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– ¿Y no crees que eso puede alejarnos más?

– Tendrías algo interesante de que hablar cuando volvieras a casa.

Elizabeth iba a protestar diciendo que Reed y ella hablaban de cosas interesantes, pero se calló al darse cuenta de lo vacío que sonaría eso.

Reed era un adicto al trabajo y se negaba a hablar de Wellington International con ella. Pensaba que los problemas de negocios podrían afectarla. Pero si ella introducía sus propios asuntos de negocios, sobre todo si había problemas, ella estaba segura de que él se involucraría en la conversación.

Hmmm… Conseguir un trabajo. Desarrollar una identidad. La idea le resultó atractiva. De hecho, se preguntaba por qué no se le había ocurrido antes.

Pero había un problema.

– ¿Y quién va a contratarme? No trabajo desde que me gradué en la universidad, con una licenciatura en teatro musical.

Elizabeth no podía imaginarse de apuntadora o algo así. Sería estúpido ser la esposa de un millonario y aceptar un puesto bajo. Sin mencionar lo embarazoso que podría ser para Reed.

– El trabajo no tiene por qué gustarle a él -agregó Hanna, adivinando los pensamientos de Elizabeth.

– ¿Y eso no estropearía el objetivo?

Ella estaba intentando salvar su matrimonio, no disgustar a su marido.

– ¿Qué quieres tú?

Elizabeth se sintió cansada de repente.

– Tarta de frambuesa.

– ¿Y después de eso?

– Un bebé. Mi matrimonio. Ser feliz. No lo sé.

– ¡Bingo! -dijo Hanna. -¿Bingo qué?

– Hazte feliz, Elizabeth. Busca tu felicidad. Independientemente de Reed, de un bebé o de lo que sea. Constrúyete una vida propia que te dé satisfacción. Lo demás tendrá que solucionarse alrededor de eso -Hanna hizo una pausa-. ¿Qué tienes que perder?

Era una excelente pregunta.

Había poco que perder. Si no cambiaba algo drásticamente y pronto, perdería su matrimonio. Ciertamente, no tendría un bebé. Y no tendría ningún tipo de vida.

Hanna tenía razón.

Tenía que salir fuera y conseguir un trabajo.

– ¿Un trabajo? -repitió Reed.

Elizabeth se puso perfume mientras se preparaba para ir a la cama.

– ¿Quieres decir que quieres formar parte de alguna organización caritativa? -preguntó Reed.

Había una serie de organizaciones que se alegrarían de contar con su ayuda.

– No me refiero a eso. Me refiero a un verdadero trabajo.

Reed se quedó perplejo.

– ¿Por qué?

– Eso haría que salga de casa, al mundo, me ayudaría a conocer gente nueva.

– Puedes salir de la casa cuando quieras.

– El hacer compras no me da la misma satisfacción.

Él la miró, intentando adivinar qué le pasaba realmente.

– Hay más cosas que ir de compras.

– Exactamente -Elizabeth se puso de pie y agarró un bote de crema.

– La Fundación del hospital estaría encantada de tenerte en su junta directiva.

– Mi licenciatura es en teatro.

– Entonces, la junta directiva de las artes. Puedo llamar a Ralph Sitman. Estoy seguro de que uno de los comités…

– Reed, no quiero que hagas una llamada. Quiero preparar mi curriculum, salir y solicitar un trabajo.

– ¿Tu curriculum? -preguntó Reed sin poder creerlo.

Ella era una Wellington. No necesitaba un curriculum.

– Sí -ella se giró hacia el espejo y se aplicó la crema en la cara.

– ¿Piensas ir a los teatros con un curriculum debajo del brazo?

– Así es como se hace, generalmente.

– No en esta familia.

Si él tenía suerte, la gente pensaría que ella era una excéntrica. Pero algunos pensarían que necesitaba dinero. Que él era un miserable que no satisfacía sus necesidades.

Elizabeth cerró la puerta del cuarto de baño que había en el dormitorio.

– ¿Cómo dices?

– No es digno -le dijo él.

