No recordaba la última vez que había reaccionado así ante una mujer. En su defensa había que decir que últimamente pasaba tanto tiempo enclaustrado en su despacho que había conocido a muy pocas mujeres que pudieran obrar algún efecto en él. Llevaba ya varios meses en Londres, pero daba la impresión de que el Departamento de Guerra le adjudicaba siempre un documento u otro, y siempre necesitaban las traducciones lo antes posible. Y si se daba el milagro de que conseguía dejar su mesa despejada de papeles, entonces Edward decidía meterse en algún maldito lío (deudas, alcohol, mujeres que no le convenían). Edward no era selectivo en sus vicios, y él no lograba armarse de la suficiente crueldad como para dejar que su hermano se hundiera en sus propios errores.
Lo que significaba que él mismo raras veces tenía tiempo para equivocarse; o sea, para cometer deslices con el otro sexo. No es que se hubiese acostumbrado a vivir como un monje, pero a decir verdad ¿cuánto tiempo hacía…?
Como nunca se había enamorado, ignoraba si la carestía hacía el corazón más proclive a encariñarse, pero después de esta noche estaba totalmente convencido de que la abstinencia había hecho el resto en un hombre hosco como él.
Era preciso que encontrase a Sebastian. La agenda social de su primo nunca se limitaba a un evento por noche. Dondequiera que fuese tras el concierto, sin duda incluiría a mujeres de dudosa moral. Y Harry iría con él.
Se dirigió hacia el otro extremo de la sala con la intención de encontrar algo para beber, pero al dar un paso oyó varios gritos sofocados seguidos de la protesta:
– ¡Esto no estaba en el programa!
Harry miró a uno y otro lado, luego hacia el escenario siguiendo la dirección general de las miradas. Una de las chicas Smythe-Smith había retomado su posición y parecía que se preparaba para tocar un impromptu en solitario (pero no improvisado, ¡Dios no lo quisiera!).
– ¡Dios misericordioso! -oyó Harry. Y ahí estaba Sebastian, de pie a su lado, contemplando el escenario sin duda con más espanto que diversión.
– Me debes una -le dijo Harry, susurrando con maldad las palabras en el oído de Sebastian.
– Creía que habías dejado de contar.
– Esta deuda es impagable.
La chica empezó su solo.
– Puede que tengas razón -admitió Sebastian.
Harry miró hacia la puerta. Era una puerta preciosa, de proporciones perfectas y que conducía al exterior de la sala.
– ¿Podemos irnos?
– Todavía no -dijo Sebastian con pesar-. Falta mi abuela.
Harry alargó la vista hacia la anciana condesa de Newbury, que estaba sentada con el resto de viudas aristócratas, con una amplia sonrisa y aplaudiendo.
– ¿No estaba sorda? -recordó Harry volviéndose de nuevo hacia Sebastian.
– Prácticamente -confirmó Sebastian-. Pero no es tonta. Para la actuación ha guardado la trompetilla. -Se giró hacia Harry con ojos chispeantes-. Por cierto, he visto que has conocido a la encantadora lady Olivia Bevelstoke.
Harry no se molestó en contestar, nada que fuera más allá de una leve inclinación de cabeza.
Sebastian se acercó a él y su voz adoptó un molesto registro de bajo.
– ¿Lo ha reconocido todo? ¿Su insaciable curiosidad? ¿Su incontenible deseo?
Harry se volvió y lo miró directamente a los ojos.
– ¡Eres un imbécil!
– Me lo dices muchas veces.
– Las palabras no caducan.
– Tampoco mi inmadurez, es comodísimo ser inmaduro -dijo Sebastian con una media sonrisa.
El solo de violín llegó a lo que parecía un crescendo, y el público entero contuvo el aliento, esperando el consiguiente clímax seguido de lo que necesariamente tenía que ser el final.
Salvo que no lo era.
– ¡Qué crueldad! -exclamó Sebastian.
Harry hizo una mueca de dolor mientras el violín subía una octava chirriando.
