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Oda a la peste,

por Olivia Bevelstoke.

Bíblica.

Bubónica.

Mejor que la lepra.

Porque lo era. Al menos en estas circunstancias. Necesitaba algo que no fuera sólo repugnante, también tenía que ser tremendamente contagioso. Con historia. ¿Acaso la peste no había matado a media Europa hacía unos cuantos siglos? La lepra nunca había sido tan eficaz.

Se le pasó por la cabeza qué ocurriría si se llevase la mano al cuello y murmurase: «¿Son pústulas esto?».

Resultaba tentador. Realmente tentador.

Y sir Harry, maldito fuera, parecía que estaba como unas pascuas, como si no hubiese sitio mejor en el que estar.

Más que aquí. Atormentándola.

– ¡Mire eso! -dijo él con familiaridad-. Sebastian esta bailando con la señorita Smythe-Smith.

Olivia escudriñó la sala con la mirada, decidida a no mirar hombre que tenía a su lado.

– Seguro que ella estará encantada.

Hubo una pausa y entonces sir Harry preguntó:

– ¿Busca a alguien?

– A mi madre -le espetó ella con astucia. ¿Acaso no había escuchado hacía un momento?

– ¡Ah…! -Afortunadamente, estuvo callado unos instantes y luego dijo-: ¿Se parece a usted?

– ¿Qué?

– Su madre.

Olivia desvió la mirada hacia él. ¿Por qué le preguntaba eso? ¿Por qué hablaba con ella siquiera? Ya había dicho lo que tenía decir, ¿verdad?

Era un hombre repugnante. No por los papeles de la chimenea, ni el estrafalario sombrero, pero sí por esto. Por el aquí y ahora. Era simplemente repugnante.

Arrogante.

Un pesado.

Y bastantes cosas más, seguro, sólo que estaba demasiado aturullada para pensar con claridad. La búsqueda de sinónimos requería una cabeza mucho más clara de lo que podía conseguir tener en su presencia.

– Se me había ocurrido ayudarle a buscarla -dijo sir Harry-, pero, lamentablemente, no la conozco.

– Se parece un poco a mí -explicó Olivia distraídamente. Y luego, por alguna razón que no supo identificar, añadió-: Bueno, más bien yo me parezco a ella.

Harry sonrió al oír eso, esbozó una sonrisa, y tuvo la extrañísima sensación de que por una vez él no se estaba riendo de ella. No trataba de provocarla, únicamente… sonreía.

Era desconcertante.

Olivia no pudo apartar la vista.

– Siempre he valorado la precisión lingüística -dijo él en voz baja.

Ella lo miró fijamente.

– Es usted un hombre muy extraño.

Se habría muerto de vergüenza, porque no era ésa la clase de cosas que decía normalmente en voz alta, sólo que él se lo tenía merecido. Y ahora se estaba riendo. Era de suponer que de ella.

Se tocó el cuello. Tal vez, si se pellizcaba a sí misma, la marca pasaría por una pústula.

Enfermedades que sé cómo fingir,

por Olivia Bevelstoke.

Resfriado.

Dolencia pulmonar.

Migraña.

Esguince de tobillo.

Lo último no era exactamente una enfermedad, pero en algunos momentos sin duda era útil.

– ¿Bailamos, lady Olivia?

Como ahora mismo. Sólo que se le había ocurrido demasiado tarde.

– Quiere bailar -repitió ella. Le parecía inconcebible que él quisiera bailar, y aún más inconcebible que creyera que ella lo haría.

– Así es -contestó él.

– ¿Conmigo?

A sir Harry pareció divertirle la pregunta, aunque se mostró amable.

– Había pensado en pedírselo a mi primo, puesto que es la única persona de la sala cuyo parentesco conmigo puedo afirmar, pero eso provocaría un pequeño escándalo ¿no cree?

– Creo que se ha acabado la música -dijo Olivia. Si no era cierto, faltaría poco para que acabase.

– Entonces bailaremos la siguiente.

