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– ¿De qué color será tu uniforme? -preguntó Katarina.

– Azul oscuro, supongo -respondió Sebastian con educación.

– ¡Oh, estarás guapísimo de azul! ¿No te parece, Anna?

Anna asintió y Katarina añadió:

– Como lo estarías tú, Harry. Tal vez deberíamos comprarte a ti también un cargo.

Harry parpadeó sorprendido. Nunca habían contemplado el ejército como una opción de futuro. Él era el varón primogénito, tenía que heredar la casa, la dignidad de baronet y el dinero que su padre no se bebiera antes de morir. Se suponía que su vida no tenía que peligrar.

Y, además de eso, él era uno de los pocos chicos de Hesslewhite a los que realmente le gustaba estudiar. No le había importado que lo apodaran «el profesor». ¿En qué estaría pensando su madre? ¿Acaso no lo conocía? ¿Estaba sugiriendo que se alistara en el ejército para mejorar su sentido de la estética?

– Pero ¡si Harry no podría ser un soldado! -exclamó Sebastian con picardía-. No puede darle a un blanco que esté a un metro de sus narices.

– Eso no es verdad -repuso él-. No soy tan bueno como -dijo con un brusco movimiento de cabeza hacia Seb-, pero soy mejor que todos los demás.

– Entonces, ¿eres un buen tirador, Sebastian? -inquirió Katarina.

– El mejor.

– También es de una modestia extraordinaria -murmuró Harry. Pero era verdad. Sebastian era un tirador inusitadamente destacado, y el ejército estaría encantado con él, siempre y cuando lograran impedirle que sedujera a todo Portugal.

A medio Portugal, más bien. A la mitad femenina.

– ¿Por qué no te haces tú con un cargo de oficial? -preguntó Katarina.

Harry se volvió a su madre, intentando descifrar su rostro, intentando descifrarla a ella. Era siempre tan enojosamente inexpresiva, como si los años hubiesen ido poco a poco eliminando todo aquello que le había conferido personalidad, que le había permitido sentir. Su madre no tenía opinión. Dejaba que la vida diera vueltas a su alrededor, y ella se quedaba impasible, sin que ningún aspecto de la misma pareciera despertar su interés.

– Creo que te gustaría el ejército -dijo Katarina en voz baja, y él se paró a pensar si su madre había hecho alguna vez semejante declaración, si había dado alguna vez una opinión relativa a su futuro, su bienestar.

¿Había estado únicamente esperando al momento adecuado?

Su madre sonrió como siempre hacía; con un suspiro imperceptible, como si el esfuerzo fuese casi excesivo.

– ¡Estarías estupendo de azul! -Y luego se dirigió a Anna-: ¿No crees?

Harry abrió la boca para decir… bueno, para decir algo; en cuanto supiera el qué. No tenía pensado entrar en el ejército. Él debía ir a la universidad. Se había ganado una plaza en Pembroke College, en Oxford. Había pensado en estudiar ruso quizá. No había practicado mucho el idioma desde que Granmère falleciera. Su madre lo hablaba, pero raras veces tenían conversaciones enteras en inglés y mucho menos en ruso.

¡Caramba, cómo echaba de menos a su abuela! No siempre tenía razón, y ni siquiera era siempre simpática, pero era divertida. Y a él lo quería.

¿Qué habría ella querido que hiciera? Harry no estaba seguro. Sin duda, le habría parecido bien que fuese a la universidad, si eso implicaba pasar tiempo inmerso en la literatura rusa. Pero su abuela también había tenido un grandísimo concepto del ejército y se había burlado abiertamente de su padre por no haber servido nunca a su país (y por infinidad de cosas más).

– Deberías pensar en ello, Harry -declaró Anna-. Estoy convencida de que Sebastian agradecería tu compañía.

Harry le lanzó una mirada desesperada a Sebastian. Seguro que él entendería su angustia. ¿Qué se creían su madre y su tía? ¿Que tomaría semejante decisión mientras se bebía un té? ¿Que podría dar un mordisco a una galleta, reflexionar sobre el asunto durante unos instantes y decidir que sí, que el azul marino era un color de uniforme espléndido?

