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– ¡La tiró el perro!

– ¿Tal vez recuerdas cierta promesa de escribirle a la abuela todas las semanas?

– A ti se te da incluso peor que a mí.

– Ya, pero yo nunca prometí tal diligencia. Tampoco me ha dado nunca por pintar al óleo ni tocar el violín.

Las manos de Olivia se cerraron en un puño junto a su cuerpo. Es verdad, no había recibido más de seis clases de pintura o una suelta de violín. Porque ambas cosas se le daban fatal. ¿Y para qué iba a poner todo su empeño en intentar algo para lo que carecía de talento?

– Estábamos hablando de sir Harry -dijo Olivia entre dientes.

Winston esbozó una sonrisa.

– Es verdad.

Ella lo miró con fijeza. Con dureza. Winston aún tenía esa expresión en su cara (desdeñosa por un lado, pero doblemente irritante). Había disfrutado demasiado pinchándola.

– Muy bien -dijo él, repentinamente solícito-. Dime, ¿qué es lo que «no cuadra» en sir Harry Valentine?

Ella esperó unos instantes antes de hablar y luego dijo:

– Lo he visto un par de veces arrojando al fuego un montón de papeles.

– Yo he hecho lo mismo un par de veces -replicó Winston-. ¿Qué más quieres que haga un hombre con los papeles que son para tirar? Olivia…

– Es la forma en que lo hizo.

Parecía que Winston quería decir algo, pero no encontraba las palabras.

– Los echó al fuego -dijo Olivia-. ¡Los lanzó con violencia!

Winston empezó a sacudir la cabeza.

– Entonces miró por encima de su hombro…

– ¡Es verdad que has estado observándolo durante cinco días!

– No me interrumpas -soltó ella, y entonces, sin coger aire, dijo-: Miró por encima de su hombro como si oyese que venía alguien por el pasillo.

– Déjame adivinar. ¡Venía alguien por el pasillo!

– ¡Sí! -exclamó ella emocionada-. Su mayordomo entró justo en ese momento. Bueno, creo que era su mayordomo. En cualquier caso, era una persona.

Winston la miró atentamente.

– ¿Y la otra vez?

– ¿Qué otra vez?

– La otra vez que echó al fuego sus papeles.

– ¡Oh, eso! -dijo ella-. No hubo nada extraño, la verdad.

Winston la miró fijamente durante varios segundos antes de decir:

– Olivia, tienes que dejar de espiar a ese hombre.

– Pero…

Su hermano alzó una mano.

– Lo que sea que creas de sir Harry te prometo que es erróneo.

– También lo he visto metiendo dinero en una bolsita.

– Olivia, conozco a sir Harry Valentine. Es absolutamente normal.

– ¿Lo conoces? -¿Y la había dejado seguir hablando como una idiota? Lo mataría.

Cómo me gustaría matar a mi hermano.

Versión dieciseisava

por Olivia Bevelstoke.

No, en serio, ¿de qué serviría? Difícilmente podría superar la versión quinceava, que mezclaba el tema de la vivisección con los jabalíes.

– Bueno, en realidad no lo conozco -explicó Winston-. Pero conozco a su hermano. Fuimos juntos a la universidad. Y conozco de oídas a sir Harry. Si arroja papeles al fuego es solamente para despejar su escritorio.

– ¿Y ese sombrero? -insistió Olivia-. Tiene plumas, Winston. -Lanzó los brazos al aire y los agitó, intentando describir lo espantoso que era-. ¡Lleva penachos de plumas!

– Para eso no tengo explicación. -Winston se encogió de hombros, luego sonrió de oreja a oreja-. Pero me encantaría verlo con mis propios ojos.

Ella frunció el ceño, era la reacción menos infantil que se le ocurrió.

– Además -continuó él con los brazos cruzados-, no está prometido.

– Sí, ya, pero…

– Y nunca lo ha estado.

