Elizabeth lo rodeó con sus brazos y pronunció su nombre entre besos. Él volvió a besarla apasionadamente.
Ella rozó su torso con los pechos. Sus pezones se endurecieron, eran sensibles a la tela de su vestido. Su piel empezó a estremecerse a su tacto.
Reed le agarró el trasero desnudo y se deslizó hacia su espalda, levantándole el bajo del vestido hasta las caderas. Empezó una íntima exploración y pronto ella comenzó a sudar.
Ella le desabrochó los botones de la camisa y puso la mano en su pecho, empezando a acariciarlo.
– Te he echado de menos -susurró él.
Ella asintió. Las palabras estaban fuera de su alcance en aquel momento. Sentía la suavidad de la piel de Reed, sus músculos firmes, el fuego en sus venas.
Él le acarició la pierna, la rodilla, jugó con el arco de su pie. Ella echó atrás la cabeza y los besos de Reed encontraron su cuello. Luego bajó la boca hasta su pecho. Besó sus pezones a través de la seda del sujetador.
Ella gimió.
– Te quiero -susurró Reed contra su pecho-. Estoy locamente, apasionadamente enamorado de ti.
– Oh, Reed.
– Pase lo que pase…
Reed la levantó en brazos y la llevó por el pasillo hasta su dormitorio. Luego cerró la puerta.
Las luces estaban apagadas pero la iluminación del pueblo y la luz del faro daban una cierta luminosidad a la habitación.
Reed la sentó en el borde de la cama. Luego se quitó la chaqueta y la corbata. Tenía la camisa abierta. Se agachó y se arrodilló y le abrió a Elizabeth las piernas para ponerse en medio de ellas.
Ella lo besó y hundió los dedos en su pelo. Se echó hacia delante y entró en contacto con el pecho de Reed.
Él le quitó el vestido, le desabrochó el sujetador y éste cayó entre ellos. Luego la miró y la tumbó suavemente en la cama. Él le acarició el vientre, el ombligo, el espacio entre sus pechos y los hombros.
Su boca siguió a sus manos, trazando el rastro con besos en todo su cuerpo, y finalmente la besó en la boca tirando de ella hacia él.
Elizabeth sintió el algodón de su camisa sobre su piel, su vientre, sus pechos.
El beso se hizo más profundo y ella hundió los dedos en su espalda y cerró los ojos. Se estremeció de deseo.
Luego los abrió y vio algo amarillo. Reed le extendió el brazo izquierdo y pasó uno de los pañuelos a lo largo de él.
Estaba bromeando, pensó ella. Tenía que estar bromeando.
Pero Reed se lo ató a la muñeca y, por el otro lado, a un poste de la cama.
Él movió su otro brazo y ella sintió la misma sensación. Se estremeció.
– ¿Reed?
– Confía en mí -susurró él.
Entonces se puso de pie y se quitó la camisa y todo lo demás.
Ella estaba inmóvil, sin mover el brazo. Miró el cuerpo magnífico de Reed. Tenía el pecho ancho, los hombros fuertes, los brazos tonificados, las manos hábiles.
Se inclinó hacia Elizabeth y ella tragó saliva.
Reed la situó en el centro de la cama. Puso una rodilla a cada lado de su vientre, sin poner peso sobre ella.
Le extendió el brazo derecho otra vez y le anudó un extremo a la muñeca.
No lo haría en serio, ¿no?, se preguntó ella.
Reed ató el otro extremo del pañuelo a la columna de la cama.
– Reed…
– ¿Crees que voy a hacerte daño?
Negó con la cabeza.
– ¿Crees que te haría algo que no te apeteciera?
Ella volvió a agitar la cabeza.
– ¿Confías en mí?
Elizabeth asintió.
– Bien.
Él la besó en la boca apasionadamente. Ella lo habría abrazado, pero su instinto le decía que se quedara quieta.
Él le besó la mandíbula, el cuello, los hombros. Jugó con uno de sus pezones y luego lo metió en su boca.
Elizabeth gimió y se arqueó y entonces él se ocupó de su otro pezón.
Ella se estremeció de placer.
