– Te estás pasando…
– ¿Le mientes a ella sobre dónde estás? ¿Con quién estás?
– Por favor, ¿puedes…?
– No quiero compartir tu cama solamente. Necesito más que los minutos que me dedicas al margen de tus obligaciones. Quiero más información que los retazos que me das. Te necesito a ti, Reed. Quiero compartir tu vida contigo.
– Tú estás compartiendo mi…
– Esto no es un matrimonio. Tú y yo no compartimos lo que comparten los matrimonios y lo que fundamenta su vida juntos. Sí, somos buenos en la cama. Me atraes mucho. Hasta me gustó lo de los pañuelos en Francia. Pero necesito más. Te necesito todo. No puedo, no voy a jugar el papel de segundona por detrás de tus profesionales.
Elizabeth hizo una pausa y luego continuó diciendo:
– Voy a terminar de hacer las maletas, Reed. Luego Lucas y yo nos iremos.
– No, no lo harás.
– Sí, claro que lo haremos. Y tú no puedes detenerme.
– Me voy yo -dijo Reed-. Es casi media noche. No vas a salir con un bebé y llevártelo a un hotel en medio de la noche. Vosotros dos os quedáis aquí.
Él no esperó la respuesta. Simplemente, se dirigió a la puerta y salió del ático.
No tenía otra opción. Si ella había tomado una decisión, la había tomado. Él había sido el mejor marido que había podido ser, y si eso no era suficiente, lo único que le quedaba por hacer era apartarse.
Elizabeth había puesto a Lucas en su tumbona cuando llegó Hanna.
– Lo único que puedo decir es que Joe Germain sabe cuidar el cuerpo de una chica -dijo Hanna cuando llegó al día siguiente al mediodía.
– ¿Una buena noche? -preguntó Elizabeth, agotada de su mala noche.
No había dormido apenas, y no había parado de dar vueltas en la cama.
Sabía que no podía seguir con Reed, pero a la vez lo echaba mucho de menos, especialmente en la cama grande.
Cuando pensaba que él no iba a estar nunca más allí, que sus brazos no la volverían a abrazar, que nunca más iba a sentir su cuerpo encima del de ella, quería morirse.
Hanna sonrió y dijo:
– Joe es el hombre más sexy, más recio y más creativo del planeta.
Elizabeth hizo un esfuerzo por sonreír.
– Jamás se me habría ocurrido que… No habría…
– ¿Lizzy? -Hanna miró sus ojos y la miró, preocupada-. ¿Qué diablos ocurre?
Elizabeth se puso a llorar y Hanna la acompañó al sofá y se sentó con ella.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Se trata de los Vance? ¿De Lucas?
Elizabeth agitó la cabeza. Sentía un nudo en la garganta y tenía el pecho oprimido.
– Se trata de Reed.
– ¿Ha sucedido algo con la Organización reguladora?
– Reed y yo rompimos anoche. Él no tenía una aventura. Eso lo sé. Pero es lo mismo. No comparte su vida conmigo, Hanna. Lo han extorsionado por diez millones de dólares, y ni siquiera me lo ha mencionado. Pero con ella… A ella… le envía una docena de correos electrónicos al día.
– ¿Te refieres a que tu marido tiene sexo por Internet? -preguntó.
– Yo diría que tiene una vida por Internet. A mí me miente, me evade, me protege. Pero ella está al tanto de sus esperanzas, de sus miedos, de sus sueños. Yo quiero eso -dijo Elizabeth.
– Pero él no se acuesta con ella…
– No.
– ¿Y se acuesta contigo?
– Se acostaba.
– ¿Y no hay ningún modo de arreglar lo otro? Quiero decir, ahora que tú sabes lo del chantaje…
– Si no es esto habrá otra cosa. Algo por lo que se preocupe y que a mí me disguste, cosas que necesita mantener en secreto por mi propio bien. ¡Tiene ese increíble sentimiento de protección! Y se niega a tratarme como a una adulta. Yo podría ayudarlo. Podría haberlo ayudado.
– ¿Con la amenaza del chantaje?
– Sí.
– Sí. Bueno, por supuesto. Porque con tu extensa experiencia en técnicas de investigación delictiva, y tu entrenamiento en combate cuerpo a cuerpo…
– Pareces Joe…
– ¿Has intentado hablar con Reed?