Lo cual reforzaba la opinión de Olivia de que todo el rumor no era más que un infundio, pero resultaba mortificante que fuera Winston quien lo demostrara. Eso si es que lo había demostrado, porque su hermano difícilmente era una autoridad en datos sobre ese hombre.

– ¡Ah…, por cierto! -exclamó Winston en un tono de excesiva indiferencia-. Supongo que mamá y papá no están al tanto de tus últimas actividades detectivescas.

¡Vaya con la pequeña comadreja!

– Me has dicho que no dirías nada -le dijo Olivia en tono acusador.

– Te he dicho que no diría nada sobre las bobadas ésas de Mary Cadogan y Anne Buxton. No he dicho nada de la vena que te ha entrado.

– ¿Qué es lo que quieres, Winston? -preguntó Olivia entre dientes.

Él la miró directamente a los ojos.

– El jueves me pondré enfermo. Cúbreme.

Olivia repasó mentalmente su agenda social. El jueves… el jueves… el recital de las Smythe-Smith.

– ¡Oh, no, no te atreverás! -chilló ella, tambaleándose hacia él.

Winston removió el aire que le rodeaba la cabeza.

– Mis pobres oídos, ya sabes…

Olivia procuró pensar en una respuesta adecuada y sintió una brutal decepción cuando todo lo que se le ocurrió fue:

– ¡Te, te…!

– Yo que tú no amenazaría.

– Si yo voy, tú vas.

Él le dedicó una sonrisa forzada.

– Es curioso, pero el mundo no funciona así.

– ¡Winston!

Aún se reía cuando se fue rápidamente por la puerta. Olivia se concedió tan sólo unos instantes para regodearse en su irritación antes de decidir que prefería asistir al recital de las Smythe-Smith sin su hermano. La única razón por la que había querido que fuera era para verlo sufrir, y estaba convencida de que se le ocurrirían otros medios para lograr ese objetivo. Además, si a Winston lo obligaban a quedarse quieto durante la actuación, seguramente se dedicaría a atormentarla todo el rato. El año pasado le hundió un dedo en el costado derecho, y el anterior…

Bueno, bastará con decir que la venganza de Olivia incluyó un huevo viejo y a tres de sus amigas, todas convencidas de que Winston se había enamorado perdidamente de ellas, pero seguía pensando que aún no estaban en paz.

Así que, en realidad, lo mejor era que Winston no acudiese al recital. En cualquier caso, ella tenía problemas mucho más apremiantes que su hermano gemelo.

Con el ceño fruncido, devolvió la atención a la ventana de su dormitorio. Naturalmente, estaba cerrada; no hacía tan buen día como para dejar que entrara el aire fresco. Pero las cortinas estaban recogidas, y el cristal transparente la atraía y desafiaba. Desde su ventajosa posición, en el lado opuesto del cuarto, sólo podía ver el ladrillo de la fachada de sir Harry y tal vez una porción del cristal de otra ventana (no la de su estudio). Si giraba un poco el cuerpo. Y si no le deslumbraba la luz.

Entornó los ojos.

Desplazó rápidamente su silla un poco a la derecha, intentando esquivar el resplandor.

Alargó el cuello.

Entonces, antes de que tuviera ocasión de cambiar de parecer, volvió a tirarse al suelo, usando el pie izquierdo para cerrar la puerta de su habitación de una patada. Lo último que necesitaba era que Winston la pillara de nuevo a cuatro patas.

Avanzó muy lentamente, preguntándose qué demonios estaba haciendo; ¿de veras se levantaría como si nada al llegar a la ventana, como diciendo «me he caído pero aquí estoy»?

¡Oh, eso sí que era sensato!

Y entonces se le ocurrió que, presa del pánico, se había olvidado por completo de que él estaría preguntándose por qué se había caído ella al suelo. La había visto (de eso estaba segura) y luego se había caído.

Se había caído. No se había girado ni se había ido, sino que se había caído. Como una piedra.

¿Estaría ahora con la vista clavada en su ventana, preguntándose qué le había pasado? ¿Creería que estaba enferma? ¿Vendría incluso a su casa para interesarse por su estado?