Comprendió que no era frío, sino miedo.
Hoy el príncipe Alexei había asustado a Olivia, y él no estaba exactamente seguro de lo que éste había hecho o dicho, y sabía que ella restaría importancia a sus sentimientos si la aguijoneaba, pero algo había pasado. Y volvería a pasar, si le daban rienda suelta al príncipe.
Harry se arrastró por el recibidor, sujetaba la manta con la mano izquierda mientras utilizaba la derecha para masajearse la nuca. Necesitaba tranquilizarse. Necesitaba recobrar el aliento y pensar con claridad. Subiría a bañarse y luego se metería en la cama, donde podría analizar con calma el problema y…
Empezaron a aporrear la puerta principal.
El corazón le dio un vuelco y se le despertaron los músculos de golpe, todos sus nervios preparados de pronto para la acción. Era tarde y había estado persiguiendo a rusos misteriosos por las calles, y…
Y era un idiota. Si alguien quisiera irrumpir en su casa, no lo haría por la maldita puerta principal. Harry se acercó a ella contrariado, descorrió el cerrojo y la abrió.
Edward se desplomó al entrar.
Harry se quedó mirando a su hermano pequeño con indignación.
– ¡Oh, por el amor de Dios!
– ¿Harry? -Edward alzó la vista con los ojos entornados y Harry se preguntó a quién demonios más esperaba encontrarse.
– ¿Cuánto has bebido? -le preguntó.
Edward procuró levantarse, pero al cabo de un momento se rindió y se sentó en el mismo centro del recibidor, parpadeando como si no estuviese seguro de cómo había adquirido esa postura.
– ¿Qué?
Harry habló en voz más baja, si cabe. Y más seria.
– ¿Cuánto has bebido?
– Mmm… ehh… -Edward movió la boca casi como si estuviese dándole vueltas al tema. Probablemente fuese así, pensó Harry asqueado.
– Déjalo -le espetó a su hermano. ¿Qué más daba el número de copas que se hubiese tomado Edward? Las suficientes para dejarlo inconsciente. A saber cómo había llegado a casa. Desde luego no era mejor que su padre. La única diferencia era que sir Lionel había limitado gran parte de sus borracheras al ámbito doméstico; Edward, en cambio, se estaba poniendo en evidencia por todo Londres.
– Levántate -le ordenó Harry.
Edward lo miró atónito.
– Levántate.
– ¿Por qué estás tan enfadado? -musitó éste al tiempo que alargaba un brazo. Pero Harry no le dio la mano, de modo que dificultosamente se puso de pie él solo, agarrándose a una mesa cercana para no perder el equilibrio.
Harry trató de controlar su malhumor. Tenía ganas de coger a Edward y zarandearlo una y otra vez, y decirle a voz en grito que se estaba matando, que cualquier día de estos moriría como había muerto sir Lionel, solo y tontamente.
Su padre se había caído por una ventana. Se asomó demasiado y en la caída se desnucó. En la mesita cercana habían encontrado una copa de vino y una botella vacía.
O eso es lo que le habían dicho, porque él estaba por entonces en Bélgica. El abogado de su padre le había escrito una carta con los detalles.
Su madre nunca le habló del asunto.
– Vete a la cama -ordenó Harry en voz baja.
Edward se tambaleó y sonrió desafiante.
– No tengo por qué hacer lo que tú digas.
– Muy bien, pues -lo soltó. Ya estaba harto. Era como revivir lo de su padre, sólo que ahora podía hacer algo al respecto. Podía decir algo. No tenía que quedarse ahí, indefenso, y recoger la vomitona ajena-. Haz lo que te dé la gana -le dijo en voz baja y temblorosa-. Pero no vomites dentro de mi casa.
– ¡Claro! Eso te gustaría, ¿verdad? -chilló Edward, dando bandazos hacia delante y apoyándose luego en la pared cuando tropezó-. Te gustaría que me fuera para que todo pudiera estar limpio y ordenado. Nunca me has querido.
– ¿De qué demonios hablas? Eres mi hermano.
