Como toque final se puso perfume en el cuello y se bajó un tirante. Luego se estiró y se pasó la mano por el vientre. El diamante de su anillo se reflejó en el espejo de cuerpo entero.
Reed era su marido, se recordó. Ella tenía derecho a seducirlo. Además, Hanna estaría orgullosa.
Atravesó la habitación y apagó la luz. Salió y caminó por el pasillo.
– ¿Reed? -dijo con voz sensual en la puerta de su despacho.
Abrió y puso una pose sensual.
Dos hombres levantaron la vista del papel que estaban leyendo.
Al ver el atuendo sexy de su esposa, Reed se quedó con la boca abierta. Las palabras que iba a pronunciar se desvanecieron en sus labios. La carta del Organismo regulador del mercado de valores que tenía en la mano cayó al escritorio, mientras, a su lado, el vicepresidente, Collin Killian, dejaba escapar una exhalación de shock.
A Collin le llevó tres segundos apartar la vista. Reed pensó que no podía culparlo. Elizabeth había tardado cinco segundos en exclamar y salir corriendo por el corredor.
– Uh… -empezó a decir Collin, mirando por encima del hombro hacia la puerta, ahora vacía.
Reed juró mientras se ponía de pie y oía el portazo del dormitorio. Collin agarró su maletín.
– Te veré luego -dijo.
– Quédate -le pidió Reed atravesando la habitación.
– Pero…
– Acabo de descubrir que el Organismo Regulador del Mercado de Valores me ha abierto una investigación. Tú y yo tenemos que hablar.
– Pero tu esposa…
– Hablaré con ella primero.
¿En qué estaba pensando Elizabeth?, se preguntó.
Caminó hacia el pasillo.
Collin gritó por detrás de éclass="underline"
– ¡Me parece que lo que ella tiene en mente no es hablar!
Reed no se molestó en contestar.
Pero, visto lo visto, Elizabeth tendría que hablar, pensó Reed. Él no llevaba el control de su temperatura corporal, pero estaba seguro de que no era la fecha apropiada. Él echaba de menos el hacer el amor espontáneamente tanto como ella, pero también quería ser padre. Y sabía perfectamente que ella quería ser madre.
El hacer el amor programadamente era frustrante. Pero era un sacrificio que valía la pena.
Puso la mano en el picaporte tratando de controlar sus hormonas, entusiasmadas por la imagen que lo estaría esperando dentro del dormitorio. Su esposa era una mujer sexy y sensual, pero él tenía que ser fuerte por los dos.
Abrió la puerta y dijo:
– ¿Elizabeth?
– ¡Vete! -dijo ella con la voz apagada mientras se envolvía en un albornoz. La luz del aseo la iluminó por detrás mientras cerraba la puerta y entraba en el dormitorio.
– ¿Qué sucede? -preguntó él suavemente.
Ella agitó la cabeza.
– Nada.
Él deseaba estrecharla en sus brazos, quizás meter las manos por debajo del albornoz y apretarla contra su cuerpo. Le llevaría tan poco esfuerzo abrirle el albornoz, ver la bata que tenía debajo y mirar su lujurioso cuerpo…
Collin se figuraría que debía marcharse.
– ¿Es el momento adecuado? -preguntó Reed.
Sabía que no era posible que ella estuviera ovulando, pero tenía esperanzas. Ella agitó la cabeza lentamente. Él se acercó.
– Entonces, ¿qué estás haciendo?
– He pensado… -hizo una pausa-. Quería… -lo miró con sus ojos verdes-. No sabía que Collin estaba aquí.
Reed sonrió.
– Debe de pensar… -empezó a decir Elizabeth.
– De momento, debe de pensar que soy el hombre más afortunado del mundo -respondió Reed. Ella le clavó la mirada.
– Pero no lo eres.
– Esta noche, no.
Ella desvió la mirada.
– ¿Elizabeth?
Ella lo volvió a mirar.
– Pensé… No estamos…
El imaginaba qué quería decir. Era tentador, muy tentador. En aquel momento no había nada que él deseara más que hacerle el amor apasionadamente en su enorme cama y fingir que no existía ninguno de sus problemas.
