– ¿Cuántas empresas había en la lista? -preguntó Reed.
¿Habían comprado Hammond y Pysanski las empresas que aparecían en la lista especulando?
– Generalmente, de tres a cinco -dijo Selina-. Pero parece que la decisión no oficial coincidió con la lista provisional. Porque invirtieron en la empresa adecuada todas las veces.
– Entonces, Kendrick es culpable -dijo Reed.
– Al principio, yo también pensé que era Kendrick. Pero luego encontré esto. -Sacó un papel de su maletín-. Uno de los ayudantes del senador, Qive Neville… Aparecían diez mil dólares depositados en su cuenta el día después a la compra de valores de Hammond y Pysanski.
– ¿Sería un retribución? -preguntó Reed.
Selina asintió.
– Pero Gage y tú comprasteis vuestras acciones antes que Hammond y Pysanski -dijo ella-. Antes de la lista provisional -sonrió Selina.
– Entonces, ¿se ha acabado? -preguntó Reed.
Collin le golpeó el hombro.
– Se ha acabado -le dijo.
La limusina paró frente al número 721 de Park Avenue.
Reed le devolvió el papel del banco a Selina.
– Bien hecho, equipo. Espero que no os toméis mal esto. Pero adiós -Reed salió del coche.
– ¿Sabes? Hay otra opción -dijo Hanna.
– No, no la hay -respondió Elizabeth.
No había forma de salvar su matrimonio. Lo único que le quedaba era salvarse a sí misma. Reed no iba a cambiar nunca. Por eso tomaba una medida tan drástica.
Hanna dejó la copa de vino en la mesa baja y dijo:
– Puedes decirle que te has equivocado, que lo amas, y que quieres salvar tu matrimonio.
– Sí -se oyó una voz masculina.
Elizabeth casi tiró la copa que tenía en su regazo. Hanna abrió los ojos como platos y miró hacia el vestíbulo.
– Puedes hacer eso -dijo Reed dejando las llaves.
– Reed… -dijo Hanna tragando saliva.
– Hola, Hanna.
– Lo siento tanto… -dijo, incómoda-. Yo estaba… Estábamos…
Reed negó con la cabeza.
– No lo sientas. Si pensara que puedes convencerla, me marcharía y te dejaría que siguieras.
– Ella no me convencerá -dijo Elizabeth, decidida.
Eran casi las diez de la noche, y aquel día era otro ejemplo de la agenda despiadada de Reed. Había ido a Chicago por una reunión. Claramente, había pasado todo el día allí. Claramente, había tenido cosas más importantes que hacer que arropar a Lucas cuando se fuera a dormir.
Quizás fuera culpa suya. Tal vez ella no fuera lo suficientemente interesante como para que él volviese a casa a su lado. Tal vez debería haber conseguido un trabajo hacía años y haberse transformado en una esposa más interesante para él.
Pero, ¿cómo iba a saber si ella era interesante o no si apenas aparecía para conversar?
Reed agarró la botella de vino y levantó las cejas al ver que estaba vacía.
– ¿Queréis que abra otra? -preguntó.
Hanna se puso de pie.
– Yo tengo que marcharme, y dejaros…
– Quédate -le dijo Reed-. Evidentemente, tú estás de mi parte. Parece que habéis empezado sin mí, pero me encantaría unirme a la fiesta.
Hanna miró a Elizabeth como sin comprender. Esta se encogió de hombros. Reed y ella no tenían planes de estar solos. Y era casi mejor que estuviera Hanna, para que no se hiciera una situación tan incómoda entre ambos hasta la hora de dormir.
– Trae otra botella de vino -le dijo Elizabeth.
Reed sonrió sinceramente y ella sintió que aquella sonrisa la debilitaba. Sería mejor no emborracharse si se quedaba con él.
Reed fue a buscar el vino y luego volvió con una botella abierta.
– Es un Château Saint Gaston del ochenta y dos -dijo con satisfacción Reed.
Elizabeth pestañeó.
– ¿Acabas de abrir una botella de vino que cuesta diez mil dólares? -preguntó Hanna con un carraspeo.
Reed fingió mirar la etiqueta.
– Creo que sí -contestó Reed, y sirvió tres copas de vino.
– Propongo un brindis -dijo, aún de pie.
