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De nuevo las palabras salieron sin que mediara pensamiento consciente alguno. Harry se preguntó qué estaba diciendo. Se preguntó por qué lo decía.

– ¿Con Sebastian? -preguntó tía Anna.

Harry asintió.

– Alguien tiene que asegurarse de que no lo maten.

Sebastian lo fulminó con la mirada por la ofensa, pero saltaba a la vista que estaba demasiado contento por el giro de los acontecimientos como para replicar. El futuro militar siempre le había producido sentimientos encontrados; Harry sabía que, pese a toda su bravuconería, le tranquilizaría tener a su primo con él.

– No puedes irte a la guerra -dijo sir Lionel-. Eres mi heredero.

Todos los presentes en el salón (los cuatro, miembros de su familia) se volvieron al baronet con diversos grados de sorpresa. Con toda probabilidad era lo único sensato que había dicho en muchos años.

– Tienes a Edward -dijo Harry con rotundidad.

Sir Lionel bebió, parpadeó varias veces y se encogió de hombros.

– Pues sí, es verdad.

Era más o menos lo que Harry esperaba que dijera y, sin embargo, sintió en sus entrañas una persistente y honda decepción. Y un profundo resentimiento.

Y dolor.

– ¡Un brindis por Harry! -exclamó sir Lionel jovialmente, levantando su vaso. No parecía darse cuenta de que nadie más se había unido a él-. ¡Buena suerte, hijo mío! -Inclinó su vaso, pero entonces cayó en la cuenta de que hacía rato que no lo rellenaba-. ¡Vaya, maldita sea! -murmuró-. ¡Qué lata!

Harry se hundió el la silla, pero al mismo tiempo empezó a sentir un picor en los pies, como si estuvieran listos para echar a andar. A correr.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó sir Lionel, tras rellenar felizmente su vaso.

Harry miró hacia Sebastian, quien inmediatamente habló.

– Debo personarme la semana que viene.

– Entonces yo también -le dijo Harry a su padre-. Necesitaré el dinero para pagar el cargo, naturalmente.

– Naturalmente -repuso sir Lionel, respondiendo de forma instintiva al tono de voz de mando de Harry-. Bien… -Bajó los ojos hacia sus pies, luego desvió la vista hacia su esposa.

Ésta miraba fijamente por la ventana.

– ¡Ha sido estupendo veros a todos! -dijo sir Lionel. Dejó su vaso y caminó a paso tranquilo hasta la puerta, perdiendo el equilibrio únicamente una vez.

Harry lo vio marcharse y experimentó una curiosa sensación de indiferencia ante la escena. Evidentemente, había visualizado la imagen con anterioridad. No el hecho de alistarse en el ejército, sino el de irse de casa. Siempre había creído que se iría a la universidad como todo el mundo, que metería sus cosas en el carruaje familiar y se marcharía. Pero su imaginación se dejó llevar por toda clase de despedidas dramáticas que iban desde la gesticulación absurda hasta las miradas gélidas. Sus favoritas tenían que ver con botellas lanzadas contra la pared, botellas de las caras; las de contrabando traídas de Francia. ¿Seguiría su padre dando apoyo a los franchutes con sus compras ilegales ahora que su hijo se enfrentaría con ellos en el campo de batalla?

Harry clavó los ojos en el umbral vacío de la puerta. ¡Qué más daba, en realidad! No tenía nada más que hacer aquí.

No tenía nada más que hacer en este lugar, con esta familia, se acabaron todas esas noches en las que llevaba a su padre a la cama y lo tumbaba cuidadosamente de lado para que, si volvía a vomitar, al menos no se atragantara al hacerlo.

Se acabó.

Se acabó.

Pero la sensación era de mucho vacío, mucho silencio. Su partida estuvo marcada por… nada.

Y tardaría años en darse cuenta de que lo habían engañado.

Capítulo 1

Dicen que mató a su primera esposa.

Eso bastó para que lady Olivia Bevelstoke dejara de remover el té.

– ¿Quién? -preguntó, porque lo cierto era que no había estado escuchando.

– Sir Harry Valentine. Tu nuevo vecino.

