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Pero Sebastian, con su posible condado, quizá sí. Y no sería la primera vez que Harry lo acompañaba.

– No le pediremos que actúe directamente -dijo Winthrop-, aunque con sus antecedentes en Waterloo estamos convencidos de que sería más que capaz de hacerlo.

– Lo de combatir se acabó -le advirtió Harry. Y era verdad. Los siete años en Europa habían sido suficientes. No tenía la intención de volver a esgrimir un sable.

– Lo sabemos. Por eso lo único que le pedimos es que lo vigile. Que escuche sus conversaciones cuando pueda y que nos informe de cualquier cosa que le parezca sospechosa.

– Sospechosa -repitió Harry. ¿Acaso pensaban que el príncipe revelaría sus secretos en el club Almack's? Había pocos hablantes de ruso en Londres, pero seguramente el príncipe no sería tan estúpido como para dar por sentado que nadie entendería lo que dijera.

– La orden viene de Fitzwilliam -dijo Winthrop en voz baja.

Harry levantó la vista de golpe. Fitzwilliam era el director del Departamento de Guerra. Oficialmente no, por supuesto. Oficialmente ni siquiera existía. Harry no sabía su verdadero nombre y no estaba seguro de saber qué aspecto tenía; las dos veces que se habían visto, su aspecto estaba tan cambiado que no fue capaz de discernir qué era real y qué era parte del disfraz.

Pero sabía que si Fitzwilliam ordenaba algo, había que hacerlo.

Winthrop cogió una carpeta de su escritorio y se la entregó a Harry.

– Lea esto. Es nuestro dossier sobre el príncipe.

Harry cogió los documentos y se dispuso a levantare, pero Winthrop lo detuvo diciéndole con voz áspera:

– La carpeta no puede salir del edificio.

Harry fue consciente de pararse, la clase de interrupción del movimiento molesta y exagerada que uno hacía cuando se lo ordenaban. Se volvió a sentar, abrió la carpeta, extrajo las hojas de papel y empezó a leer.

Príncipe Alexei Ivanovich Gomarovsky, hijo de Ivan Alexandrovich Gomarovsky, nieto de Alexei Pavlovich Gomarovsky, etcétera, etcétera, soltero; no había constancia de que estuviese prometido. Estaba en Londres para visitar al embajador, su primo sexto.

– ¡Caray! Están todos emparentados -dijo Harry entre dientes-. Probablemente sea pariente mío.

– ¿Cómo dice?

Harry le lanzó una fugaz mirada a Winthrop.

– Disculpe.

Viajaba con un séquito de ocho personas, incluido un diplomático consorte asombrosamente corpulento e intimidatorio. Le gustaba el vodka (lógicamente), el té inglés (¡qué mente tan abierta la suya!) y la ópera.

Harry asintió mientras leía. Tal vez no sería tan horrible. La ópera le gustaba, pero nunca encontraba tiempo para ir. Ahora sería un requisito; magnífico.

Volvió la página. Había un retrato del príncipe. Lo sostuvo en el aire.

– ¿Se parece al del dibujo?

– No mucho -admitió Winthrop.

Harry puso el dibujo debajo de la última página. ¿Por qué se molestaban en dárselo entonces? Continuó leyendo, reuniendo retazos de la historia personal del príncipe. Su padre había muerto a los 63 años de una enfermedad cardiaca. No hubo sospechas de envenenamiento. Su madre aún vivía, repartiendo su tiempo entre San Petersburgo y Nizhni Nóvgorod.

Saltó a la última página. Al parecer, el príncipe era un mujeriego y se decantaba preferentemente por las rubias. En las dos semanas que llevaba en Londres había acudido seis veces al burdel más exclusivo de la ciudad. También había asistido a numerosos actos sociales, posiblemente en busca incluso de una esposa británica. Se rumoreaba que la fortuna que tenía en Rusia había disminuido y que quizá necesitase una novia de dote considerable. Se había fijado especialmente en la hija de…

– ¡Oh, no!

– ¿Hay algún problema? -inquirió Winthrop.