– Por favor, no lo hagas… -dijo Elizabeth.
Ella no sabía qué tenía él en mente, pero desconfiaba.
– Un brindis -dijo Reed con voz más suave-. Por mi hermosa e inteligente esposa.
– Reed… -le rogó Elizabeth.
– Hoy te he mentido -dijo Reed.
Eso no tenía nada de nuevo, pensó ella.
– No he estado en Chicago.
Ella se estremeció ante aquella creatividad.
– Me da igual. Salud -dijo ella. Levantó la copa para beber.
– Esta es una botella de vino de diez mil dólares. Merece cierto respeto… -comentó él.
Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro.
– He estado en California -continuó.
Elizabeth esperó.
– Irónicamente, por consejo de mi querido padre, fui a ver a los Vance.
Ella se quedó helada.
– No… -dijo ella.
– Y mientras estaba allí me di cuenta de que tú, querida Elizabeth, tienes razón, y que yo estoy totalmente equivocado -se sentó en el reposabrazos del sofá donde estaba ella-. Te prometo que no te mentiré nunca más.
Elizabeth buscó sus ojos. La miraban con calidez y cariño, pero ella no sabía qué decir.
– Gracias -pronunció finalmente.
Él sonrió y luego levantó la copa y tomó un sorbo de vino.
Elizabeth hizo lo mismo, aunque no podía probar nada.
– Te amo -dijo Reed.
– ¡Eh! Realmente creo que… -Hanna se puso de pie.
– Bebe el vino -le ordenó Reed-. Es posible que te necesite más tarde.
Hanna se sentó nuevamente.
– ¿Por dónde iba? -preguntó él.
– ¿Estás borracho? -preguntó Elizabeth, tratando de entender aquel comportamiento.
No parecía Reed.
– Oh, sí, ahora recuerdo. Los Vance no van a impugnar el testamento.
– ¿Qué? -Elizabeth tenía miedo de haber oído mal.
Él asintió para confirmarlo y luego repitió:
– Los Vance no van a pelear por la custodia de Lucas. Y no, no estoy borracho.
Elizabeth sintió una punzada de optimismo.
– ¿Cómo…? -empezó a preguntar.
– Con habilidad, inteligencia y ganas. Además de un jet privado muy rápido.
– Deja de dar vueltas -le pidió Elizabeth.
Aquélla era una conversación sería.
– Oh, creo que voy a dar unas vueltas más -Reed bebió otro sorbo de vino. Y agregó-: Vale cada céntimo.
– Sigue, Reed.
– Gracias. Y ahora, ¿quieres ayudarme a convencerla de que vale la pena que se quede conmigo?
– Vale la pena que te quedes con él -dijo Hanna.
– Traidora -murmuró Elizabeth.
Pero hasta ella se estaba quedando sin excusas para abandonarlo. Era verdad que le había mentido sobre Chicago, pero lo había hecho por Lucas, y por ella.
– Elizabeth me dijo que eras estupendo en la cama -dijo Hanna.
– ¡Hanna! -exclamó Elizabeth horrorizada.
– Bueno, ésa es sólo una de mis virtudes -dijo Reed.
Hanna sonrió.
– Y una cosa más -se puso serio-. Estaré en casa todas las noches de ahora en adelante. O trabajaré a tiempo parcial. O venderé mis empresas. O podemos mudarnos a Biarritz si es necesario.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Elizabeth.
– Estoy diciendo que estoy dispuesto a hacer todo el esfuerzo que haga falta en mi matrimonio, como lo he puesto en mis negocios.
Elizabeth se quedó sin habla. Sintió una opresión en el pecho. Miró a Reed.
– ¿Estás hablando en serio? -preguntó.
– Me parece que la palabra que estás buscando es «sí» -dijo Hanna codeando a Elizabeth.
Capítulo Doce
Elizabeth y Reed estaban yendo a la habitación de Lucas cuando éste se movió.
Reed entró en la habitación y lo acunó hasta que el niño volvió a dormirse, mientras Elizabeth iba a su dormitorio.
Reed se quedaba. Iban a tratar de solucionar sus problemas. Él había decidido que valía la pena luchar por su amor, y si había algo que su esposo podía hacer era lograr cualquier objetivo que se propusiera.