– Yo creo que es un delincuente -afirmó Elizabeth.
– ¿Y tú crees que Reed contrataría a un delincuente?
Elizabeth dudó en responder. Pero finalmente dio voz a lo que le venía dando vueltas en la cabeza.
– ¿Y si ellos tienen razón?
– ¿Quiénes?
– Los del Organismo regulador del mercado de valores. ¿Y si Reed tiene una vida secreta? ¿Y si su riqueza proviene realmente de sus tratos con el submundo? Ya sabes que tiene un montón de dinero…
– Deliras, Elizabeth. Reed es un buen marido y un excelente hombre de negocios.
Cierto, pero últimamente parecía ocultar muchas cosas.
– No es tan buen marido -señaló Elizabeth-. Anda tonteando con la mujer del perfume de coco.
– Tú no sabes realmente si está tonteando con la mujer del perfume de coco.
– Me mintió sobre ella. Y yo sé con certeza que ella ha estado en nuestra casa. ¿Sabes? Mis padres me advirtieron antes de casarme acerca de la gente rica. Decían que no se podía confiar en ellos. Que eran ricos por un motivo, y que la razón no era el trabajo duro y el comercio justo.
– Elizabeth…
– ¿Qué?
– Tú no estabas de acuerdo con tus padres acerca de eso, ¿lo recuerdas?
– Me equivocaba. Y mira adonde me ha llevado.
Hanna reprimió una sonrisa.
– A mí me parece que tienes mucha imaginación. Olvídate de ser apuntadora o recadera. A lo mejor podrías dedicarte a escribir guiones para una futura carrera.
– ¿Qué futura carrera? Probablemente me matarán en un fuego entre bandas de delincuentes, porque sabría demasiado para entonces.
– Estás loca -dijo Hanna agarrando el teléfono-. ¿Cómo se llama?
– Reed Anton Wellington Tercero.
Hanna agitó la cabeza.
– Me refiero a tu chófer.
– Oh, Joe Germain. ¿Qué estás haciendo?
– Estoy llamando a Bert Ralston. Si le dedicas sólo una hora a un periodista de investigación, no te imaginas todo lo que puede averiguar.
Elizabeth volvió al sofá. Era una idea no del todo mala. Al menos así Hanna la creería. Y, al menos, ella sabría si corría algún peligro con Joe.
¿Cómo era posible que Reed le hiciera aquello?
Hanna colgó el teléfono.
– ¿Sabes? Anoche estabas más divertida cuando estabas borracha.
– No te estás tomando suficientemente en serio esto -se quejó Elizabeth.
Hanna se puso de pie para servir el té.
– Me lo tomo todo lo en serio que merece. ¿Quieres galletas de vainilla?
– ¿Cómo es que no tienes resaca? -preguntó Elizabeth siguiendo a Hanna a la zona de la cocina.
– Porque no bebí tanto como tú. Por cierto, ¿cómo te sientes?
– ¿Te refieres al margen del miedo a que me mate algún delincuente de una banda o a irritar a mi chófer?
– Sí.
– Tengo un poco de dolor de cabeza. Reed me dejó unas aspirinas en la mesilla.
– Una prueba más de su naturaleza maligna y su sangre fría -bromeó Hanna.
– Él no quería que yo sospechase nada.
– Bueno, no lo ha conseguido, ¿no?
– Eso es porque tengo una mente deductiva y brillante.
– Más bien por tu paranoia.
– He oído mentiras, he aspirado el perfume de coco.
Sonó el teléfono de Hanna y Elizabeth se sobresaltó.
Hanna atendió el teléfono. Apartó la boca del receptor y formó con la boca el nombre de Bert Ralston.
– ¿De verdad? -pronunció al oír algo al otro lado del teléfono.
– Gracias. Te debo una -y colgó.
– ¿Y? -preguntó Elizabeth. Se sentó porque de pronto sus piernas no la sostenían.
– Joe Germain no es un chófer. Es un guardaespaldas.
– ¿Qué?
– Es un guardaespaldas, Lizzy. Trabaja para una agencia nacional llamada Resolute Charter. Reed está tratando de protegerte.
