Olivia sacudió la mano en una dirección indeterminada.
– Se ha ido con la doncella de Mary. Estoy convencida de que volverá en cualquier momento.
Harry no tenía respuesta para eso, así que dijo:
– Tiene usted una relación curiosa con su hermano.
Ella se encogió de hombros, tratando claramente de deshacerse de él cuanto antes.
– A mí el mío me detesta.
Eso captó el interés de Olivia. Se giró, sonrió con excesiva dulzura y dijo:
– Me gustaría conocerlo.
– No me cabe duda -contestó él-. No suele venir por mi despacho, pero cuando se levanta a una hora razonable, desayuna en el comedor pequeño, cuyas ventanas están justo dos más allá que mi despacho, hacia la fachada frontal de la casa. Puede intentar encontrarlo allí.
Ella lo miró con dureza. Él, a cambio, le dedicó una sonrisa forzada.
– ¿Por qué está aquí? -inquirió Olivia.
Harry señaló su montura.
– He salido a cabalgar.
– No, ¿por qué está aquí? -dijo ella entre dientes-. En este banco. Sentado a mi lado.
Él pensó unos instantes en eso.
– Me saca usted de quicio.
Olivia frunció los labios.
– Bueno -dijo ella con cierta brusquedad-. Me imagino que es justo.
Expresó su opinión con bastante cordialidad, si bien el tono no fue cordial; al fin y al cabo, tan sólo unos minutos antes le había dicho a Harry que le resultaba irritante.
Entonces llegó su doncella. Harry la oyó antes de verla, porque caminaba pisoteando enfadada la hierba húmeda y tenía una pizca de evidente acento cockney en la voz.
– ¿Por qué esa mujer parece pensar que yo debería aprender francés? Es ella la que está en Inglaterra, digo yo. ¡Ohhh! -Hizo un alto, mirando a Harry con cierta sorpresa. Al continuar hablando, lo hizo con una voz y un acento considerablemente más refinados-. Lo lamento, señora. No me había dado cuenta de que tenía usted compañía.
– Sir Harry Valentine ya se va -dijo lady Olivia, con absoluta dulzura y naturalidad. Se giró hacia él con una sonrisa tan deslumbrante y alegre que acabó entendiendo el porqué de todos esos corazones rotos de los que no paraba de oír hablar-. Muchísimas gracias por la compañía, sir Harry -le dijo.
A él se le cortó la respiración y pensó que Olivia mentía sumamente bien. Si no acabase de pasar los últimos 10 minutos con la dama a la que en su mente se refería ya como «la chica arisca», él mismo se habría podido enamorar de ella.
– Como bien dice, lady Olivia -dijo él en voz baja-, me voy ya.
Y eso hizo, con la firme intención de no volverla a ver nunca más.
Como mínimo no intencionadamente.
Tras haber borrado de su mente todo pensamiento sobre lady Olivia, avanzada la mañana Harry volvió al trabajo y por la tarde se hallaba inmerso en un sinfín de modismos rusos.
Kogda rak na goryeh svistnyet = Cuando el cangrejo silbe en la montaña = Cuando las ranas críen pelo.
Sdelatz slona iz mukha = Hacer un elefante de una mosca = Hacer una montaña de un grano de arena.
S dokhlogo kozla i shersti klok = Incluso un jirón de lana de una cabra muerta tiene algún valor =
Equivale a…
Equivale a…
Estuvo varios minutos reflexionando sobre esto mientras repiqueteaba distraídamente la pluma contra el papel secante, y estaba a punto de rendirse y pasar a otra cosa cuando oyó que llamaban a la puerta.
– Adelante. -No levantó la vista. Hacía mucho que no era capaz de mantener la atención durante un párrafo entero; no iba a perder el ritmo ahora.
– Harry.
La pluma de Harry se detuvo. Se había imaginado que sería el mayordomo con el correo vespertino, pero ésa era la voz de su hermano pequeño.
– Edward -dijo, asegurándose de que sabía exactamente en qué punto de la traducción se había quedado antes de levantar los ojos-. ¡Qué agradable sorpresa!