– Me abandonaste. ¡Me abandonaste! -dijo Edward casi a gritos.
Harry lo miró fijamente.
– Me dejaste solo. Con él. Y con ella. Y sin nadie más. Tú sabías que Anne se casaría y se iría. Sabías que no se quedaría nadie más conmigo.
Harry sacudió la cabeza.
– Estabas a punto de irte al colegio. Nada más te faltaban unos meses para irte. Me aseguré de ello.
– ¡Oh, eso fue…! -Edward torció el gesto y su cabeza se movió sin control, y por un instante Harry creyó que su hermano iba a vomitar. Pero únicamente intentaba dar con la palabra adecuada, una palabra cargada de rabia y sarcasmo.
Sólo que estaba tan borracho que no pudo.
– Ni siquiera… ni siquiera te paraste a pensar. -Edward agitó un dedo repetidamente frente a Harry-. ¿Qué pensaste que pasaría cuando me dejase en el colegio?
– ¡No deberías haber dejado que él te llevase!
– ¡Y yo qué sabía! Tenía doce años. ¡Doce! -gritó Edward.
Harry hizo rápidamente memoria, intentando recordar la despedida, pero no recordaba casi nada. Había tenido tantas ganas de largarse, de alejarse de todo. Aunque antes había hablado con Edward, ¿verdad? Le había dicho que todo iría bien, que se iría a Hesslewhite y no tendría que tratar con sus padres. Y le había dicho que no dejase que su padre se acercara por el colegio, ¿verdad?
– Se meó en los pantalones -declaró Edward-. El primer día. Se quedó dormido en mi cama y se meó en los pantalones. Le ayudé a levantarse y le cambié de ropa. Pero no tenía sábanas de recambio y todos… -Se le anudó la voz y Harry pudo ver en su rostro a ese chico aterrorizado, confuso y solo-. Todos creyeron que había sido yo -dijo Edward-. Un comienzo estelar ¿no crees? -Entonces se bamboleó un poco, animado por su ímpetu-. Después de aquello me convertí en el chico más popular de todos. Todos querían ser mis amigos.
– Lo siento -dijo Harry.
Edward se encogió de hombros, luego dio un traspié. Harry alargó los brazos y esta vez lo sujetó. Y entonces (no supo con seguridad cómo sucedió ni por qué lo hizo) estrechó con fuerza a su hermano. Le dio un abrazo. Uno breve nada más. Sólo durante el tiempo que tardó en reprimir las lágrimas de sus ojos.
– Deberías irte a la cama -dijo Harry con voz ronca.
Edward asintió y se apoyó en Harry, quien le ayudó a llegar a la escalera. Los dos primeros escalones los subió bien, pero en el tercero tropezó.
– Lo ciento -masculló Edward mientras se esforzaba por enderezarse.
Pronunciaba las «eses» como «zetas», igual que su padre.
Harry sintió que se mareaba.
No fue rápido ni agradable, pero al fin logró tumbar a Edward en su cama, con las botas puestas y todo. Lo tumbó cuidadosamente de costado con la boca cerca del borde del colchón, por si acaso vomitaba. Y entonces hizo algo que no había hecho nunca en todos los años que había colocado a su padre en una posición similar.
Esperó.
Se quedó en la puerta hasta que Edward respiró suave y regularmente, y luego permaneció allí unos minutos más.
Porque las personas no debían estar solas. Y no debían tener miedo ni sentirse indefensas. Y no deberían tener que llevar la cuenta del número de veces que ocurría una desgracia ni debería preocuparles que pudiera repetirse.
Y estando ahí, en la oscuridad, entendió lo que tenía que hacer. No sólo por Edward, sino por Olivia. Y quizá también por sí mismo.
Capítulo 15
A la mañana siguiente Olivia ya no se encontraba tan mal. Al parecer, la luz del día y un sueño nocturno reparador podían levantar mucho los ánimos, aun cuando no hubiese llegado a ninguna gran conclusión.
Por qué lloré anoche.
Por Olivia Bevelstoke.
En realidad, no lloré,
pero lo parecía.
Decidió enfocarlo desde otro punto de vista: