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Harry no pareció mover un solo músculo y, sin embargo, su rostro mostró una ternura desgarradora cuando comentó:

– Digo yo que no es necesario que se case con él sólo para demostrarle a la sociedad que es usted encantadora.

– No, claro que no. Pero al menos tienen que verme dedicándole la debida atención. Si lo rechazo así sin más… -Olivia suspiró. Odiaba esto. Odiaba todo esto, y la verdad es que nunca le había hablado a nadie de ello, porque se limitarían a decirle algo horrible e insidioso como «¡Ojalá todos tuviéramos tus problemas!»

Y ella sabía que era una afortunada y sabía que era una privilegiada, y sabía que no tenía derecho a quejarse por la vida que le había tocado vivir y la verdad es que no se quejaba.

Salvo algunas veces.

Y algunas veces lo único que deseaba es que los hombres dejaran de fijarse en ella, que dejaran de decirle lo guapa, encantadora y elegante que era (porque no lo era). Quería que dejaran de ir a verla y que dejaran de pedirle permiso a su padre para cortejarla, porque ninguno de ellos era el hombre adecuado y, ¡maldita sea!, no quería conformarse con el menos malo de los malos.

– ¿Siempre ha sido usted guapa? -le preguntó Harry en voz muy baja.

La pregunta era extraña. Extraña e impactante, y no la clase de cosa que se plantearía contestar, sólo que en cierto modo…

– Sí.

En cierto modo, le pareció inofensivo viniendo de él.

Harry asintió.

– Me lo figuraba. Tiene usted unos bellos rasgos.

Ella se volvió hacia él con la curiosa sensación de haber renovado energías.

– ¿Le he hablado de Miranda?

– Creo que no.

– De mi amiga. La que se casó con mi hermano.

– ¡Ah…, sí! A la que estaba escribiendo una carta esta tarde.

Olivia asintió.

– Era un poco el patito feo. Estaba muy delgada y tenía las piernas muy largas. Solíamos bromear diciendo que eran tan largas que le llegaban hasta el cuello. Pero a mí nunca me pareció que fuese un patito feo. Era simplemente mi amiga. Mi amiga más querida, más divertida y más maravillosa. Estudiábamos juntas. Todo lo hacíamos juntas.

Ella alargó la mirada hacia él, tratando de calcular su grado de interés. A estas alturas, la mayoría de los hombres habría huido a esconderse entre los árboles con tal de no aguantar a una mujer que aburría a su interlocutor hablando de las amistades de la infancia. ¡Qué horror!

Pero él simplemente asintió con la cabeza. Y ella supo que él la entendía.

– A los once años, de hecho fue por mi cumpleaños, hice una fiesta (Winston también) y vinieron todos los niños del barrio. Supongo que la gente consideraba que era un prestigio asistir. En cualquier caso, había una niña allí, ni siquiera recuerdo su nombre, que le dijo a Miranda unas cosas horribles. Hasta ese día no creo que a Miranda se le hubiese pasado nunca por la cabeza que los demás no la consideraban guapa. Por lo menos yo no lo pensé nunca.

– Los niños pueden ser muy crueles -musitó él.

– Sí, bueno, y los adultos también -dijo ella enérgicamente-. Da igual, eso no viene al caso. Es sólo uno de esos recuerdos que me ha acompañado siempre.

Permanecieron unos instantes en silencio y luego él dijo:

– No ha terminado la historia.

Ella se volvió, sorprendida.

– ¿A qué se refiere?

– No ha terminado la historia -volvió a decir Harry-. ¿Qué hizo usted?

Olivia abrió la boca.

– No me puedo creer que no hiciera nada. Incluso con once años, seguro que hizo algo.

A ella se le dibujó lentamente una sonrisa en la cara, cada vez más ancha… hasta que la notó en las mejillas, luego en los labios y después en el corazón.

– Creo que tuve unas palabras con esa niña.

Sus miradas se encontraron en una especie de curiosa sintonía.

– ¿Volvió a invitarle a alguna de sus fiestas de cumpleaños?

