– ¿Olivia? -dijo alguien.
Ésta parpadeó varias veces, cayendo en la cuenta de que había permanecido callada un instante demasiado largo.
– No es nada -dijo, dando una leve sacudida con la cabeza-. Estaba pensando, nada más.
– En sir Harry -repuso Anne, con cierta suficiencia.
– Tampoco es que se me haya dado la oportunidad de pensar en otra cosa -dijo Olivia entre dientes.
– ¿En qué preferirías pensar? -preguntó Philomena.
Olivia abrió la boca para hablar, pero entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo responder.
– En nada -dijo por fin-. En casi nada.
Pero le había picado la curiosidad. Y la curiosidad de Olivia Francés Bevelstoke era realmente formidable.
La chica de la casa que quedaba al norte lo estaba observando de nuevo. Llevaba ya gran parte de la semana haciéndolo. Al principio a Harry no le había extrañado. Era la hija del conde de Rudland, ¡por el amor de Dios!, y si no, guardaría con él alguna clase de parentesco; porque de ser una criada a estas alturas ya la habrían despedido por pasar tanto tiempo frente a la ventana.
Y no era la institutriz. El conde de Rudland tenía esposa, o eso le habían dicho. Ninguna esposa consentiría que hubiera en su casa una institutriz que mirara de esa manera.
Por eso casi con toda seguridad era su hija. Lo que significaba que Harry no tenía ningún motivo para creer que ella no fuera más que la típica señorita de sociedad cotilla, de ésas para las que espiar a los vecinos nuevos carecía de importancia. Sólo que llevaba cinco días observándolo. Seguro que si únicamente hubiera sentido curiosidad por el corte de su abrigo y el color de su pelo, a estas alturas ya habría terminado su minucioso examen.
Había tenido la tentación de saludarla con la mano; de pintarse una enorme y alegre sonrisa en la cara y saludar con la mano. Eso detendría el espionaje de la joven. Sólo que entonces nunca sabría el porqué de su interés por él.
Lo cual era inaceptable. Harry jamás aceptaba un «porqué» sin respuesta.
Por no mencionar que no estaba lo bastante cerca de la ventana de la chica para ver su reacción. Cosa que frustraba el objetivo del saludo. Si ella se ruborizaba, él quería verlo; de lo contrario, ¿qué gracia tendría?
Harry volvió a sentarse frente al escritorio, actuando como si no tuviese ni idea de que ella lo miraba por las cortinas. Tenía trabajo y necesitaba dejar de hacerse preguntas sobre la rubia de la ventana. Esa misma mañana un mensajero del Departamento de Guerra le había entregado un documento de extensión considerable que debía traducirse de inmediato. Él siempre seguía el mismo procedimiento para traducir del ruso al inglés: primero una lectura rápida para captar el significado general, luego un examen más detallado analizando el documento palabra por palabra. Sólo entonces, tras este riguroso estudio, cogía una pluma y tinta y empezaba su traducción.
Era una tarea tediosa, pero aun así, le gustaba, pues siempre le habían gustado los enigmas. Podía trabajar en un documento durante horas sin darse cuenta, hasta que se ponía el sol, de que no había probado bocado en todo el día. Pero ni siquiera él, un enamorado de su trabajo, podía imaginarse a sí mismo dedicando el día entero a observar cómo otra persona traducía documentos.
Y, sin embargo, allí estaba ella, de nuevo junto a su ventana. Pensando, probablemente, que se le daba muy bien esconderse y que él era un zopenco redomado.
Harry se sonrió. Ella no sabría el motivo. Puede que él trabajara para la sección más aburrida del Departamento de Guerra (la que manejaba las palabras y los papeles en lugar de revólveres, navajas y misiones secretas), pero estaba bien preparado. Había pasado 10 años en el ejército, la mayoría de ellos en Europa, donde ser observador y tener un agudo sentido del movimiento podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Había reparado, por ejemplo, en que ella tenía la costumbre de retirarse tras la oreja mechones sueltos de pelo. Y como en ocasiones lo observaba de noche, sabía que cuando se soltaba la melena (increíblemente dorada como el sol), las puntas le llegaban justo hasta media espalda.
