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A Olivia se le aceleró el pulso. El bochorno sería insondable. Winston no pararía de reírse en una semana.

No, no, se tranquilizó a sí misma, no creería que estaba enferma. Sólo que era una patosa. Una patosa, sin más. Lo que significaba que era preciso que se levantara, que se pusiera de nuevo de pie y se dejara ver caminando por la habitación en perfecto estado.

Y tal vez debería saludar con la mano, puesto que ella sabía que él sabía que ella sabía que él la había visto.

Hizo una pausa, dándole vueltas a este último pensamiento. ¿Era ése el número correcto de «sabías»?

Es más, ésa era la primera vez que él la había detectado junto a la ventana. No tenía ni idea de que ella llevaba cinco días observándolo; de eso estaba segura. Así que, en realidad, sir Harry no tendría motivo de sospecha alguno. Estaban en Londres, ¡por el amor de Dios! La ciudad más populosa de Gran Bretaña. Las personas se veían unas a otras de ventana a ventana constantemente. Lo único sospechoso del encuentro era que ella había actuado como una absoluta idiota y no lo había saludado.

Era preciso que saludara. Era preciso que sonriera y saludara con la mano como diciendo: «¿Qué divertido es todo esto, eh?».

Sabía hacer eso. Algunas veces tenía la sensación de que su vida entera consistía en sonreír y saludar y fingir que todo era muy divertido. Sabía cómo comportarse en cualquier situación social, ¿y qué era eso sino una situación social, aunque inusitada?

Olivia Bevelstoke se desenvolvía de maravilla en situaciones así.

Reptó hasta un lateral de la habitación para poder ponerse de pie fuera del campo de visión de sir Harry. Entonces, como si tal cosa, se acercó tranquilamente hasta la ventana, en sentido paralelo a la fachada, visiblemente concentrada en algo que tenía frente a ella, porque eso es lo que haría en su alcoba en circunstancias normales.

Entonces, justo en el momento adecuado, miraría hacia un lado, como si hubiese oído piar a un pájaro o quizás una ardilla, y miraría casualmente por la ventana, porque eso es lo que haría en semejante situación, y entonces, cuando ella vislumbrase a su vecino, esbozaría una sonrisa a modo de reconocimiento. Sus ojos reflejarían una pizca de interés casi imperceptible y saludaría con la mano.

Cosa que hizo. A la perfección. Con la persona equivocada.

Y ahora el mayordomo de sir Harry pensaría que era una imbécil redomada.

Capítulo 3

Mozart, Mozart, Bach (el mayor de los hermanos), más Mozart. Olivia echó un vistazo al programa del recital anual de las Smythe-Smith, manoseando distraídamente una esquina hasta ablandarla y deformarla. Todo parecía igual que el año anterior, salvo por la chica del chelo, aparentemente nueva. Curioso. Se mordió el interior del labio mientras pensaba en esto. ¿Cuántas primas podía haber en la familia Smythe-Smith? Según Philomena, que se había enterado por su hermana mayor, el cuarteto de cuerda formado por las Smythe-Smith tocaba todos los años desde 1807. Y, sin embargo, las chicas que tocaban nunca pasaban de los 20 años; era como si siempre hubiese otra esperando entre bastidores.

¡Pobrecillas! Olivia dedujo que obligaban a todas a dedicarse a la música, les gustase o no. No era conveniente que se quedaran sin violonchelistas, y eso que dos de las chicas apenas parecían lo bastante fuertes para levantar sus violines.

Instrumentos musicales que me gustaría tocar, si tuviese talento,

por lady Olivia Bevelstoke:

flauta,

flautín,

tuba.

De vez en cuando era bueno elegir lo más inesperado y una tuba bien podría hacer las veces de arma.

Los instrumentos musicales que con bastante seguridad no desearía tocar incluían toda la variedad de cuerda, porque aun cuando lograse exceder los logros de las primas Smythe-Smith (legendarias por sus recitales por todas las razones equivocadas), muy posiblemente seguiría tocando como una vaca agonizante.

