– Lo siento -musitó él y devolvió rápidamente la atención al libro, repasando el texto para encontrar dónde se había quedado.
– No, no, no se disculpe -le tranquilizó ella. La verdad es que estaba un poco raro, como si acabase de comerse algo en mal estado-. ¿Se encuentra usted bien?
Harry alzó la vista hacia ella, y entonces fue realmente imposible describir o siquiera entender lo que pasó. Sus miradas se encontraron y aunque estaba oscuro, y ella no podía ver el color de sus ojos, de ese tono chocolate intenso y cálido, fue consciente de ello; notó la sensación. Y en ese momento, sencillamente, se quedó sin aliento. Sin más. Perdió también el equilibrio. Tropezó con su silla y se sentó unos instantes, preguntándose por qué tenía el pulso acelerado.
Lo único que él había hecho era mirarla.
Y ella… ella…
Ella casi se había desmayado.
¡Oh, Dios! Harry pensaría que era una auténtica idiota. No se había desmayado en toda su vida y… y, bueno, en realidad no se había desmayado, pero tenía esa sensación extraña de estar flotando, toda aturdida y mareada, y ahora él pensaría que ella era una de esas mujeres que necesitaba llevarse dondequiera que fuese un frasco con un preparado aromático.
Lo que de por sí ya era espantoso, sólo que encima ella se había pasado media vida criticando a esas mujeres. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Se volvió a levantar con dificultad y asomó la cabeza por la ventana.
– Estoy bien -dijo en voz alta-. He perdido el equilibrio, eso es todo.
Él asintió despacio y Olivia comprendió que no estaba totalmente presente. Tenía la mente lejos, muy lejos. Y entonces, como si hubiese regresado discretamente, Harry levantó la vista y se disculpó.
– Estaba en las nubes -le ofreció a modo de explicación-. Es tarde.
– Lo es -musitó ella con aprobación, aunque no creía que fuese mucho más tarde de las diez. Y de pronto se dio cuenta de que no podría soportar que Harry le diera las buenas noches, que tendría que hacerlo ella primero. Porque… porque… Bueno, no sabía por qué, sólo sabía que era así-. Estaba a punto de decirle que debería irme ya -dijo Olivia hablando a borbotones-. Bueno, irme no, supongo, puesto que en realidad no tengo que ir a ningún sitio, dado que ya estoy aquí, en mi habitación, y no me voy sino a la cama, que está a menos de dos metros de distancia.
Le sonrió a Harry, como si eso pudiese compensar las bobadas que salían por su boca.
– Como bien ha dicho -continuó-, se hace tarde.
Él asintió de nuevo.
Y como él no dijo nada, ella quiso añadir algo más:
– En fin, buenas noches.
Él también se despidió, pero habló en voz tan baja que en realidad Olivia no lo oyó, más bien vio sus labios formando las palabras.
Y volvió a sentir lo mismo, como cuando sus ojos la miraban. Empezó en las yemas de los dedos y ascendió por sus brazos hasta que sintió escalofríos y exhaló, como si con la respiración pudiese librarse de aquella extraña sensación.
Pero permaneció en ella, produciéndole un hormigueo en los pulmones, danzando por su piel.
Se estaba volviendo loca. Tenía que ser eso. O estaba agotada, demasiado tensa tras haber pasado la tarde con un príncipe real.
Retrocedió y alargó los brazos para cerrar la ventana cuando…
– ¡Ah…! -Sacó de nuevo la cabeza-. ¡Sir Harry!
Éste levantó la mirada. No se había movido del sitio.
– El libro -dijo ella-. Se ha quedado con el libro.
Ambos contemplaron al unísono el vacío que mediaba entre los edificios.
– Lanzarlo hacia arriba no será tan fácil -comentó ella-, ¿verdad?
Él negó con la cabeza y sonrió, un poco nada más, como si supiese que no debería hacerlo.
– Tendré que ir mañana a verla para devolvérselo.
Y Olivia volvió a experimentar esa extraña sensación de ahogo, de burbujeo interno.