Sabía que su bata era azul. Y, lamentablemente, bastante informe.
Lo suyo no era estarse quieta. Es probable que ella creyera que sí lo estaba, porque no se movía nerviosamente y su postura era erguida y firme. Pero siempre la delataba algo: un leve movimiento de las yemas de los dedos o tal vez una diminuta elevación de los hombros al respirar.
Y, naturalmente, en ese momento a Harry le resultaba imposible no reparar en ella.
Le dio que pensar. ¿Por qué le interesaba tanto verlo encorvado sobre un fajo de papeles? Porque eso era lo que había estado haciendo toda la semana.
Tal vez debería animar un poco el espectáculo. En serio, sería todo un detalle por su parte. Seguramente ella se aburría como una ostra.
Podía encaramarse a la mesa y cantar.
Comer algo y fingir que se atragantaba. ¿Qué haría ella entonces?
Ése sí que sería un dilema moral interesante. Dejó la pluma un momento, pensando en las diversas damas que había tenido ocasión de conocer. No era tan cínico. Estaba convencido de que al menos algunas de ellas tratarían de salvarlo, aunque dudaba mucho que tuvieran las aptitudes atléticas necesarias para actuar a tiempo.
Lo mejor sería que masticara detenidamente lo que comiera.
Harry inspiró hondo y procuró devolver la atención al trabajo. Había tenido los ojos dirigidos hacia los papeles durante todo el rato que había estado pensando en la chica de la ventana, pero no había leído nada. No había avanzado nada en los últimos cinco días. Suponía que podía correr la cortina, pero eso sería demasiado evidente. Especialmente ahora, a mediodía, cuando el sol daba de lleno.
Clavó los ojos en las palabras que tenía delante, pero no se podía concentrar. Ella seguía allí, seguía mirándolo fijamente, creyendo que estaba escondida tras la cortina.
¿Por qué demonios lo observaba?
A Harry no le hacía ninguna gracia. Era imposible que ella pudiese ver en qué estaba trabajando, y aunque pudiera, dudaba mucho que supiese leer el alfabeto cirílico. Aun así, los documentos que había sobre su escritorio solían tratar temas delicados, a veces incluso de relevancia nacional. Si alguien lo espiaba…
Sacudió la cabeza. Si alguien lo espiaba…, no sería la hija del conde de Rudland, ¡por el amor de Dios!
Y entonces, milagrosamente, desapareció. Primero se giró, levantando el mentón unos tres centímetros quizás, y luego se alejó. Había oído un ruido; es probable que alguien la hubiese llamado. ¡Qué más daba! Lo que a Harry le alegraba es que se fuera. Tenía que ponerse a trabajar.
Bajó los ojos y llevaba media página traducida cuando oyó:
– ¡Buenos días, sir Harry!
Era Sebastian, claramente de un humor festivo; de lo contrario, no le habría llamado sir Nada. Harry no levantó la vista del papel.
– Es por la tarde.
– No cuando uno se despierta a las once.
Harry reprimió un suspiro.
– No has llamado a la puerta.
– Nunca lo hago. -Sebastian se sentó con abandono en una silla sin que al parecer reparara en que su pelo moreno le había caído sobre los ojos-. ¿Qué estás haciendo?
– Trabajar.
– Trabajas mucho.
– Algunos no tenemos condados que heredar -comentó Harry, intentando acabar al menos una frase más antes de que Sebastian acaparara toda su atención.
– Puede que sí -dijo Sebastian en voz baja-, puede que no.
Era cierto. Sebastian siempre había ocupado el segundo lugar en la línea hereditaria; su tío, el conde de Newbury, había engendrado solamente un hijo, Geoffrey. Pero eso no había preocupado al conde (que todavía consideraba que Sebastian era un completo gandul, pese a la década que había estado al servicio del Imperio de Su Majestad); al fin y al cabo, nunca hubo muchos motivos para creer que Sebastian pudiese heredar. Geoffrey había contraído matrimonio cuando Sebastian estaba en el ejército y su esposa había alumbrado dos niñas, con lo que quedaba claro que su primo era capaz de tener hijos.