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Una de las respuestas de Anne había sido la advertencia de su hermano, recortada de su carta y pegada en una nueva hoja de papel, seguida de la siguiente frase en inglés: «Ésa es mi intención, querido hermano».

Harry se había reído, pero no había dejado de escribirle en ruso. Seguramente ella se tomaba el tiempo de leer y traducir, porque cuando le contestaba a menudo le formulaba preguntas sobre cosas que él había escrito.

Era una correspondencia amena; Harry esperaba siempre ansioso sus cartas.

A Edward no le escribía. Antes solía hacerlo, pero paró al darse cuenta de que él nunca le devolvería el gesto.

– Los niños están bien -continuó Harry. Anne tenía cinco hijos, todos chicos menos la última. Él se preguntaba qué aspecto tendría ahora su hermana; no la había visto desde que se fue al ejército.

Entonces se reclinó en su silla, esperando. Lo que fuese. Que Edward hablara, que se moviera o que le diese una patada a la pared. Principalmente esperaba que le pidiese un adelanto de la mensualidad, ya que seguramente ésa era la razón de su presencia allí. Pero Edward no dijo nada y se limitó a arrastrar la punta del pie por el suelo, enganchando el borde de la alfombra de tonos oscuros y levantándolo antes de volver a bajarlo de un talonazo.

– ¿Edward?

– Será mejor que leas la carta -dijo Edward con brusquedad mientras se disponía a marcharse-. Han dicho que era importante.

Harry aguardó a que se hubiera marchado y a continuación cogió la misiva del Departamento de Guerra. No era habitual que contactasen con él de esta manera; normalmente mandaban a alguien que le entregaba los documentos en mano. Giró el sobre, usó el dedo índice para romper el sello y luego lo abrió.

La carta era breve, únicamente de dos frases, pero clara. Harry tenía que personarse de inmediato en las oficinas del Edificio de la Caballería Real Británica de Whitehall.

Refunfuñó. Algo que requiriese su presencia física no podía ser bueno. La última vez que lo convocaron fue para ordenarle que se hiciese pasar por la niñera de una anciana condesa rusa. No se separó de su lado en tres semanas. Ella se quejó del calor, de la comida, de la música… De lo único que no se quejó fue del vodka, pero porque se lo había traído consigo.

Y, además, insistió en compartirlo con él. Comentó que hablando Harry ruso tan bien como hablaba, no podía beber aquella bazofia británica. La verdad es que en ese aspecto le recordaba un poco a su abuela.

Pero Harry no bebió, ni siquiera una gota, y se pasó noche tras noche derramando el contenido de su vaso en una maceta.

Por extraño que parezca, la planta creció. Muy posiblemente el mejor momento de la misión fue cuando el mayordomo se quedó mirando con asombro el milagro botánico y dijo: «No pensé que esta planta daría flores».

Aun así, no tenía ganas de repetir la experiencia. Por desgracia, casi nunca podía permitirse el lujo de decir que no. Lo cual no dejaba de ser curioso, porque lo necesitaban. Los traductores del ruso no abundaban precisamente. Y, sin embargo, daban por sentado que cumpliría sus órdenes sin chistar.

Harry contempló fugazmente la posibilidad de concluir la página en la que estaba trabajando antes de salir, pero decidió no hacerlo. Lo mejor sería sacárselo de encima cuanto antes.

Y, además, la condesa había regresado a San Petersburgo, era de suponer que para protestar por el frío, el sol y la falta de caballeros ingleses obligados a atender todos sus deseos.

Sea lo que fuere lo que quisieran de él, seguro que no sería tan horrible como la misión anterior.

Capítulo 7

Fue peor.

– ¿El príncipe qué? -inquirió Harry.

– El príncipe Alexei Ivanovich Gomarovsky -contestó el señor Winthrop, el enlace habitual de Harry con el Departamento de Guerra. Puede que Winthrop tuviese un nombre de pila, pero de ser así no se lo habían comunicado. Era simplemente el señor Winthrop, de estatura media y complexión normal, de pelo castaño normal y una cara absolutamente gris. Que Harry supiera, jamás salía del edificio del departamento.