– Sí, me he cansado de hablarle.
Pero no había modo de convencerlo de que la dejase participar. Si ella no podía entrar en su vida, no podía ser su esposa.
– ¿Lo amas todavía? -preguntó Hanna.
Las lágrimas que se habían secado amenazaron con volver a salir.
– No es algo que puede acabarse de un día para otro.
– Te digo que se ha terminado. La dejé porque ella me lo pidió -Reed se puso de pie y habló con firmeza.
– Y yo te digo que no puede terminarse durante tres semanas más -dijo Collin.
– No es que yo no la vaya a mantener. Ella puede tener lo que quiera.
– Ese no es el tema, y tú lo sabes.
Reed lo sabía. Pero se negaba a aceptarlo.
– Para hacerla feliz, tengo que alejarme -afirmó.
– Pero para protegerla, tienes que volver -Collin se sentó en una silla-. El juez querrá ver una familia intacta. ¿Quieres que Elizabeth pueda quedarse con Lucas? Tienes que volver al ático y quedarte allí hasta que termine el juicio.
– No es posible -dijo Reed.
Intentó imaginar la reacción de Elizabeth si lo veía aparecer de nuevo.
– Tú no lo comprendes. Jamás has estado casado -añadió.
– No te estoy dando consejos para tu matrimonio -respondió Collin-. Te estoy dando consejos legales. Duerme en el sofá. Come en restaurantes. Tú trabajas dieciocho horas al día, de todos modos. No tendréis que veros mucho.
Las palabras de Collin le recordaron a las de Elizabeth.
– No trabajo dieciocho horas al día.
– ¿Cuántas veces has tenido cenas de negocios durante el último mes?
Reed intentó recordar.
– Algunas.
– Diecisiete, para ser exactos. Devon me ha mostrado tu agenda.
– ¿Diecisiete? -dijo Reed, sorprendido.
Además, había tenido las reuniones de la Cámara de Comercio y un par de viajes de negocios a Chicago, pensó.
Intentó recordar su última noche con Elizabeth. Habían comido juntos en el aniversario de su matrimonio, por supuesto. Pero él se había estado ocupando de un montón de problemas mientras ella había estado bailando con otros hombres.
– Quiero dejarte clara una cosa -dijo Collin-. Yo no tengo ningún interés en tu esposa. Pero me alegro de que lo haya hecho. Si yo estuviera en su lugar, te habría dejado hace mucho tiempo.
– Wellington International no se dirige sola -señaló Reed.
Él no iba a cenas de negocios porque prefiriese eso a volver a casa. Eran importantes. Eran necesarias.
– ¿Y crees que no lo sé? -apuntó Collin.
– ¿Y cuál es tu solución?
– Mi solución es quedarse soltero.
Reed se sentó.
– Me parece que yo voy a hacer lo mismo.
– Pero no hasta dentro de tres semanas.
– De acuerdo -dijo, reacio, Reed.
Por Elizabeth y por Lucas.
Ella se resistiría, estaba convencido de ello. Pero él la convencería de que era por su propio bien.
La última persona que Elizabeth pensaba que podía llamar a la puerta era Reed. Era surrealista que no hubiera empleado su llave. Además, se lo había estado imaginando durante tantas horas en su mente, que verlo en persona le había provocado un shock.
Pero notó que su corazón daba un salto de alegría también.
Reed no entró.
– Siento molestarte -dijo.
– No hay problema. Lucas acaba de acostarse a dormir la siesta.
Reed asintió.
– Yo…
Elizabeth se preguntó si necesitaría algo, más ropa, o algo así.
– ¿Podemos hablar? -preguntó Reed, muy serio.
– Por supuesto -dijo ella, con esperanza, a su pesar.
Lo dejó pasar.
Reed entró y dejó las llaves en el sitio donde solía dejarlas habitualmente.
Aquel gesto comprimió el corazón de Elizabeth.
– ¿De qué quieres hablar?
Deseaba que aquello se acabase cuanto antes. Sabía que su presencia le iba a revolver la historia y que la esperaba el llanto una vez más cuando Reed se marchase.