Él se sonrió.
– Estás borracha.
– Voy a buscar un trabajo -dijo ella, decidida.
– Hablaremos de ello mañana por la mañana.
La expresión de Elizabeth cambió.
– Por favor, déjame embarazada esta noche -y luego todo su cuerpo se relajó. Se quedó dormida.
– Así, no -susurró él-. Así, nunca.
Le quitó suavemente el resto de la ropa, la acostó y arropó. Luego se echó atrás para admirar su belleza y vulnerabilidad.
Su teléfono móvil sonó y él lo atendió enseguida, por miedo a que despertase a Elizabeth.
Pero ella ni se movió.
– Soy Collin. Selina está en mi casa -dijo una voz.
Eran las nueve y media.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Reed.
– ¿Puedes venir?
– ¿Por qué no venís aquí? Elizabeth está dormida…
Reed, por alguna razón, no quería dejarla sola.
– Enseguida iremos -y Collin colgó. Reed cerró suavemente la puerta del dormitorio.
La realidad era que habían perdido la oportunidad aquel mes. Ya que Elizabeth tardaría por lo menos veinticuatro horas en estar remotamente romántica otra vez.
Y eso la enfadaría también.
Empezaba a sentirse un poco agobiado con tantos problemas, los de su negocio y los personales.
Por primera vez Reed se preguntó si el trabajo duro y la ingenuidad serían suficientes para salir sin cargos.
Hubo unos suaves golpes en la puerta de entrada. Fue a abrir.
Reed llevó a Collin y a Selina a su despacho.
– Creí que tenías a alguien protegiendo a Elizabeth -le dijo Reed a Selina.
Selina se sobresaltó.
– Y tengo a alguien -contestó.
– Ha ido al centro hoy. Quiero información sobre cosas como ésa.
– De acuerdo -dijo Selina.
– ¿Ocurrió algo cuando Elizabeth estuvo en el centro? -preguntó Collin.
– Visitó a una amiga. Pero yo no sabía dónde estaba.
– Para que quede claro, ¿quieres un informe de las actividades diarias de la señora Wellington o de amenazas potenciales?
– No estoy espiando a mi esposa -protestó él.
– Tal vez podríamos cambiar algunos aspectos de la operación -sugirió Selina-. Pon a Joe más cerca de la señora Wellington. Por ejemplo, como su chófer. De ese modo no tiene que estar oculto, y puede informarte cada tanto.
– Eso me gusta. ¿Qué más tenéis? -comentó Reed.
– A Kendrick -dijo Collin.
– ¿Te has puesto en contacto con él?
Collin agitó la cabeza.
– Está todavía en Washington, reacio a que lo localicemos. Pero ha salido a la luz más información.
– ¿Es de ayuda?
Collin y Selina se miraron.
– Lamentablemente, Hammond y Pysanski también invirtieron en Ellias y ganaron un pastón.
– Pero ellos son…
– Los antiguos socios de negocios de Kendrick.
– Esto tiene mala pinta… -dijo Selina.
Reed se defendió.
– ¿De verdad creéis que habría empleado este plan para traficar con información confidencial? ¿Creéis que un senador iba a otorgar el contrato a cuatro de sus socios más cercanos pensando que nadie se daría cuenta? Es estúpido.
Collin se inclinó hacia delante.
– ¿Y ésa va a ser tu defensa?
– ¿Tú tienes una mejor?
– De momento, no. Pero si no se me ocurre algo mejor que eso, la Escuela de Leyes de Harvard habría tirado mucho dinero y tiempo conmigo.
– Quiero que esto se termine de una vez. Ya hay muchos problemas sin la necesidad de estas distracciones.
– Mañana me reúno con el Organismo regulador del mercado de valores -dijo Selina.
– Llévate a Collin contigo.
Selina cambió de expresión.
– ¿Qué ocurre?
– A veces Collin choca con mi estilo de hacer las cosas.
– ¿Hay problemas entre vosotros dos?
– Diferencias de estilos -dijo Collin.
Reed no podía creerlo.
– Arreglad vuestras diferencias. Os quiero a ambos en esa reunión.