En cierta ocasión había intentado tocar el violín, y su madre ordenó que se lo llevaran de casa.

Pensándolo bien, también era raro que le pidieran a Olivia que cantase.

¡Oh, bueno, suponía que tenía otros talentos! Podía pintar una acuarela más que pasable y pocas veces se quedaba en blanco en una conversación. Y si no tenía talento para la música, por lo menos nadie la obligaba a subirse a un escenario una vez al año para aporrear los oídos de los incautos.

O no tan incautos. Olivia miró alrededor de la sala. Reconoció a casi todo el mundo; seguramente todos sabían a lo que iban. El recital de las Smythe-Smith se había convertido en un rito de paso. Había que ir porque…

¡Vaya! Ésa sí que era una buena pregunta. Tal vez imposible de contestar.

Olivia volvió a bajar la mirada hacia su programa, aunque ya lo había leído tres veces. La tarjeta era de color crema, de un tono que parecía difuminarse con la seda amarilla de su falda. Había querido ponerse su nuevo vestido de terciopelo azul, pero entonces había pensado que un color más alegre podría ser más útil. Alegre y llamativo. Aunque, pensó contemplando su atuendo con el ceño fruncido, el amarillo no estaba resultando ser tan llamativo, y ya no estaba tan segura de que le gustase el ribete de puntilla, y…

– Está aquí.

Olivia levantó la vista de su programa. Mary Cadogan estaba de pie frente a ella; no, ahora se estaba sentando, ocupando el asiento que se suponía que Olivia tenía que haber reservado para su madre.

Olivia estuvo a punto de preguntar quién, pero entonces las Smythe-Smith empezaron a puntear sus instrumentos.

Dio un respingo, luego hizo una mueca de disgusto, y entonces cometió el error de mirar hacia el improvisado escenario para ver qué podía haber emitido tan espantoso sonido. No fue capaz de determinar el origen, pero la expresión de horror de la cara de la viola bastó para hacer que apartara la vista.

– ¿Me has oído? -dijo Mary con apremio, dándole con el codo en el costado-. Está aquí. Tu vecino. -Ante la inexpresiva mirada de Olivia, dijo impaciente y prácticamente en voz alta-: ¡Sir Harry Valentine!

– ¿Aquí? -Olivia se giró de inmediato en su butaca.

– ¡No mires!

Y se giró de nuevo hacia delante.

– ¿Por qué está aquí? -susurró.

Mary se toqueteó el vestido, una muselina color lavanda que por lo visto era tan incómoda como parecía.

– No lo sé. Probablemente lo hayan invitado.

Debía de ser cierto. Nadie, en su sano juicio, acudiría sin invitación a ese recital. Era, para describirlo con la máxima delicadeza, un atentado contra los sentidos.

En cualquier caso contra uno de ellos. Probablemente fuese una buena noche para estar sordo.

¿Qué hacía sir Harry Valentine aquí? Olivia se había pasado los tres últimos días con las cortinas echadas, evitando resueltamente todas las ventanas del ala sur de la casa de los Rudland. Pero no contaba con verlo fuera, ya que como bien sabía, sir Harry Valentine no salía de casa.

Y, sin duda, cualquiera que pasase tanto tiempo como él con la pluma, la tinta y el papel poseía la inteligencia suficiente para saber que si decidía salir, había opciones mejores que el recital de las Smythe-Smith.

– ¿Habrá asistido alguna vez a algo así? -preguntó Olivia con disimulo, manteniendo la cabeza al frente.

– No lo creo -le susurró Mary a su vez, también con la mirada clavada al frente. Se inclinó ligeramente hacia Olivia, hasta que sus hombros casi se tocaron-. Desde su llegada a la ciudad ha estado en dos bailes.

– ¿Ha ido al club Almack's?

– Ni una sola vez.

– ¿Y a esa carrera de caballos del parque a la que asistió todo el mundo el mes pasado?

Aunque no lo vio, Olivia notó que Mary sacudía la cabeza.