– Sir Harry -dijo con naturalidad, ya de pie-. ¡Menuda sorpresa!
Él saludó con la cabeza.
– Siempre procuro ser un buen vecino.
Ella le devolvió el movimiento de cabeza, mirándolo con recelo mientras entraba en la sala.
Era incapaz de imaginarse por qué Harry habría decidido hacerle una visita. Había sido de lo más antipático con ella el día antes en el parque, y lo cierto era que ella no se había comportado mejor. No lograba recordar la última vez que había tratado tan mal a nadie, pero en su defensa cabía decir que le daba terror que él intentase volverla a chantajear, esta vez por algo mucho más peligroso que un baile.
– Espero no interrumpir nada -dijo él.
– En absoluto. -Olivia señaló el escritorio-. Estaba escribiéndole una carta a mi hermana.
– No sabía que tuviese una.
– Es mi cuñada -rectificó ella-, pero para mí es como si fuese mi hermana. La conozco de toda la vida.
Harry esperó a que ella se sentase en el sofá y a continuación hizo lo propio en la silla de estilo egipcio que había justo frente a Olivia. No parecía incómodo, lo que a ella le resultó curioso, ya que no le gustaba nada sentarse en esa silla.
– Le he traído esto -comentó él dándole el paquete.
– ¡Oh, gracias! -Lo cogió con cierta reticencia. No quería que este hombre le hiciera regalos, y desde luego no se fiaba de las motivaciones que lo llevaban a obsequiarla con uno.
– Ábralo -la instó él.
Había sido envuelto con sencillez y a Olivia le temblaban los dedos, aunque esperaba que no tanto como para que él pudiera verlo. Necesitó varios intentos para deshacer el nudo de la cinta, pero finalmente pudo abrir el papel.
– Un libro -dijo ella con cierta sorpresa. Por el peso y la forma del paquete, sabía que seguramente era un libro, pero no dejaba de ser una elección curiosa.
– Cualquiera puede traer flores -comentó él.
Olivia puso el libro del derecho (al desenvolverlo estaba al revés) y echó un vistazo al título. La señorita Butterworth y el barón demente. Esto sí que era una auténtica sorpresa.
– ¿Me ha traído una novela gótica?
– Una novela gótica escabrosa -matizó él-. Me pareció que era el tipo de regalo con el que quizá disfrutaría.
Ella levantó la vista hacia él, analizando el comentario.
Él le devolvió la mirada, como retándola a interpelarlo.
– La verdad es que no leo mucho -musitó ella.
Él arqueó las cejas.
– Quiero decir que sé leer -se apresuró a aclarar mientras la rabia crecía en su interior, tanto contra él como contra sí misma-. Pero no me gusta mucho.
Las cejas de Harry seguían arqueadas.
– ¿No está bien que lo reconozca? -preguntó ella con descaro.
Los labios de Harry se curvaron en una tenue sonrisa y transcurrió un momento angustiosamente largo antes de que dijera:
– Usted no piensa antes de hablar, ¿verdad?
– No muy a menudo -confesó ella.
– Pues intente hacerlo -replicó él señalando hacia el libro-. Pensé que le resultaría más ameno que el periódico.
Era justamente la clase de cosa que diría un hombre. Nadie parecía entender que ella prefería las noticias de la jornada a los absurdos productos de la imaginación ajena.
– ¿Usted lo ha leído? -inquirió Olivia, bajando la mirada para abrirlo por una página al azar.
– ¡No, por Dios! Pero mi hermana me ha hablado muy bien de él.
Ella levantó la vista de golpe.
– ¿Tiene usted una hermana?
– Parece que le sorprende.
Así era. No estaba segura del motivo, pero sus amigas habían considerado oportuno contarle todo sobre él y por alguna razón se habían dejado eso.
– Vive en Cornualles -explicó Harry-, rodeada de acantilados, leyendas y un montón de niños pequeños.
– ¡Qué descripción tan bonita! -Y lo decía en serio, además-. ¿Está muy unido a sus sobrinos?