– Ha llegado esto para ti. -Edward atravesó la habitación y dejó un sobre en su mesa-. Lo ha traído un mensajero.
En el exterior del sobre no aparecía indicado el remitente, pero la caligrafía le resultó familiar. Procedía del Departamento de Guerra y casi con toda seguridad sería importante; casi nunca le mandaban comunicados de esta índole directamente a su casa. Harry dejó el sobre a un lado con la intención de leer su contenido cuando estuviese solo. Edward sabía que su hermano traducía documentos, pero no sabía para quién. Hasta ahora Harry no había detectado en él indicio alguno de que le pudiera hacer depositario del asunto.
Sin embargo, la misiva podía esperar unos minutos. Ahora mismo Harry sentía curiosidad por la presencia de su hermano en su despacho. Edward no tenía por costumbre repartir cosas por la casa. Aun cuando la carta hubiera sido para él, con toda probabilidad la habría dejado en la bandeja del vestíbulo para que el mayordomo se ocupase de ella.
De hecho, Edward no se comunicaba con él a menos que se viese obligado a hacerlo por influencias externas o por necesidad; necesidad que normalmente era de índole pecuniaria.
– ¿Cómo estás hoy, Edward?
Éste se encogió de hombros. Parecía cansado, tenía los ojos rojos e hinchados. Harry se preguntó hasta qué hora habría salido la noche anterior.
– Esta noche Sebastian cenará con nosotros -anunció Harry. Edward casi nunca comía en casa, pero Harry pensó que quizá lo hiciese si sabía que Seb estaría allí.
– Tengo otros planes -dijo Edward, pero luego añadió-: aunque tal vez podría posponerlos.
– Te lo agradecería.
Edward se quedó plantado en el centro del despacho, era la viva imagen de un chico enfurruñado y hosco. Ahora tendría 22 años y Harry suponía que se consideraba todo un hombre, pero sus modales eran inmaduros y su mirada aún aniñada.
Aniñada, no juvenil. A Harry le preocupó lo demacrado que parecía. Edward bebía demasiado y probablemente durmiese demasiado poco, aunque no era como su padre. Harry no sabía con exactitud en qué se diferenciaban, salvo en que sir Lionel siempre fue alegre. Menos cuando estaba triste y le daba por pedir perdón sin parar, pero en general a la mañana siguiente no recordaba nada.
En cambio, Edward era diferente. El abuso del alcohol no lo volvía efusivo. Harry no se lo imaginaba encaramándose a una silla y deshaciéndose en elogios acerca de lo maravilloza que era una ezcuela. En las escasas ocasiones en que comían juntos, Edward no intentaba ser simpático y alegre; antes bien, se sentaba en un silencio pétreo, sin responder a nada más que a las preguntas que se le formulaban directamente, cosa que hacía tan sólo con las palabras indispensables.
Harry era plenamente consciente de que no conocía a su hermano, de que no sabía qué pensaba ni cuáles eran sus aficiones. La mayoría de los años de formación de Edward los había pasado fuera, en Europa, luchando junto a Seb en el decimoctavo regimiento de húsares. A su regreso trató de reencauzar la relación, pero Edward no quiso saber nada de él. Estaba aquí, en su casa, únicamente porque no podía permitirse una vivienda propia. Era el hermano pequeño ideal, básicamente sin herencia y sin aptitudes aparentes. Se había burlado de la sugerencia que le había hecho de que también se alistara en el ejército, acusándolo de querer únicamente deshacerse de él.
Harry no se molestó en sugerirle el clero. Resultaba difícil imaginarse a Edward guiando a alguien hacia la rectitud moral y, además, no quería deshacerse de él.
– A principios de esta semana recibí una carta de Anne -mencionó Harry. Su hermana, que se había casado con William Forbush a los 17 años y a la que todo le iba sobre ruedas, había ido a parar nada más y nada menos que a Cornualles. Cada mes le enviaba una carta a Harry repleta de novedades sobre su prole, y él le contestaba en ruso, insistiéndole en que si no practicaba el idioma lo acabaría olvidando del todo.