Esto podría haber enfurecido a otro hombre, pero no a sir Lionel. Sonrió estúpidamente, llamó a Harry «hijo ezpléndido» y luego escupió un diente de la boca.
Harry todavía tenía ese diente. Y nunca dejó que su padre volviera a poner un pie en el recinto escolar. Aunque eso significara que fuese el único chico que no tenía ni padre ni madre presentes en la ceremonia de graduación.
Su tía insistió en acompañarlo a casa, lo cual Harry agradeció. No le gustaba tener invitados, pero tía Anna y Sebastian ya sabían todo lo que había que saber de su padre; bueno, casi todo. Harry no había compartido con ellos las 126 veces que había fregado sus vómitos. Ni la reciente pérdida del preciado samovar de Granmère, el esmalte de cuya plata se resquebrajó cuando sir Lionel tropezó con una silla, dio un salto en el aire curiosamente grácil (se suponía que para recuperar el equilibrio) y luego aterrizó boca abajo encima del aparador.
Aquella mañana también se habían echado a perder tres platos de huevos y una loncha de beicon.
La parte positiva fue que los perros sabuesos nunca habían comido tan bien.
Habían elegido Hesslewhite por su proximidad a la casa de los Valentine, por lo que tras estar tan sólo hora y media en el carruaje, torcieron por el camino de acceso y empezaron a recorrer el último y breve tramo.
– Desde luego, los árboles están muy frondosos este año -comentó tía Anna-. Espero que las rosas de tu madre estén bien.
Harry asintió distraídamente, intentando calcular qué hora era. ¿Aún era media tarde o el día había dejado paso a la noche? Si era lo último, tendría que invitarles a que se quedaran a cenar. Tendría que invitarles en cualquier caso; tía Anna querría saludar a su hermana. Pero si era media tarde, únicamente esperarían un té, lo que significaba que podían entrar y salir sin llegar a ver a su padre.
Lo de la cena era otra historia. Sir Lionel siempre insistía en cambiarse para la cena. Le gustaba decir que era el distintivo de un caballero. Y por poca gente que hubiese en la cena (el 99 por ciento de las veces únicamente sir Lionel, lady Valentine y cualesquiera de los hijos de ambos que estuvieran en casa) le gustaba el papel de anfitrión; lo cual generalmente implicaba el relato de un montón de historias y bon mots, sólo que sir Lionel solía olvidar la parte central de las historias, y sus agudezas no eran tremendamente «bon».
Lo que a su vez significaba que había bastantes silencios incómodos por parte de la familia, que se pasaba la mayor parte de la cena fingiendo no enterarse de que la salsera había sido volcada, o de que le habían rellenado la copa de vino a sir Lionel.
Una.
Y otra.
Y luego, naturalmente, otra vez.
Nunca le dijo nadie que parara. ¿Para qué? Sir Lionel sabía que bebía demasiado. Harry había perdido la cuenta del número de veces que su padre se había dirigido a él sollozando: «Lo ciento, lo ciento mucho, muchícimo. No quiero cer un eztorbo. Erez un buen chico, Harry».
Pero nunca cambiaba nada. Lo que sea que empujaba a sir Lionel a beber era mucho más fuerte que toda la culpa o el arrepentimiento de los que podía hacer acopio para dejar la bebida. Sir Lionel no negaba el alcance de su enfermedad. Sin embargo, no podía hacer absolutamente nada al respecto.
Igual que Harry. A menos que atase a su padre a la cama, cosa que no estaba dispuesto a hacer. Así que en lugar de eso nunca invitaba a amigos a casa, evitaba estar en casa a la hora de cenar y, ahora que el colegio había terminado, contaba los días que le quedaban para irse a la universidad.
Pero primero tenía que sobrevivir al verano. Bajó del carruaje de un salto cuando se detuvieron en el camino principal y a continuación le ofreció la mano a su tía. Sebastian los siguió y los tres juntos se dirigieron al salón, donde Katarina bordaba con la aguja.
– ¡Anna! -exclamó, con aspecto de ir a ponerse de pie (pero sin llegar a hacerlo)-. ¡Que sorpresa tan fabulosa!
Anna se agachó para abrazarla, luego se sentó frente a ella.
– Se me ha ocurrido traer a Harry a casa del colegio.