– ¿Ganarse la vida no es digno?

Él intentó mantener la calma.

– Tú ya te ganas la vida.

– No, tú te la ganas.

– Y gano lo suficiente.

– Te felicito.

– Elizabeth, ¿qué sucede?

Ella se cruzó de brazos.

– Necesito una vida, Reed.

¿Qué quería decir con eso?, pensó él.

– Tú tienes una vida.

– Tú tienes una vida -lo corrigió ella.

– Es nuestra vida.

– Y tú no estás nunca en ella -le reprochó Elizabeth.

– Hace meses que no salgo de Nueva York -dijo él.

Y no era fácil de arreglar. Pero él quería estar allí para concebir un bebé, y quería estar cerca de Elizabeth por si lo necesitaba para algo. Era un momento difícil para ambos, se daba cuenta, y estaba haciendo todo lo posible para que todo estuviera tranquilo.

– ¿Crees que esto tiene algo que ver con tu presencia física en la ciudad?

– ¿Y de qué se trata? Por favor, Elizabeth, ¡por el amor de Dios! Dime qué ocurre…

Ella dudó. Luego dijo:

– Se trata de que quiero un trabajo.

– ¿Haciendo qué?

– No lo sé. Lo que pueda conseguir. Apuntadora, ayudante de producción, recadera -suspiró y agregó-: Esto no es negociable, Reed.

– Genial. Todos nuestros amigos y socios vendrán a los estrenos. Todos irán con sus novias. Yo estaré solo, porque mi esposa será la recadera.

– No, Elizabeth Wellington será la recadera.

– ¿Y no crees que eso puede ser un poco humillante para mí?

– Entonces usaré mi apellido de soltera.

– Usarás tu apellido real -protestó él.

– De acuerdo -ella se acostó y se tapó hasta el cuello.

Reed se acostó a su lado, más irritado con su esposa que con el Organismo regulador del mercado de valores.

Serían el hazmerreír de todo Manhattan.

Sabía que estaba demasiado enfadado como para seguir discutiendo aquella noche.

Apagó la luz de su mesilla de noche, cerró los ojos y oyó el tic del termómetro digital de Elizabeth.

Luego se dio la vuelta y abrió los ojos.

– Estoy ovulando -dijo ella retorciéndose para mirarlo.

Reed se reprimió un juramento.

– Vale -dijo tratando de controlar su voz.

Se acercó a ella, le quitó el termómetro de la mano, lo puso en la mesilla, y apagó su luz.

Habían hecho el amor cientos de veces, tal vez miles de veces.

Podían hacerlo en aquel momento. Era fácil.

Reed la rodeó con un brazo y hundió la cara en su pelo. Aspiró su fragancia, dándoles la oportunidad de acostumbrarse a la idea de hacer el amor.

Su cabello era suave, y él se lo acarició.

Su fragancia había sido una de las primeras cosas que él había amado de ella. Recordaba haber bailado bajo las estrellas, en el crucero, sentir el viento de junio acariciándolos mientras ella se balanceaba en sus brazos con aquel vestido rojo…

A los pocos minutos de empezar a bailar él había sabido que la iba a amar, había sabido que iba a casarse con ella, había sabido que iba a pasar el resto de su vida cuidando a aquella mujer graciosa, atractiva y embriagadora.

Reed le besó el cuello en aquel momento, le acarició el cuerpo por encima del satén del camisón. Le besó el hombro, el lóbulo de la oreja…

Deseaba decirle que la amaba, pero había tanta tensión entre ellos… Él estaba creando un frágil espacio de paz, un refugio en medio de la dura conversación que tendría que tener lugar en los siguientes días.

Rodeó su cintura, y deslizó las manos hacia sus pechos.

El deseo se iba apoderando de él lentamente. Su respiración se volvía más agitada…

Le acarició el hombro. Luego le bajó un tirante del camisón.

Acarició su brazo y le buscó la mano para entrelazar sus dedos con los de ella.

Pero se encontró con que ella tenía la mano apretada en un puño.