Selina miró a Collin. Él asintió. Y entonces ella hizo lo mismo.
– Que Joe pase por la oficina mañana por la mañana -dijo Reed-. Lo traeré al ático y le presentaré a Elizabeth.
Elizabeth se despertó mal por la mañana. No había sido buena idea beber con el estómago vacío. Y hacía mucho que no se emborrachaba. Y pasaría mucho más tiempo hasta que bebiera más de dos copas por la noche.
Vio un vaso de agua en la mesilla y dos aspirinas.
«Bendito Reed», pensó.
A la luz del día no pensaba que Reed pudiera engañarla. Iba contra sus principios.
Aunque quisiera engañarla, su honor y sus principios se lo impedirían.
La lluvia resonó en los cristales.
Se había enfadado por varios motivos con Reed el día anterior.
Sin embargo, cuando Reed la había llevado a la cama y la había acostado, ella había recordado por qué se había enamorado de él.
No se acordaba de muchas cosas, pero sabía que le había pedido que le hiciera el amor.
Pero si hubiera sucedido se acordaría, pensó.
Así que no había ocurrido. No estaba embarazada. Y era el tercer día de ovulación.
Pero ni siquiera pensaba que pudiera salir de la cama, y mucho menos seducirlo.
Sonó un trueno en la distancia. Y de pronto el sonido de la lluvia ya no le taladró el cerebro. Las aspirinas habían hecho su efecto.
Intentó dormirse pero no pudo. Finalmente se destapó y se levantó.
Se duchó, se vistió y se maquilló un poco para disimular la mala cara.
No se sentía bien como para ir al gimnasio. Y la lluvia hacía imposible un paseo. Debía hacer algo dentro.
Elizabeth miró a su alrededor buscando inspiración.
Vio las estanterías del salón y tuvo una idea. Podía deshacerse de algunos libros y donarlos a la biblioteca. Llamaría a Rena, la asistenta, para que le llevara algunas cajas de cartón en su camino al ático.
A Reed le gustaban las historias de intriga, el típico libro que no se volvía a leer si se sabía el final. Decidió deshacerse de algunos libros suyos también.
Fue a su despacho y empezó a buscar.
En ese momento olió un aroma que llamó su atención e intentó identificar. No era polvo, ni piel, ni olor a brillo de muebles…
Era perfume de coco.
Se quedó petrificada.
La mujer que había estado en el despacho de Reed olía a coco…
– ¿Elizabeth? -la llamó Reed desde la entrada del ático.
¿La mujer del perfume a coco había estado en el ático? ¿En su ático? ¿En su casa?
¿Qué iba a hacer? ¿Se enfrentaba con él? ¿Buscaba más pruebas? ¿Lo ignoraba?
– Aquí estás -Reed apareció sonriendo-. ¿Te sientes bien?
Ella lo miró en silencio, tratando de conciliar al hombre que ella conocía con semejante comportamiento. ¿Mientras ella estaba intentando desesperadamente salvar su matrimonio él ya lo había terminado?
– Quiero que conozcas a alguien -dijo Reed.
– Joe, ésta es mi esposa, Elizabeth Wellington.
El hombre dio un paso al frente. Era un hombre fuerte, alto.
– Es un placer, señora Wellington -el hombre le extendió la mano.
– Hola -dijo Elizabeth y le dio la mano.
– Joe será tu chófer -continuó Reed.
Ella se sorprendió. El hombre parecía una especie de mercenario. Definitivamente, no era alguien con quien ella quisiera estar sola en un callejón.
– ¿Elizabeth? -dijo Reed-. ¿Estás bien?
Ella lo miró y dijo:
– No necesito un chófer.
Capítulo Cinco
Hanna estaba preparando un té en la encimera de su apartamento.
– Insistió en ponerme un chófer.
Elizabeth había tratado por todos los medios de quitarle la idea a Reed de que le pusiera un chófer, pero su cabezonería había sido terrible.
– Quizás sólo quiera que tengas un chófer. El otro día volviste totalmente borracha.
– Ese hombre no es un chófer.
– Te ha traído aquí, ¿no?