– ¡No he accedido a bailar con usted! -Olivia se mordió el labio. Hablaba como una idiota. Una idiota irascible, la peor clase de idiota que había.

– Pero lo hará -repuso él con seguridad.

Desde que Winston le dijese a Neville Berbrooke que ella estaba «interesada» en él, no había tenido tantas ganas de pegar a un ser humano. Es más, lo habría hecho, de haber creído que podía salirse con la suya.

– La verdad es que no tiene otra opción -continuó él.

¿Dónde le dolería más? ¿En la mandíbula o en un lado de la cabeza?

– ¡Y quién sabe! -Sir Harry se acercó a ella, su mirada ardiente a la luz de las velas-. Puede que le guste.

En un lado de la cabeza. De todas todas. Si lo golpeaba con un movimiento amplio y arqueado, quizá le haría perder el equilibrio. Le haría gracia verlo despatarrado en el suelo. Sería una escena maravillosa. Puede que se diera un golpe con una mesa o, mejor aún, que en la caída se agarrase del mantel, llevándose consigo la ponchera y toda la cristalería tallada de la señora Smythe-Smith.

– ¿Lady Olivia?

Habría fragmentos de cristal por doquier. Tal vez sangre también.

– ¿Lady Olivia?

Si no podía llevarlo realmente a la práctica, podía al menos fantasear sobre ello.

– ¿Lady Olivia? -Sir Harry le ofreció la mano.

Ella desvió la vista hacia él. Seguía erguido y no había ni una mota de sangre ni cristales rotos a la vista. ¡Qué lástima! Y esperaba claramente que ella aceptase su invitación a bailar.

Por desgracia, se salió con la suya. Olivia no tuvo alternativa. Podía seguir insistiendo (y probablemente lo haría) en que jamás lo había visto con anterioridad a esta velada, pero ambos sabían la verdad.

No sabía con seguridad qué pasaría si sir Harry anunciaba ante la gente allí congregada que ella había estado espiándolo cinco días desde la ventana de su habitación, pero bueno, eso no pasaría. Los rumores serían brutales. En el mejor de los casos tendría que esconderse en casa durante una semana para evitar el chismorreo; en el peor, podría verse instada a casarse con el palurdo ése.

¡Santo Dios!

– Me encantaría bailar -se apresuró a decir Olivia, aceptando su mano extendida.

– Entusiasmo además de precisión -dijo él en voz baja.

Ese hombre era verdaderamente raro.

Se plantaron en la pista de baile momentos antes de que los músicos levantaran sus instrumentos.

– Es un vals -dijo sir Harry nada más oír las dos primeras notas. Olivia le lanzó una mirada de asombro y curiosidad. ¿Cómo podía saberlo tan deprisa? ¿Tenía dotes musicales? Eso esperaba. Significaba que la velada habría sido mayor tortura para él que para ella.

Sir Harry cogió su mano derecha y la sostuvo en el aire en la posición adecuada. Como si el contacto de sus manos no fuese lo bastante alarmante, puso la otra mano donde terminaba su espalda. Estaba tibia. No, caliente. Y Olivia sintió un hormigueo en lugares muy extraños.

Había bailado un montón de valses. Incluso tal vez cientos; pero nunca había sentido nada parecido a esto cuando le habían puesto una mano donde la espalda perdía su nombre.

Era porque aún estaba inquieta. En su presencia estaba nerviosa. Debía de ser por eso.

La agarraba con firmeza, aunque con bastante suavidad a la vez, y parecía un buen bailarín. No, era un magnífico bailarín, mucho mejor que ella. Olivia daba el pego, pero nunca sería una gran bailarina. La gente decía que sí, pero sólo por su belleza.

No era justo, ella era la primera en reconocerlo, pero en Londres una mujer podía conseguir bastantes cosas simplemente por ser guapa.

Claro que eso también quería decir que nunca la consideraban inteligente. Había sido así durante toda su vida. La gente siempre se había imaginado que era una especie de muñeca de porcelana, que estaba ahí para hacer bonito y que la vieran, y para no hacer absolutamente nada.