A veces Olivia se preguntaba si quizá por eso en ocasiones se portaba mal. Nunca nada por lo que llevarse las manos a la cabeza; era excesivamente prudente. Pero tenía fama de hablar con demasiada franqueza y de expresar sus opiniones con demasiada contundencia. En cierta ocasión Miranda le había dicho que por nada del mundo desearía ser tan guapa, y Olivia no lo había entendido, no del todo. No hasta que Miranda se hubo marchado y no quedó nadie con quien mantener una conversación verdaderamente deliciosa.
Levantó la vista hacia sir Harry, tratando disimuladamente de escudriñar su rostro. ¿Era guapo? Supuso que sí. Tenía una pequeña cicatriz, que apenas se le notaba en realidad, cerca de la oreja izquierda y unas mejillas un poco más prominentes de lo que marcaba la belleza clásica, pero aun así tenía algo. ¿Inteligencia? ¿Intensidad?
Se fijó en que también tenía unas cuantas canas junto a las sienes. Se preguntaba qué edad tendría.
– Baila usted con mucho garbo -dijo él.
Olivia puso los ojos en blanco. No pudo evitarlo.
– ¿Se ha vuelto usted inmune a los cumplidos, lady Olivia?
Ella lo fulminó con la mirada; no se merecía menos. También él le había hablado con dureza, en un tono rayano al insulto.
– Tengo entendido -dijo sir Harry, haciéndola girar con pericia hacia la derecha- que ha roto corazones por toda la ciudad.
Ella se puso tensa. Era justo la clase de frase que a la gente le gustaba decirle, creyendo que se enorgullecía de ello, pero no era así. Más aún, le dolía que todo el mundo pensara eso.
– No me parece un comentario amable ni apropiado.
– ¿Hace usted siempre lo apropiado, lady Olivia?
Ella lo miró indignada, pero únicamente unos segundos. Sus miradas se encontraron, y ahí estaba de nuevo esa inteligencia. Esa intensidad. Tuvo que apartar la mirada.
Era una cobarde. Una excusa lamentable, inconsistente y pobre para… para… en fin, para su conciencia. Jamás se había echado atrás en una batalla de voluntades. Y se odiaba a sí misma por hacerlo ahora.
Cuando volvió a oír la voz de sir Harry, fue más cerca del oído, su aliento caliente y húmedo.
– ¿Y es usted siempre amable?
Olivia apretó los dientes. Sir Harry la estaba provocando, y si bien le encantaría hacerle un desaire, se contuvo; al fin y al cabo, era lo que él trataba de conseguir. Quería que ella reaccionase para poder hacerle lo mismo.
Además, no se le ocurría nada convenientemente demoledor.
La mano de sir Harry se deslizó por su espalda; una presión sutil y experta que la guiaba en el baile. Giraron, volvieron a girar y Olivia vislumbró a Mary Cadogan, que tenía los ojos muy abiertos y la boca formando un óvalo perfecto.
Genial. Mañana por la tarde toda la ciudad sabría que había bailado con sir Harry Valentine. Bailar un solo baile con un caballero no debería ser motivo de escándalo, pero Mary estaba suficientemente fascinada con ese hombre como para encontrar la manera de contarlo de corrido y de que pareciese tremendamente au courant.
– ¿Cuáles son sus aficiones, lady Olivia? -le preguntó él.
– ¿Mis aficiones? -repitió ella, preguntándose si alguien le había preguntado eso con anterioridad. Desde luego no de una forma tan directa.
– ¿Canta? ¿Pinta acuarelas? ¿Clava agujas en esas telas que se enganchan en un aro?
– Se llama bordar -aclaró ella un tanto exasperada; el tono de sir Harry era casi burlón, como si no esperara que ella tuviera aficiones.
– ¿Borda?
– No. -Olivia detestaba el bordado. Siempre lo había detestado. Y tampoco se le daba bien.
– ¿Toca algún instrumento?
– Me gusta cazar -contestó ella sin rodeos, esperando poner fin a la conversación. No era del todo cierto, pero en realidad tampoco era mentira. No le gustaba la caza.
– Una mujer a la que le gustan las escopetas -dijo sir Harry en voz baja.