– No nos gusta -dijo Winthrop con muy poca inflexión de voz-. Nos pone nerviosos.

– ¿Qué creen que podría hacer?

– No estamos seguros -contestó el enlace, que no pareció captar el sarcasmo de Harry-. Pero hay una serie de aspectos de su visita que lo ponen bajo sospecha. El principal, su padre.

– ¿Su padre?

– Ivan Alexandrovich Gomarovsky. Ya fallecido. Era partidario de Napoleón.

– ¿Y el príncipe sigue siendo un peso influyente en la sociedad rusa? -A Harry le costaba creer eso. Habían pasado nueve años desde que los franceses invadieran Moscú, pero las relaciones franco-rusas seguían siendo cuando menos frías. El zar y sus seguidores no supieron entender la invasión napoleónica. Y los franceses tienen buena memoria; la humillante y devastadora retirada se les quedó grabada durante muchos años.

– Las actividades traicioneras de su padre nunca fueron descubiertas -explicó Winthrop-. Murió el año pasado por causas naturales y aún se consideraba que era un fiel servidor del zar.

– ¿Cómo sabemos que era un traidor?

Winthrop le quitó importancia a la pregunta haciendo un gesto indefinido con la mano.

– Tenemos información.

Harry decidió dar eso por válido, ya que probablemente no le contarían nada más.

– Asimismo, nos sorprende el momento exacto elegido para la visita del príncipe. Ayer llegaron a la ciudad tres conocidos simpatizantes de Napoleón, dos de ellos súbditos británicos.

– ¿Permiten que los traidores queden en libertad?

– Con frecuencia es en beneficio propio que dejamos que el adversario crea que pasa inadvertido. -Winthrop se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa-. Bonaparte está enfermo, probablemente morirá. Se está consumiendo.

– ¿Bonaparte? -preguntó Harry no muy convencido. Había visto al tipo ése en una ocasión. De lejos, naturalmente. Era bajito, sí, pero tenía una barriga prominente. Resultaba difícil imaginárselo flaco y demacrado.

– Nos hemos enterado -Winthrop revolvió unos cuantos papeles de su escritorio hasta que dio con lo que buscaba- de que le han estrechado los pantalones doce centímetros prácticamente.

Muy a su pesar, Harry estaba impresionado. Nadie podría acusar al Departamento de Guerra de falta de atención a los detalles.

– No huirá de Santa Elena -continuó Winthrop-. Pero debemos mantener la alerta. Siempre habrá quienes conspiren en su nombre. Creemos que es posible que el príncipe Alexei sea una de esas personas.

Harry exhaló malhumorado, porque quería que Winthrop supiera que no deseaba en absoluto verse envuelto en esta clase de asuntos. Era traductor, ¡por el amor de Dios! Le gustaban las palabras. El papel. La tinta. No le gustaban los príncipes rusos y no tenía ganas de pasarse las tres semanas siguientes fingiendo lo contrario.

– ¿Qué quieren de mí? -preguntó-. Ya saben que no me involucro en actividades de espionaje.

– Ni pretendemos que lo haga -repuso Winthrop-. Sus dotes lingüísticas son demasiado valiosas para nosotros como para tenerlo escondido en algún oscuro rincón esperando que no le disparen.

– Cuesta creer que tengan problemas para contratar espías -musitó Harry.

A Winthrop se le volvió a escapar el sarcasmo.

– Su dominio del ruso, junto con su posición social, lo convierten en la persona ideal para vigilar al príncipe Alexei.

– No hago mucha vida social -le recordó Harry.

– No, pero podría hacerla.

Las palabras de Winthrop flotaron amenazadoramente en la sala. Harry sabía de sobras que tan sólo había otro hombre en el Departamento de Guerra cuya fluidez en ruso fuese equiparable a la suya. También sabía que George Fox era hijo de un posadero que había contraído matrimonio con una chica rusa que había venido a Inglaterra en calidad de criada de un diplomático. Fox era un buen hombre, perspicaz y valiente, pero jamás lograría acceder a las mismas reuniones sociales que un príncipe. Francamente, él tampoco estaba tan seguro de lograrlo.