Elizabeth sintió cierto alivio momentáneo. Pero luego surgieron preguntas.
– ¿De qué está tratando de protegerme?
– Supongo que de los periodistas. Como también están implicados Hammond y Pysanski, el asunto del Organismo regulador del mercado de valores está atrayendo mucha atención.
Elizabeth no tenía ni idea de quiénes eran Hammond y Pysanski. Pero Reed no era miembro de una banda de delincuentes.
– Eso no explica la presencia de la mujer del coco -señaló Elizabeth.
Hanna se sentó en una silla a su lado.
– Si esperas un poco de tiempo, estoy segura de que lo de la mujer del perfume de coco se explicará solo.
– Papá ha llamado aquí buscando una explicación.
Elizabeth estaba encantada de oír la voz de su hermano Brandon al otro lado del teléfono.
– ¿Por qué no me ha llamado a mí? -Elizabeth se sentó en su sofá favorito.
– Papá cree que el FBI tiene tu teléfono pinchado.
– Se trata del Organismo regulador del mercado de valores, y no pinchan teléfonos -replicó.
Aunque no estaba tan segura, pensó Elizabeth.
Si lo hacían, tal vez ella pudiera obtener alguna información sobre la mujer del perfume de coco.
– ¿Qué tal lo llevas?
– Bien.
La verdad era que en aquel momento estaba más preocupada por otras cosas que por el Organismo regulador.
– Entonces, ¿no estás preocupada? -preguntó Brandon.
– Tiene un buen abogado, y dicen que la cosa va bien.
Cuando terminó de hablar pensó que en realidad Reed no le había vuelto a decir nada desde el día en que habían hablado de ello por primera vez.
– ¿Cómo van las cosas en California? -preguntó Elizabeth, animada.
– He contratado otro veterinario, y estamos buscando dos técnicos.
– ¿El negocio va bien?
– Está aumentando. Todavía no estamos en la franja de impuestos en la que estás tú, pero Heather tiene puesto el ojo en una pequeña casa en la costa.
– ¿Vas a vender la casa en la urbanización privada?
– Con una familia que va en aumento…
– ¿Heather está embarazada otra vez?
Elizabeth sintió rabia al notar la pena que sentía ante aquella noticia. Los bebés siempre eran una alegría, aunque sólo fuera un sobrino. Pero no podía evitar la sensación de frustración.
– No, Heather no está embarazada. Lucas no tiene ni un año todavía.
– Claro… -Elizabeth sintió vergüenza por su reacción.
– ¿Lizzy?
– ¿Sí?
– Lamento que no te quedes embarazada.
Elizabeth se quedó helada y sintió un nudo en la garganta.
– ¿Cómo has…? -preguntó.
– Lo vi en tus ojos cuando Heather estaba embarazada -dijo Brandon con tono protector-. Y luego cuando tenías a Lucas en tus brazos… Y lo he notado en tu voz cada vez que hablabas de niños…
– Lo estamos intentando -dijo.
– Lo sé. Y supongo que tienes todos los recursos médicos a tu alcance.
– Sí.
– Te quedarás embarazada, ya lo verás.
– ¿Cuánto tardó…? -Elizabeth se calló. No era asunto suyo.
– ¿Cuánto tiempo tardó Heather en quedarse embarazada?
– Sí.
– Dos meses más o menos.
Elizabeth sintió una intensa punzada de tristeza. Ella y Reed llevaban tres años intentándolo.
– Ya verás como pronto tendrás un bebé en brazos -la animó su hermano.
– ¿Y si no ocurre?
– Es pronto para pensar en alternativas, créeme. Soy médico.
– Eres veterinario.
– Pero me paso mucho tiempo con ese tema en gatos, perros, caballos, cabras…
– Yo no soy una cabra.
– El principio es el mismo.
En aquel momento Heather se acercó y le quitó el teléfono.
– Tu hermano es un bruto. Lo voy a matar -dijo Heather.
– Yo no he dicho que sea una cabra -se defendió Brandon.
– Cállate -dijo Heather. Luego se dirigió a Elizabeth y le dijo-: Hay muchas alternativas. ¿Has intentado la fertilización in vitro?
– Mmmm… No.