Pero Sebastian hizo ese gesto típico suyo de encoger un hombro, ese gesto que decía: «¡Qué sé yo! El mundo está loco».

La madre de Harry se llevó la taza de té a los labios, pero si tomó un sorbo, la inclinación de la porcelana lo hizo inapreciable. Y entonces mientras bajaba la taza hacia el platillo, cerró los ojos.

Fue tan sólo un parpadeo, en realidad, tan sólo un parpadeo ligeramente más lento de lo normal, pero Harry sabía lo que quería decir. Su madre había oído pasos. Los pasos de su padre. Siempre era la primera en oírlo. Tal vez fueran los años de práctica, de vivir en la misma casa, aunque no exactamente en el mismo mundo. Su habilidad para fingir que su vida era diferente a la que era se había ido desarrollando junto con su habilidad para adivinar el paradero de su marido en todo momento.

Era mucho más sencillo ignorar lo que uno no veía.

– ¡Anna! -exclamó sir Lionel, que apareció y se apoyó en el umbral de la puerta-. Y Sebastian. ¡Qué magnífica sorpresa! ¿Qué tal te va, hijo?

– Muy bien, señor -contestó Sebastian.

Harry observó a su padre entrando en la sala. Era difícil saber ya en qué punto de ebriedad estaba. Su paso no era vacilante, pero en sus brazos había cierto balanceo que a Harry no le gustó.

– Me alegro de verte, Harry -dijo sir Lionel, dándole a su hijo una breve palmadita en el brazo antes de avanzar hacia la consola-. Veo que el colegio ha terminado.

– Sí, señor -dijo Harry.

Sir Lionel vertió algo en un vaso (Harry estaba demasiado lejos para determinar qué exactamente), luego se volvió a Sebastian con una sonrisa bobalicona.

– ¿Cuántos años tienes ya, Sebastian? -inquirió.

– Diecinueve, señor.

Los mismos que Harry. Únicamente se llevaban un mes. Siempre había tenido la misma edad que Harry.

– ¿Le has dado un té, Katy? -le dijo sir Lionel a su esposa-. ¿En qué estabas pensando? Ya es un hombre.

– No pasa nada por tomar té, padre -dijo Harry con sequedad.

Sir Lionel se volvió hacia él parpadeando por la sorpresa, casi como si hubiera olvidado que su hijo estaba allí.

– Harry, hijo. Me alegro de verte.

Harry apretó los labios, luego los frunció.

– Yo también me alegro de verlo, padre.

Sir Lionel tomó un buen trago de su copa.

– Entonces, ¿ha finalizado el trimestre?

Harry asintió mientras decía su acostumbrado «sí, señor».

Sir Lionel frunció las cejas; luego bebió de nuevo.

– Pero ya has terminado el colegio, ¿verdad? He recibido una nota de Pembroke College sobre tu matriculación. -Volvió a fruncir las cejas, luego parpadeó unas cuantas veces, después se encogió de hombros-. No me había enterado de que habías solicitado el ingreso. -Y luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió-: Bien hecho.

– No voy a ir.

Las palabras salieron de la boca de Harry atropellada e inesperadamente. ¿Qué estaba diciendo? ¡Naturalmente que iría a Pembroke College! Era lo que quería. Lo que siempre había querido. Le gustaba estudiar. Le gustaban los libros. Le gustaban los números. Le gustaba sentarse en una biblioteca, incluso cuando brillaba el sol y Sebastian lo sacaba a rastras a jugar al rugby. (Sebastian siempre ganaba esta batalla; en el sur de Inglaterra los días soleados eran contados y cuando se podía había que salir fuera. Por no decir que Sebastian era terriblemente persuasivo en todo.)

No había en toda Inglaterra un joven que pudiera encajar mejor en la vida universitaria. Y, sin embargo…

– Voy a alistarme en el ejército.