– ¡Vaya, entonces se ha acabado el trimestre! -murmuró Katarina.
Harry sonrió con tensión. Supuso que él tenía la culpa de la ignorancia de su madre, ya que había omitido decirle que el colegio había finalizado, pero ¿no debería una madre mantenerse al tanto de semejantes detalles?
– Sebastian -dijo Katarina, dirigiéndose a su sobrino-. Has crecido.
– Cosas que pasan -bromeó éste, dedicándole su habitual sonrisa torcida.
– ¡Válgame Dios! -exclamó ella sonriendo-. Dentro de poco serás un peligro para las damas.
Harry por poco puso los ojos en blanco. Sebastian ya había conquistado prácticamente a todas las chicas de la aldea próxima a Hesslewhite. Debía desprender cierta clase de fragancia, porque verdaderamente todas las mujeres caían rendidas a sus pies.
Habría sido agobiante, sólo que Sebastian no podía bailar con todas las chicas; y Harry no tenía ningún inconveniente en quedarse con las sobras.
– No habrá tiempo para eso -dijo Anna enérgicamente-. Le he comprado un cargo de oficial del ejército. Sale dentro de un mes.
– ¿Vas a entrar en el ejército? -repuso Anna, dirigiéndose sorprendida a su sobrino-. ¡Qué maravilla!
Sebastian se encogió de hombros.
– ¿No lo sabías, mamá? -dijo Harry. El futuro de Sebastian se había decidido varios meses atrás. A tía Anna le preocupaba su falta de presencia masculina desde que su padre falleciera. Y como era poco probable que Sebastian heredara un título o una fortuna, se daba por hecho que tendría que labrarse su propio futuro.
Nadie, ni siquiera la madre de Sebastian, quien creía que el sol salía y se ponía por su hijo, le había sugerido que contemplara el clero como posibilidad.
A Sebastian no acababa de entusiasmarle la idea de pasarse la década siguiente luchando contra Napoleón, pero tal como le había dicho a Harry ¿qué otra cosa podía hacer? Su tío, el conde de Newbury, lo detestaba y le había dejado claro que no contara con sacar ningún provecho monetario, ni de cualquier otra índole, de esa relación.
– Tal vez muera -había insinuado Harry, con la sensibilidad y el tacto propios de un chico de diecinueve años.
Claro que era difícil ofender a Sebastian, especialmente en lo que concernía a su tío. O al único hijo de éste, el heredero de Newbury.
– Mi primo es peor incluso -contestó Sebastian-. Intentó negarme el saludo en Londres.
Harry notó que se le arqueaban las cejas por la sorpresa. Una cosa era aborrecer a un miembro de la familia; otra muy distinta intentarlo humillar públicamente.
– ¿Qué hiciste?
Los labios de Sebastian se curvaron en una tenue sonrisa.
– Seducir a la chica con la que quería casarse.
Harry le lanzó una mirada de absoluta incredulidad.
– Vale, no es verdad -transigió Sebastian-. Pero en el pub sí que seduje a la chica a la que le había echado el ojo.
– ¿Y la chica con la que quería casarse?
– ¡Ya no quiere casarse con él! -Sebastian se rio.
– ¡Por Dios, Seb! ¿Qué hiciste?
– ¡Oh, nada irreparable! Ni siquiera yo soy lo bastante estúpido como para aprovecharme de la hija de un conde. Sencillamente… se fijó en mí, eso es todo.
Pero tal como había señalado su madre, Sebastian no tendría muchas oportunidades para ninguna clase de intento amoroso, no con la vida militar que le esperaba. Harry había procurado no pensar en su marcha; Seb era la única persona en el mundo en quien tenía una confianza ciega.
Era la única persona que jamás le había defraudado.
En realidad, era lógico que se alistara en el ejército. Sebastian no era estúpido, más bien todo lo contrario, pero no estaba hecho para la vida académica. El ejército era una opción mucho mejor para él. Pero, aun así, mientras él estaba ahí sentado, en el salón, incómodo en una silla egipcia demasiado pequeña, no pudo evitar autocompadecerse un poco. Y sentirse egoísta. Preferiría que Sebastian le acompañase a la universidad, aun cuando no fuese lo mejor para su primo.