¡Por Dios bendito, esta velada no acabaría nunca! Frustrada, Olivia soltó un suspiro.
– ¿Es éste un vals extraordinariamente largo?
– Creo que no.
Hubo algo en su tono que le llamó la atención y Olivia alzó la vista justo a tiempo para ver sus labios curvándose mientras decía:
– Únicamente le parece largo porque no le caigo bien.
Ella ahogó un grito. Era verdad, por supuesto, pero sir Harry no debería haberlo dicho.
– Tengo un secreto, lady Olivia -susurró él, bajando la cabeza todo lo que pudo sin invadir su territorio-. Usted tampoco me cae bien.
Varios días después a Olivia seguía sin caerle bien sir Harry. Daba igual que no hubiera hablado con él, que ni siquiera lo hubiera visto. Sabía que existía y al parecer eso bastaba.
Cada mañana una de las doncellas entraba en su alcoba y descorría las cortinas, y cada mañana, en cuanto la doncella se iba, Olivia se levantaba de un salto y las volvía a correr de un tirón. Se negaba a darle motivos para que la acusara otra vez de espiarlo.
Además, así él dejaría de espiarla a ella.
Ni tan siquiera había salido a la calle desde la noche del recital. Había fingido un resfriado (fue muy fácil afirmar que Winston se lo había contagiado) y se había quedado en casa. No es que le preocupara toparse con sir Harry. ¿Qué probabilidades había realmente de que bajasen los escalones frontales de sus casas al mismo tiempo? ¿O de que regresaran a éstas a la vez? ¿O de que se vieran en Bond Street o en Gunther's? ¿O en una fiesta?
No tropezaría con él. Incluso pensaba muy poco en ello.
No, la cuestión principal pasaba por evitar a sus amigas. Mary Cadogan se había acercado a verla al día siguiente del recital y luego al otro y al otro. Finalmente, lady Rudland le dijo que cuando su hija se encontrase mejor, le mandaría un mensaje.
No se imaginaba teniendo que hablarle a Mary Cadogan de su conversación con sir Harry. Si ya era bastante horrible recordarla, cosa que al parecer hacía con todo detalle, tener que relatársela a otro ser humano…
Casi bastaba para hacer que un resfriado desembocase en la peste.
Lo que detesto de sir Harry Valentine,
por la normalmente benévola
lady Olivia Bevelstoke.
Creo que piensa que no soy muy inteligente.
Sé que piensa que no soy muy amable.
Me hizo chantaje para que bailase con él.
Baila mejor que yo.
Sin embargo, después de tres días de aislamiento autoimpuesto, Olivia se moría de ganas de sobrepasar los límites de su casa y su jardín. Tras decidir que el mejor momento para evitar a otras personas era a primera hora de la mañana, se puso el sombrero y los guantes, cogió el periódico matutino recién traído y se encaminó hacia su banco favorito de Hyde Park. Su doncella, quien a diferencia de ella le gustaba bordar, la acompañó agarrada con fuerza a su bordado y protestando por la hora.
Hacía una mañana espléndida: cielo azul, nubes esponjosas y una brisa ligera. Un tiempo perfecto, en realidad, y no había nadie a la vista.
– ¡Venga, Sally! -le gritó a su doncella, que iba al menos dos metros rezagada.
– Es muy pronto -se quejó ésta.
– Son las siete y media -le dijo Olivia, deteniéndose unos instantes para dejar que Sally le diese alcance.
– Eso es pronto.
– En circunstancias normales estaría de acuerdo contigo, pero resulta que creo que estoy empezando una nueva etapa. ¿Has visto lo bonito que está el día? El sol brilla, hay música en el aire…
– Yo no oigo ninguna música -refunfuñó Sally.
– Los pájaros, Sally. El trino de los pájaros.
La doncella siguió sin convencerse.
– Esa nueva etapa de la que habla… digo yo que no querría plantearse volver a la anterior, ¿verdad?
Olivia sonrió de oreja a oreja.
– No será tan horrible. En cuanto lleguemos al parque nos sentaremos y disfrutaremos del sol. Yo leeré el periódico, tú bordarás y nadie nos molestará.