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Julia Quinn

Secretos en Londres

Los Bevelstoke, 02

Título originaclass="underline" What Happens in London

Traducción: Marta Torent Lopez de Lamadrid

Para Gloria, Stan, Katie, Rafa y Matt. No tengo

familia política, únicamente familia.

Y también para Paul, aunque haya heredado él todos

los genes dominantes.

Prólogo

A la edad de 12 años, Harry Valentine contaba con dos cosas en su haber que en la Inglaterra de principios del siglo xix lo diferenciaban bastante del resto de niños de su clase.

La primera era su total y absoluto dominio del ruso y el francés. Un talento rodeado de poco misterio; su abuela, la gran aristocrática y testaruda Olga Petrova Obolenskiy Dell, se había trasladado a vivir con la familia Valentine cuatro meses después de que naciera Harry.

Olga renegaba de la lengua inglesa. En su opinión (que expresaba con frecuencia), en este mundo no había nada que no pudiera decirse en ruso o francés.

Nunca pudo explicar del todo por qué se había casado con un inglés.

– Seguramente porque tendría que explicarlo en inglés -había susurrado Anne, la hermana de Harry.

Harry se limitó a encogerse de hombros y sonreír (como haría cualquier hermano que se precie) cuando ella se llevó un sopapo en la oreja por decir esto. Puede que Granmère despreciase el inglés, pero lo entendía perfectamente y tenía el oído más fino que un sabueso. Cuando ella estaba en el cuarto donde recibían sus clases, no era buena idea ponerse a cuchichear en ninguna lengua. Hacerlo en inglés era una tremenda estupidez. Hacerlo en inglés dando a entender a su vez que el francés o el ruso no eran adecuados para el intercambio verbal en cuestión…

Con franqueza, a Harry le sorprendía que Anne no hubiera recibido una zurra.

Pero Anne era reacia al ruso con la misma intensidad que Granmère se reservaba para el inglés. Era demasiado complicado, y el francés era casi igual de difícil. Anne tenía cinco años cuando Granmère llegó, y su inglés ya estaba demasiado asentado como para alcanzar el mismo nivel en cualquier otro idioma.

Harry, por otra parte, estaba encantado de hablar en cualquier lengua que le hablaran. El inglés era para el día a día, el francés era la elegancia, y el ruso se convirtió en el idioma del drama y la emoción. Rusia era maravillosa. Era fría. Y, por encima de todo, grande.

Pedro el Grande, Catalina la Grande… Harry había crecido con sus historias.

– ¡Bah! -se había mofado Olga en más de una ocasión, cuando el profesor particular de Harry había tratado de enseñarle historia inglesa-. ¿Quién es este Etelredo el Indeciso? ¿El Indeciso? ¿Qué clase de país permite que sus gobernantes sean indecisos?

– La reina Isabel fue estupenda -señaló Harry.

– ¿Acaso la llaman Isabel la Grande? -repuso Olga nada convencida-. ¿O la Gran Reina? No, la llaman La Reina Virgen, como si eso fuese algo de lo que enorgullecerse.

Era en este momento cuando las orejas del profesor se ponían muy rojas, lo que a Harry le parecía de lo más curioso.

– Esa reina -continuó Olga, con la mayor frialdad posible- no fue una gran reina. Ni siquiera le dio a su país un heredero al trono como Dios manda.

– La mayoría de los historiadores coinciden en que la reina hizo bien en no casarse -dijo el profesor-. Necesitaba dar la imagen de que no recibía influencias, y…

Su voz se apagó. A Harry no le sorprendió. Granmère se había vuelto hacia él con una de sus penetrantes y escrutadoras miradas. Harry no conocía a nadie que pudiera seguir hablando ante una de esas miradas.

– Es usted un estúpido don nadie -soltó, y luego le dio completamente la espalda. Lo despidió al día siguiente, y ella misma le dio clase a Harry hasta que encontraron un profesor nuevo.