– Lo esperaré impaciente -contestó ella, y cerró la ventana.
Y corrió las cortinas.
Y acto seguido soltó un leve chillido y se abrazó la parte superior del cuerpo.
La velada había acabado siendo perfecta.
A la tarde siguiente, Harry se puso el libro de La señorita Butterworth y el barón demente bajo el brazo y se dispuso a realizar el cortísimo trayecto que había hasta el salón de lady Olivia. Había prácticamente la misma distancia en sentido vertical que horizontal, pensó mientras se dirigía hacia allí. Tenía que bajar 12 peldaños hasta el piso de abajo, otros seis hasta la calle, subir ocho hasta la puerta principal de Olivia…
La próxima vez contaría también los pasos en sentido horizontal. Sería interesante comparar unos con otros.
Casi se había recuperado por completo de la locura pasajera de la noche anterior. Lady Olivia Bevelstoke era asombrosamente hermosa; no era sólo una opinión personal, sino un hecho comúnmente aceptado. Todos los hombres la deseaban, sobre todo si habían llevado una vida monacal como la suya en estos últimos meses.
Cada vez estaba más convencido de que la clave para mantener la cordura pasaba por recordar por qué subía la escalera de acceso a la casa de Olivia. El Departamento de Guerra. El príncipe. La seguridad nacional… Ella formaba parte de la misión que le habían asignado. Winthrop casi le había ordenado que se infiltrara en su vida.
No, Winthrop le había ordenado que se infiltrara en su vida, sin el casi. Sin ambigüedad al respecto.
Harry obedecía órdenes, se dijo mientras levantaba la aldaba de la puerta. Una tarde con Olivia, ¡por la patria y el rey!
Y la verdad es que, en comparación con la condesa rusa y todo su vodka, a Olivia daba gusto verla.
Sin embargo, con la atención puesta en cumplir con su obligación, cabría pensar que se había alegrado aún más al entrar en el salón y ver que lady Olivia no estaba sola. Su otra misión asignada, Alexei de Rusia, el príncipe de movimientos increíblemente afectados, estaba también ahí, con sus aires petulantes, sentado frente a ella.
En lugar de pensar que así mataba dos pájaros de un tiro, le molestó.
– Sir Harry -saludó Olivia, dedicándole una radiante sonrisa cuando entró en el salón-. Recuerda al príncipe Alexei, ¿verdad?
¡Naturalmente que sí! Casi tan bien como recordaba a su gigante guardaespaldas, de pie en un rincón con una postura engañosamente relajada.
Harry se preguntó si el tipo entraría también en la habitación del príncipe; eso debía de ser incómodo para las mujeres.
– ¿Qué lleva en la mano? -le preguntó el príncipe.
– Un libro -contestó Harry mientras dejaba La señorita Butterworth encima de una mesa auxiliar-. Un libro que prometí prestarle a lady Olivia.
– ¿De qué trata? -solicitó el príncipe.
– No es más que una novelucha -intervino Olivia-. No creo que me guste, pero me la ha recomendado una amiga. -El príncipe no pareció inmutarse y ella le preguntó-: ¿A Su Alteza qué le gusta leer?
– No creo que esté familiarizada con la literatura que yo leo -dijo él con desdén.
Harry observó atentamente a Olivia. Se dio cuenta de que se le daba bien esta farsa de la llamada alta sociedad. Hubo en sus ojos un imperceptible destello de irritación que disimuló y cambió por una expresión tan absolutamente amable y alegre que parecía auténtica.
Sólo que él sabía que no lo era.
– Aun así me gustaría saber cuáles son sus preferencias literarias -insistió ella con cordialidad-. Me gusta aprender cosas de otras culturas.
El príncipe se volvió hacia ella y al hacerlo le dio la espalda a Harry.
– Uno de mis antepasados fue un gran poeta y filósofo. El príncipe Antiokh Dmitrievich Kantemir.
A Harry le pareció muy curioso; era bien sabido (entre los conocedores de la cultura rusa) que Kantemir murió sin descendencia.