Deseaba postergar la charla sobre la investigación del Organismo regulador del mercado de valores. Pero no quería arriesgarse. Si hacían el amor en aquel momento, Elizabeth no se quedaría embarazada aquel mes, y sus lágrimas romperían el corazón de él.
– ¿Puedes esperar a la semana que viene? -preguntó Reed.
La pena y la decepción nublaron los ojos de Elizabeth. Ella abrió la boca para hablar, pero luego apretó los dientes y cerró los ojos unos segundos.
Cuando los abrió su expresión se suavizó y pareció recuperar el control.
– ¿Ocurre algo? ¿Por qué está Collin…?
– No ocurre nada -le aseguró Reed.
Nada excepto una investigación fraudulenta, que Collin invalidaría tan pronto como le fuera posible.
Reed no había hecho ningún negocio ilegal ni falto de ética, pero podía caerle la máxima sentencia por el actual clima que se respiraba en relación con los delitos de cuello blanco.
Por eso se tenían que ocupar de ello cuanto antes.
Tenía que encontrar una solución antes de que la prensa o cualquier otra persona metiera la nariz. Incluida Elizabeth. Sobre todo Elizabeth.
Su especialista decía que a menudo la infertilidad estaba relacionada con el estrés, y ella ya estaba suficientemente estresada por querer quedarse embarazada, por no mencionar la organización de la fiesta de su quinto aniversario de casados, como para agregarle más preocupaciones.
Lo que menos falta le hacía era preocuparse por un posible caso en los juzgados.
– Tengo que ir al apartamento de Collin un rato -le dijo Reed a Elizabeth.
– ¿Un rato? -ella pareció sorprendida.
– Sí, pero es una cuestión rutinaria -contestó Reed.
Esperaba no tardar mucho.
– Claro -dijo ella asintiendo.
– ¿Por qué no te ocupas del menú del catering mientras estoy fuera?
Habían invitado a trescientos invitados a la fiesta. Había muchos detalles que necesitaban la atención de Elizabeth.
– Claro… -contestó ella-. Me ocuparé de los postres…
El comentario sarcástico no era típico de Elizabeth, y Reed sabía que debía preguntarle qué pasaba.
Pero no quería meterse en ello, porque podría llevarlo a abrazarla, a besarla y a echar sus buenas intenciones por la borda. La tentación era demasiado fuerte.
– Te veré dentro de una hora -le dijo él sensualmente.
Le dio un casto beso en la frente.
Le acarició el pelo y se estremeció todo entero. Ella le agarró la muñeca un momento. Y aquello fue suficiente para que Reed dudara de su decisión de marcharse.
Pero tenía que irse. Le había prometido que haría todo lo posible por darle un hijo.
Y lo haría.
Sin mirarla, caminó hacia la puerta. Salió al pasillo y fue a su despacho. Collin estaba al lado del escritorio, con expresión incierta.
– Vamos -dijo Reed poniéndose la chaqueta de su traje y yendo hacia la entrada del ático.
Collin no hizo ninguna pregunta. La discreción era lo que más le gustaba a Reed de Collin.
– Tengo la carta del Organismo regulador del mercado de valores -le confirmó Collin cuando la puerta se cerró detrás de ellos.
Se dirigieron al ático de Gage Lattimer. El amigo y vecino de Collin y Reed, Gage, había sido nombrado también en la carta del Organismo regulador como parte de la investigación.
– ¿Tienes el sobre también? -preguntó Reed.
No quería que Elizabeth pudiera encontrarse con ningún resto de la prueba.
– Todo -dijo Collin deteniéndose frente a la gran puerta de roble del apartamento de Gage-. Y he cerrado tu buscador de páginas web.
– Gracias -asintió Reed.
Esperaron en silencio.
La puerta finalmente se abrió. Pero no fue Gage el que estaba frente a ellos, sino una alta y atractiva morena que parecía a la defensiva y que tenía aspecto de culpabilidad.