mirada cuando el hombre volvió con la botella. Le costaba contener el odio que sentía, pero debía controlarse. Dejarse llevar por un arrebato temerario no formaba parte de los planes que tenía para los Quinn. No sería inteligente llamar la atención sobre sí mismo tan rápido.

– ¿Recién llegado? -le preguntó Seamus, acodado sobre la barra.

– Hace tiempo que vivo en Boston -contestó Rafe, negando con la cabeza, tras darle un sorbo al whisky.

– Conozco a casi todo el vecindario -dijo Seamus, mirándolo con desconfianza-. Y tu cara no me suena.

– Tengo… un negocio por aquí -respondió Rafe.

– Ah… ¿Y a qué te dedicas?

– A atar cabos sueltos -contestó encogiéndose de hombros. Apuró el último trago de whisky, se levantó, sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y dejó un billete de veinte dólares en la barra-. Quédate con el cambio – añadió antes de girarse hacia la puerta.

Una vez fuera, caminó bajo la noche de septiembre por calles tenuemente iluminadas por las farolas. Aunque el Pub Quinn estaba en una parte peligrosa de la ciudad, a Rafe no le daba miedo. Había crecido en la calle y había aprendido a defenderse, primero con los puños, luego con el cerebro y, por último, con su dinero.