Ella seguía sonriendo. De oreja a oreja.

– Me parece que no.

– Apuesto a que ella no ha olvidado su nombre.

Olivia sintió que la alegría bullía en su interior.

– Creo que no.

– Y quien ríe el último, ríe mejor -dijo Harry-, porque su amiga Miranda se ha casado con el futuro conde de Rudland. ¿Había un partido mejor en el barrio?

– No, no lo había.

– A veces -declaró él meditabundo- tenemos lo que nos merecemos.

Olivia siguió sentada junto a él, en silencio, felizmente sumida en sus pensamientos. Entonces, inesperadamente, se giró hacia Harry y le dijo:

– Estoy muy unida a mi sobrina.

– ¿Su hermano y Miranda han tenido hijos?

– Una hija, Caroline. Es lo que más quiero en este mundo. A veces creo que me la comería. -Miró hacia él-. ¿Por qué sonríe?

– Por su tono de voz.

– ¿Qué le pasa?

Harry meneó la cabeza.

– No lo sé. Habla como… como… no sé, casi como si estuviese pensando en un postre y se le hiciese la boca agua.

Ella soltó una carcajada.

– Tendré que aprender a dividirme, porque están esperando el segundo.

– Felicidades.

– No pensé que me gustaran los niños -dijo Olivia pensativa-, pero adoro a mi sobrina.

Volvió a permanecer en silencio, pensando en lo agradable que era estar con alguien sin tener que hablar en todo momento. Aunque, naturalmente, habló, porque nunca aguantaba mucho rato callada.

– Debería ir a ver a su hermana a Cornualles -le aconsejó a Harry-. Y conocer a sus sobrinos.

– Sí -convino él.

– La familia es importante.

Harry estuvo en silencio un rato más del que ella había esperado antes de decir:

– Sí, lo es.

Hubo algo raro. Su voz sonó un poco hueca; o tal vez no. Ella esperaba que no. Menudo chasco se llevaría si resultaba que no era un hombre familiar.

Pero Olivia no quería pensar en eso. No ahora mismo. La verdad es que si Harry tenía defectos, secretos o lo que fuera al margen de lo que percibía ella en este momento, no quería saberlo.

Esa noche, no.

¡Ni hablar!

Capítulo 9

No podían pasar toda la noche en el cenador, así que muy a su pesar Olivia se levantó, se enderezó y luego miró a Harry por encima de su hombro y dijo:

– Hay que seguir en la brecha, querido amigo.

Él también se puso de pie y la miró con una expresión cálida y burlona.

– Pensaba que no le gustaba leer.

– No me gusta, pero se trata de Enrique V de Shakespearse, ¡por Dios! Ni siquiera yo logré librarme de leerlo. -Olivia por poco sintió un escalofrío al recordar a su cuarta institutriz, la que insistió en que leyera a todos los Enriques, inexplicablemente en orden inverso-. Y lo intenté, créame, lo intenté.

– ¿Por qué tengo la sensación de que no fue usted una estudiante modélica? -preguntó él.

– Únicamente intenté no hacer sombra a Miranda. -No era exactamente cierto, pero a Olivia no le había importado que ése fuese el resultado de su mal comportamiento. No es que no le gustara aprender, era sólo que no le gustaba que le dijeran lo que tenía que estudiar. Miranda, que siempre andaba enfrascada en algún libro, no tenía inconveniente en empaparse de cualquier conocimiento que la institutriz du jour decidiese impartir. A Olivia lo que más le gustaba eran las épocas de transición entre una institutriz y otra, cuando les dejaban hacer a las dos lo que les daba la gana. En lugar de aprender algo a fuerza de repetirlo y memorizarlo, como les obligaban a hacer, habían inventado toda clase de juegos y reglas mnemotécnicas. A Olivia nunca se le dieron tan bien las matemáticas como cuando no hubo nadie que se las enseñara.

– Estoy empezando a pensar que su Miranda seguramente es santa -dijo Harry.

– Bueno, tiene sus cosas -repuso Olivia-. Es la persona más terca del mundo.