Olivia miró fijamente a Anne Buxton y luego a Mary Cadogan, quien asintió con la cabeza.

– Es broma -dijo, aunque sabía perfectamente que Anne jamás bromearía sobre algo así. Su vida eran los chismorreos.

– No, es tu vecino, en serio -intervino Philomena Waincliff.

Olivia tomó un sorbo de té, principalmente para ganar tiempo y que su cara no adoptara la expresión deseada, una mezcla de descarada exasperación e incredulidad.

– Me refería a que debe de ser una broma que haya matado a alguien -dijo Olivia con más paciencia de la que generalmente se le atribuía.

– ¡Ah…! -Philomena cogió una galleta-. Perdón.

– A mí me ha llegado que mató a su prometida -insistió Anne.

– Si hubiese matado a alguien, estaría entre rejas -señaló Olivia.

– No, si no pudieron probarlo.

Olivia miró discretamente hacia su izquierda, donde, tras una gruesa pared de piedra, tres metros y medio de fresco aire primaveral y otra pared gruesa, ésta de ladrillo, estaba la casa recientemente alquilada por sir Harry Valentine, justo al sur de la suya.

Las otras tres chicas miraron en su misma dirección, lo cual hizo que Olivia se sintiera como una absoluta idiota, ya que ahora estaban todas mirando fijamente hacia un punto totalmente vacío de la pared del salón.

– No ha matado a nadie -dijo con firmeza.

– ¿Cómo lo sabes? -repuso Anne.

Mary asintió.

– Porque lo sé -contestó Olivia-. No estaría viviendo en Mayfair, en una casa contigua a la mía, si hubiese matado a alguien.

– Sí, si no pudieron probarlo -volvió a decir Anne.

Mary asintió.

Philomena se comió otra galleta.

Olivia logró curvar muy levemente los labios; esperaba que hacia arriba, porque de nada serviría fruncirlos. Eran las cuatro de la tarde. Las chicas llevaban una hora de visita, charlando sobre esto y lo otro, cotilleando (naturalmente) y comentando su elección de atuendo para los próximos tres actos sociales. Tenían esta clase de encuentros con asiduidad, aproximadamente una vez a la semana, y Olivia disfrutaba con su compañía, si bien la conversación carecía de la trascendencia que caracterizaba las charlas con su amiga más íntima, Miranda née Cheever, ahora Bevelstoke.

Sí, resulta que Miranda se había casado con el hermano de Olivia. Lo cual estaba bien. Era maravilloso. Habían sido amigas desde la cuna y ahora serían hermanas hasta la muerte. Pero eso también significaba que Miranda ya no era una dama soltera de la que se esperaba que hiciera cosas propias de la soltería.

Actividades para damas solteras

por lady Olivia Bevelstoke, una dama soltera.

Llevar ropa de colores pastel

(puedes darte por satisfecha si tienes la complexión

adecuada para semejantes tonos).

Sonríe y resérvate tus opiniones

(con cualquier grado de éxito que seas capaz).

Haz lo que te digan tus padres.

Acepta las consecuencias cuando lo hagas.

Busca un marido que no se moleste en decirte

lo que tienes que hacer.

No era inusual que Olivia formulara mentalmente dichas rarezas epigráficas. Lo que explicaría por qué con tanta frecuencia se sorprendía a sí misma sin escuchar cuando debería.

Y, tal vez, por qué en alguna que otra ocasión había dicho cosas que en realidad debería haberse guardado para sí. Aunque, a decir verdad, habían pasado dos años desde que llamara a sir Robert Kent armiño orondo, y, francamente, eso había sido mucho más condescendiente que el resto de términos de la lista que tenía en mente.

Pero digresiones aparte, ahora Miranda tenía que hacer cosas propias de señoras casadas, que a Olivia le habría gustado enumerar en una lista, sólo que nadie (ni tan siquiera Miranda, y Olivia todavía no se lo había perdonado) quería decirle qué hacían las mujeres casadas, aparte de no tener que llevar colores pastel, no tener que ir constantemente acompañadas de una carabina y parir bebés a intervalos razonables.