– No he visto a tu tío -señaló.
Sebastian apretó los labios y en las comisuras se le formaron unas diminutas arrugas.
– Se ha excusado esta misma tarde. Estoy por plantearme si me ha tendido una trampa. Sólo que no es tan inteligente.
– ¿Lo sabías?
– ¿Lo de la música?
– Ése es un uso despiadado de la palabra música.
– Me habían llegado rumores -confesó Sebastian-. Pero nada podría haberme preparado para…
– ¿Esto? -musitó Harry, por algún motivo incapaz de apartar los ojos de la chica del escenario. Ésta sujetaba el violín cuidadosamente y su concentración en la música no era fingida. Parecía estar disfrutando, como si estuviese oyendo algo totalmente diferente a lo que oía el resto de la sala. Y quizás así fuese, ¡chica con suerte!
¿Cómo sería vivir en un mundo propio? ¿Ver las cosas como deberían ser y no como eran? Desde luego la violinista debería ser buena. Tenía pasión, y si era cierto lo que las matronas de la familia Smythe-Smith habían dicho al principio de la velada, ensayaba a diario.
¿Cómo debería ser la vida de Harry?
No debería haber tenido un padre que bebía más que respiraba.
No debería tener un hermano decidido a seguir sus mismos pasos.
Debería…
Rechinó los dientes. No debería sumirse en un abismo autocompasivo. Era más hombre que eso. Un hombre más fuerte, y…
Una escalofriante y repentina toma de conciencia lo sacudió y, como era ya su costumbre siempre que tenía la sensación de que algo no iba bien, miró hacia la puerta.
Lady Olivia Bevelstoke. Estaba sola, observando a la violinista con una expresión inescrutable. Sólo que…
Harry entornó los ojos. No estaba seguro, pero desde este ángulo casi parecía como si tuviese los ojos clavados en el ánfora griega que había detrás de la chica.
¿Qué estaba haciendo?
– No le sacas los ojos de encima. -La voz siempre chirriante de Sebastian llegó a su oído.
Harry lo ignoró.
– Es guapa.
Harry siguió ignorándolo.
– También es simpática y no está prometida.
Ni caso.
– Y no es que los serviciales solteros de Gran Bretaña no lo hayan intentado -continuó Sebastian, como siempre sin inmutarse ante la ausencia de respuesta de Harry-. Ellos le siguen pidiendo su mano, pero por desgracia ella siempre los rechaza. Tengo entendido que hasta el viejo Winterhoe…
– Es distante -le interrumpió Harry, con más acritud de la que había pretendido.
La voz de Sebastian rebosó de feliz ironía cuando preguntó:
– ¿Cómo dices?
– Que es distante -repitió Harry, rememorando el breve intercambio de palabras con Olivia Bevelstoke. Se había comportado como una maldita diva. Cada una de sus gélidas palabras se había cuarteado como el hielo y ahora ni siquiera se dignaba a mirar a la pobre chica que tocaba el violín.
Para ser honesto, le sorprendía que hubiese venido esta noche. No parecía el lugar más adecuado para los diamantes gélidos de máxima calidad. Con toda probabilidad alguien le habría obligado a asistir.
– Y yo que me había hecho grandes esperanzas sobre vuestro futuro juntos -musitó Sebastian.
Harry se giró para darle una respuesta mordaz o por lo menos con todo el sarcasmo que pudiera expresar, pero hubo un cambio en la música y la violinista llegó de nuevo a un crescendo. Esta vez tenía que ser el final, pero el público no pensaba jugársela y estalló una salva de aplausos antes siquiera de que ella hubiese tocado la última nota.
Harry caminó al lado de Sebastian, que se abría paso hacia su abuela. Sebastian le había dicho que ésta había venido en su propio carruaje, por lo que no hacía falta que esperasen a que estuviera lista para irse. Aun así Sebastian tenía que despedirse y aunque Harry no era pariente suyo, también debía saludarla.