No le correspondía precisamente a Olga despedir y contratar a los tutores para los niños Valentine, que por entonces sumaban tres. (Al pequeño Edward lo habían pasado a la habitación infantil cuando Harry tenía siete años). Pero no parecía probable que nadie más tomara cartas en el asunto. La madre de Harry, Katarina Dell Valentine, jamás discutía con su propia madre, y en cuanto al padre… bueno…

Eso estaba estrechamente relacionado con la segunda cosa insólita que conformaba el cerebro de 12 años de Harry Valentine.

El padre de Harry, sir Lionel Valentine, era un borracho.

Lo insólito no era esto. Todo el mundo sabía que sir Lionel bebía más de lo debido. No era ningún secreto. Sir Lionel tropezaba y trastabillaba (con las palabras y los pies), se reía cuando nadie más lo hacía, y, para desgracia de las dos criadas (y las dos alfombras del estudio de sir Lionel), había un motivo por el que el alcohol no le había hecho engordar.

Y es que Harry se había vuelto experto en la tarea de limpiar vomitonas.

Todo empezó cuando tenía 10 años. Probablemente habría dejado la porquería donde estaba, de no ser porque había tratado de pedirle a su padre un poco de dinero de bolsillo, cometiendo el error de hacerlo demasiado entrada la noche. Sir Lionel ya se había bebido su brandy vespertino, su trago antes de la cena, su vino con la cena, su oporto inmediatamente después, y ahora había vuelto a su favorito, el mencionado brandy, pasado de contrabando desde Francia. Harry estaba totalmente seguro de haber formulado frases completas (en inglés) al pedirle financiación, pero su padre se limitó a mirarlo fijamente, parpadeando varias veces como si no acabase de comprender de qué hablaba su hijo, y acto seguido le vomitó en los zapatos.

Por lo que en realidad Harry no pudo evitar el desastre.

Después de aquello no pareció haber vuelta atrás. Volvió a ocurrir una semana más tarde, aunque no directamente encima de sus pies, y luego al mes siguiente. Para cuando Harry tenía 12 años, cualquier otro chico habría perdido la cuenta del número de veces que había limpiado el vómito de su padre, pero él siempre había sido un muchacho meticuloso y una vez que hubo empezado fue difícil parar el recuento.

La mayoría de la gente probablemente habría perdido la cuenta alrededor del siete. Harry sabía, a raíz de su extensa lectura sobre lógica y aritmética, que éste era el número más alto que la mayoría de las personas podía percibir visualmente. Si pintas siete puntos en una página, la mayoría de la gente puede echar un rápido vistazo y saber cuántos puntos hay. Si son ocho la mayor parte de la humanidad no acierta a saberlo.

Harry podía percibir hasta 21.

Por lo que no fue de extrañar que tras limpiar 15 vómitos, supiera exactamente cuántas veces se había encontrado a su padre dando tumbos por el pasillo, desmayado en el suelo o apuntando (mal) en un orinal. Y entonces, una vez que llegó a 20, el asunto se convirtió en algo puramente numérico, y se vio forzado a llevar la cuenta.

Tenía que ser numérico. Si no lo era, entonces sería otra cosa, y puede que se sorprendiera a sí mismo llorando antes de dormirse en lugar de simplemente clavar los ojos en el techo mientras decía: «46, pero con un radio bastante más reducido que el martes pasado. Probablemente no haya cenado mucho esta noche».

La madre de Harry hacía tiempo que había decidido ignorar por completo la situación, y se la podía ver casi siempre en sus jardines, ocupándose de las exóticas variedades de rosa que su madre había traído de Rusia tantos años antes. Anne le había informado a Harry de que pensaba casarse y «salir de este infierno» en cuanto cumpliera los 17. Cosa que, por cierto, hizo, un testimonio de su determinación, ya que a esas alturas ni su padre ni su madre habían hecho esfuerzo alguno por conseguirle pareja. En cuanto a Edward, el hijo menor, aprendió a adaptarse, como había hecho Harry. Su padre no servía para nada a partir de las cuatro de la tarde, aun cuando pareciera estar lúcido (lo cual sucedía por lo general hasta la hora de la cena, cuando perdía totalmente el control).