Harry levantó el papel, aunque desde el otro lado de su escritorio Winthrop no podía leer lo que estaba escrito.

– Lady Olivia Bevelstoke -dijo, su voz cargada de penosa incredulidad.

– Sí. -Eso fue todo. Un simple sí.

– La conozco.

– Lo sabemos.

– No me cae bien.

– Lamentamos oír eso. -Winthrop carraspeó-. No lamentamos, sin embargo, enterarnos de que la casa de los Rudland queda justamente al norte de la casa que acaba de alquilar usted.

Harry rechinó los dientes.

– No estamos equivocados al respecto, ¿verdad?

– No -contestó Harry a regañadientes.

– Bien. Porque es básico que la vigile a ella también.

Harry no fue capaz de disimular su disgusto.

– ¿Será eso un problema?

– ¡Por supuesto que no, señor! -dijo Harry, puesto que ambos sabían que la pregunta era puramente retórica.

– No es que sospechemos que lady Olivia esté en connivencia con el príncipe, pero sí creemos, a la vista del documentado talento seductor de éste, que ella podría caer en un error.

– ¿Tienen pruebas de su talento para seducir? -repitió Harry, que no quería ni saber cómo las habían conseguido.

De nuevo, el impreciso gesto de Winthrop rechazando su comentario.

– Tenemos nuestros métodos.

Harry estuvo a punto de decir que sería un alivio para Gran Bretaña que el príncipe lograra seducir a lady Olivia, pero algo se lo impidió. Un recuerdo fugaz, algo en sus ojos tal vez…

Fueran cuales fueran sus pecados, ella no merecía esto.

Sólo que…

– Contamos con usted para que lady Olivia no se meta en líos -estaba diciendo Winthrop.

Ella le había estado espiando.

– Su padre es un hombre ilustre.

Lady Olivia había dicho que le gustaban los revólveres. ¿Y no había dicho algo su doncella acerca del francés?

– Ella es muy conocida y querida entre la sociedad. Si le ocurriera algo, el escándalo sería irreparable.

Pero era imposible que ella supiese que Harry trabajaba para el Departamento de Guerra. Nadie lo sabía. Era un simple traductor.

– Nos resultaría imposible conducir nuestra investigación bajo las miradas que semejante desastre dirigiría hacia nosotros. -Winthrop hizo una pausa, por fin-. ¿Entiende lo que le digo?

Harry asintió. Seguía sin pensar que lady Olivia fuese una espía, pero, sin duda, le picaba la curiosidad; aunque se sentiría como un idiota si al final se equivocaba.

– Milady.

Olivia levantó la vista de la carta que le estaba escribiendo a Miranda. Se debatía entre hablarle o no de sir Harry. No se le ocurría nadie más a quien pudiera o quisiera contárselo, claro que tampoco era la clase de historia que tuviera sentido por escrito.

No estaba muy segura de que tuviera sentido alguno.

Alzó la vista. El mayordomo estaba en el umbral de la puerta, sosteniendo una bandeja de plata que contenía una tarjeta de visita.

– Un invitado, milady.

Levantó la mirada hacia el reloj que había sobre la repisa de la chimenea del salón. Era un poco pronto para las visitas y su madre aún estaba por ahí comprando sombreros.

– ¿Quién es, Huntley?

– Sir Harry Valentine, milady. Creo que ha alquilado la casa que queda al sur.

Olivia dejó lentamente la pluma. ¿Sir Harry? ¿Aquí?

«¿Por qué?»

– ¿Lo hago pasar?

Olivia no sabía por qué se lo preguntaba. Si sir Harry estaba en el recibidor, prácticamente podía ver a Huntley hablando con ella. No cabía la posibilidad de fingir que estaba ocupada. Asintió, ordenó las páginas de la carta, las metió en un cajón y luego se levantó porque tuvo la sensación de que necesitaba estar de pie cuando él llegase.

Harry apareció por la puerta instantes después, Vestido con sus habituales colores oscuros. Llevaba un pequeño paquete bajo el brazo.