Pronunció su nombre, pero él siguió acariciando su vientre, sus piernas, sus rodillas, hasta sus tobillos.
Luego deslizó una mano por la parte interior de un muslo y subió lentamente hasta su centro. Y ella casi se murió de placer.
Separó las piernas.
– Ahora, Reed -dijo.
Él se puso encima de ella, y entró dentro con un solo movimiento. Elizabeth dio un gemido gutural y lo rodeó con sus brazos instintivamente. Los pañuelos se cayeron y ella se dio cuenta de que no los había atado realmente. Se aferró a él fuertemente con las piernas para sentirlo.
La sensación fue abrumadora. Ella estaba ardiendo, mientras sus cuerpos se encontraban.
Sintió una sensación casi insoportable en su cerebro y en su cuerpo, un latido rápido, caliente, que irradiaba todo su cuerpo.
Gimió el nombre de Reed y apretó su cuerpo contra el de él mientras el ritmo de Reed se hacía cada vez más rápido y más violento, hasta que algo estalló dentro de ella, y la dulce miel pareció derramarse en todo su cuerpo.
Luego, su pulso volvió lentamente a la normalidad.
Reed le alisó el pelo.
– Eres hermosa.
– Te quiero -respondió ella.
Él la estrechó fuertemente y rodó con ella por la cama.
Reed le acarició el cabello nuevamente, con la cabeza de Elizabeth apoyada en su hombro.
Su viaje a Biarritz fue como una segunda luna de miel.
Caminaron por la playa, alquilaron un yate, hicieron surf y visitaron tiendas pequeñas, incluso compraron un cuadro que enviaron por barco.
Hicieron el amor todos los días y fue como volver a conocerse.
Él temía el regreso a la realidad. Había llamado a Collin, a Selina y a Devon todos los días, pero sin interrumpir el ritmo pausado que tenía con Elizabeth.
Pero sabía que se le estaban acumulando cosas en el escritorio, y que tenía que volver.
Habían anunciado lluvia.
Que lloviera. Le daba igual, pensó él. Reed imaginaba una tarde de lluvia maravillosa con su increíble esposa, dentro del chalet.
– ¿Por qué no puede ser siempre así? -preguntó ella.
– ¿Te refieres al atardecer?
– Me refiero a nosotros. A estar juntos, sin problemas.
Reed sonrió.
– Bueno, en primer lugar, nos quedaríamos sin dinero.
Ella se incorporó para mirarlo.
– ¿Sí?
– Por supuesto.
– Tal vez podríamos vender algunas empresas. O tal vez podrías contratar a un director que te las dirigiera, ¿no?
– No funciona así.
Todo en su conglomerado estaba interconectado. Y también estaba interconectado con las empresas de su padre. Wellington International corno un todo valía mucho más que la suma de sus partes.
– Entonces, ¿cómo funciona? -preguntó ella.
Reed no sabía bien cómo explicarle las complejidades de su trabajo.
– Las empresas dependen unas de otras -le dijo-. Y alguien tiene que ocuparse de toda la escena.
– ¿Y qué me dices de Collin?
– Collin tiene su propio trabajo. No puede hacer el mío también.
Ella dejó escapar un suspiro.
– Me parece que exageras. No creo que seas imprescindible. Esta semana no te han echado de menos.
– Una semana no es mucho tiempo.
Y él había estado controlando unas cuantas cosas desde su ordenador portátil y el teléfono.
– Me gusta que pasemos tiempo juntos.
– A mí también me gusta que pasemos tiempo juntos.
Alguien golpeó suavemente la puerta.
– ¿Señor Wellington?
– ¿Sí?
Reed abrió la puerta y vio a uno de los empleados de la casa.
– Una llamada telefónica para usted, señor.
– Evidentemente, debe de ser algo importante -dijo Elizabeth.
– Evidentemente -repitió él.
Había decidido tener el teléfono móvil apagado casi todo el tiempo, y le había pedido a la gente de la oficina que no se pusiera en contacto con él a través del teléfono del chalet salvo que fuera una emergencia.
El hombre uniformado le indicó dónde estaba el teléfono. Este estaba en un rincón de la habitación. Reed se sentó en una silla.