– No.
A Olivia se le tuvo que reflejar la sorpresa en la cara, porque él dijo:
– ¿No está bien que lo reconozca?
Ella se rio sin pretenderlo.
– ¡Chapó, sir Harry!
– Me encantaría dedicarme más a mis sobrinos -le explicó él a Olivia con una sonrisa más cálida y sincera-, pero no se me ha presentado la oportunidad de conocer a ninguno de ellos.
– Lógico -musitó ella-, ha pasado muchos años en Europa.
Harry ladeó muy levemente la cabeza. Ella se preguntó si él hacía eso siempre que sentía curiosidad.
– Sabe usted bastantes cosas sobre mí -dijo.
– Eso lo sabe todo el mundo. -Lo cierto era que sir Harry no tenía de qué extrañarse.
– En Londres no hay demasiada privacidad, ¿verdad?
– Casi ninguna. -Las palabras salieron de su boca antes de caer en la cuenta de lo que había dicho, de lo que quizás acababa de reconocer-. ¿Le apetece un té? -le preguntó ella, cambiando hábilmente de tema.
– Me encantaría, gracias.
Una vez que Olivia hubo llamado a Huntley y le dio instrucciones, Harry dijo en un tono totalmente familiar:
– Es lo que más eché de menos en el ejército.
– ¿El té? -A Olivia le resultaba difícil de creer.
Él asintió.
– Me moría por tomar uno.
– ¿No se ocuparon de proporcionárselo? -Por alguna razón Olivia le pareció simplemente inaceptable.
– Algunas veces. Otras tuvimos que pasar sin él.
Hubo algo en su voz (melancólica y juvenil) que a Olivia le hizo sonreír.
– Espero que el nuestro obtenga su aprobación.
– No tengo manías.
– ¿En serio? Pensaba que gustándole tantísimo sería usted un entendido en té.
– Al contrario, me he quedado tantas veces sin tomarme uno que doy gracias por cada gota.
Ella se rio.
– ¿De veras fue el té lo que echó de menos? La mayoría de los caballeros que conozco dirían que el brandy. O el oporto.
– El té -dijo él con firmeza.
– ¿Toma café?
Harry sacudió la cabeza.
– Es demasiado amargo.
– ¿Chocolate?
– Únicamente con un montón de azúcar.
– Es usted un hombre muy interesante, sir Harry.
– Soy perfectamente consciente de que me encuentra usted interesante.
A Olivia se le sonrojaron las mejillas. Este hombre empezaba realmente a gustarle. Y lo peor de todo era que tenía algo. Ella lo había estado espiando, lo cual fue una grosería. Pero aun así no hacía falta que él hiciera nada especial para que ella se sintiera incómoda.
Llegó el té, que le dejó aparcar momentáneamente las conversaciones trascendentales.
– ¿Leche? -le preguntó a Harry.
– Por favor.
– ¿Azúcar?
– No, gracias.
Olivia no se molestó en alzar la vista mientras comentaba:
– ¿En serio? ¿No toma azúcar y, en cambio, endulza el chocolate?
– Y el café, si me veo obligado a beberlo. Pero el té es algo totalmente diferente.
Olivia le pasó su taza y procedió a preparase la suya. Ocuparse de tareas rutinarias le producía cierta tranquilidad. Sus manos sabían lo que hacer en cada momento, los recuerdos de los movimientos llevaban mucho tiempo grabados en sus músculos. También la conversación resultaba reconfortante. Era sencilla y trivial, y sin embargo restauró su serenidad. Tanto que cuando Harry iba por el segundo sorbo, ella pudo por fin alterarle a él la suya y sonreírle con dulzura mientras le decía:
– Dicen que mató usted a su prometida.
Él se atragantó, lo cual le produjo a ella una gran satisfacción (su sorpresa, no que se atragantase; esperaba no haberse vuelto tan despiadada), pero se recuperó rápidamente y habló con voz queda y regular cuando respondió: