Capítulo 11
«Un apagón», pensó Darby. La ventisca debía de haber interrumpido el suministro de electricidad del edificio.
No era el primer apagón de aquel invierno. Los interminables días fríos y las noches aún más frías, con sus vientos gélidos y arrasadores, habían inutilizado el tendido eléctrico y cables de alta tensión en muchas partes de la ciudad, a veces durante horas. Darby esperaba que no fuese ése el caso. Ni siquiera se había traído una linterna.
Sin embargo, sí contaba con algo de luz. Justo al otro lado del pasillo había un dormitorio; la puerta estaba abierta y Darby vio un enorme mirador desde el que se veía la calle Arlington y parte de los jardines municipales. Las farolas de la calle estaban encendidas, al igual que las luces del Ritz Carlton. El hotel debía de disponer de un grupo electrógeno propio… no, un momento… las luces también estaban encendidas en los edificios de obra vista al otro lado de la calle. La ventisca debía de haber interrumpido el suministro únicamente en ese lado de la calle. Genial.
Al volver a mirar hacia el pasillo, Darby vio otra puerta abierta; un tenue rectángulo de luz plateada se derramaba sobre el suelo de madera y por la pared. Dudaba que en el vestidor hubiese ventanas. Para examinar los joyeros iba a necesitar una linterna.
Tenía dos opciones: o bien esperaba allí en la oscuridad hasta que volviese la luz o bajaba al vestíbulo a ver si Marsh podía prestarle una linterna.
Darby apoyó las manos en la barandilla y empezó a bajar la escalera. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad.
El crujido de un tablón de madera del suelo sobre su cabeza la hizo detenerse. Darby se volvió, con el corazón acelerado, y miró al pasillo de la segunda planta. Estaba desierto; allí no había nadie más que ella.
Darby comenzó a ascender de los peldaños mientras otra parte de su mente asumía el control, devolviéndola a aquella noche de hacía más de dos décadas, cuando tenía quince años y, apoyada en el pasamanos del segundo piso de su casa, miraba hacia abajo, al vestíbulo en penumbra, convencida de que alguien había irrumpido en la casa. La parte racional de su cerebro le dijo entonces que no fuese ridícula, que todas las puertas y las ventanas de la planta baja permanecían cerradas. Estaba sola y estaba a salvo. Y entonces vio cómo una mano enfundada en un guante negro se agarraba a la barandilla.
Darby se recordó a sí misma que ya no tenía quince años, sino treinta y siete, que era una mujer adulta. Lo más probable era que el crujido que acababa de oír no fuese más que el ruido que hacía una casa vacía al acomodarse a un invierno particularmente frío.
Aun sí, Darby no se movió. Había algo en el pasillo que le resultaba extraño, y tardó todavía un momento en detectarlo: el rectángulo de luz que había visto antes en el suelo y en la pared frente a la habitación del fondo del pasillo había cambiado. Ahora la franja de luz era más estrecha; no mucho más, pero había una diferencia perceptible. Antes, la puerta estaba abierta de par en par, mientras que en ese momento la rendija era de apenas dos palmos. Había alguien ahí dentro, estaba segura de ello.
Sólo había un modo de averiguarlo.
Con la boca seca y el corazón golpeándole con fuerza en el pecho, Darby extrajo la SIG de la sobaquera. Metió la otra mano en el interior del bolsillo de la chaqueta, del que sacó su móvil. Mientras marcaba el 911, no apartó la mirada de la puerta del dormitorio.
– Soy Darby McCormick, del Laboratorio Criminalístico de Boston. -Hablaba alto y claro-. Llamo para alertar de la presencia de un intruso en el cuatro seis dos de la avenida Commonwealth. Necesito que envíen varias unidades de refuerzo que cubran todas las salidas.
Se volvió a meter el teléfono en el bolsillo y subió el resto de los peldaños. Al llegar al pasillo, se detuvo. No percibía ningún movimiento, ningún ruido. Habló dirigiéndose al silencio.
– Ponga las manos detrás de la cabeza y salga al pasillo, despacio y sin hacer movimientos bruscos.
– No tengo intención de hacerle daño.
La voz grave y masculina hablaba con un ligero acento, británico o australiano, no estaba segura. Procedía del interior de la habitación que había al fondo del pasillo.
– Salga al pasillo con las manos detrás de la cabeza -repitió Darby.
La puerta se abrió y el intruso se desplazó hasta el cuadrado de luz, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza. Dio un paso atrás, con el rostro envuelto por las sombras. Era alto, de más de metro ochenta, y llevaba un abrigo largo y zapatos negros.
– Es usted mucho más alta de lo que esperaba, señorita McCormick.
– ¿Le conozco?
– No nos han presentado oficialmente.
– ¿Cómo se llama?
– Todavía no estoy preparado para darle esa información.
– ¿De qué me conoce?
– Es usted la Perséfone de Boston, la reina de la muerte. ¿O es la reina de los condenados?
Llevaba el abrigo abierto, y por debajo de la chaqueta de su traje, Darby vislumbró una sobaquera con una pistola bajo su brazo izquierdo.
– Le diré lo que va a hacer -dijo Darby-: quiero que saque su pistola con la mano izquierda. Si hace algún movimiento brusco, permanecerá conectado a un tubo de alimentación el resto de su vida.
El intruso llevaba guantes de cuero negros. Deslizó un dedo en el interior del gatillo del arma y poco a poco la fue sacando de la funda: era una nueve milímetros. La arrojó al suelo.
– Ahora, empújela hacia aquí con el pie.
Él hizo lo que le decía.
– Mantenga las manos por detrás de la cabeza y arrodíllese en el suelo. A continuación, túmbese boca abajo.
– Espero que no vaya a pegarme un tiro en la nuca.
– ¿Por qué piensa eso?
– Tengo entendido que a Emma Hale le pegaron un tiro en la nuca.
– ¿Por qué le interesa Emma Hale?
– Tal vez yo podría responder a una pregunta suya si usted respondiese a una pregunta mía.
– No está en posición de negociar.
– Entonces me temo que tendré que marcharme.
– Eso no va a suceder. -Darby amartilló el arma y dio un paso adelante-. Tiéndase en suelo. No se lo volveré a repetir.
– La vi el fin de semana pasado en la tumba de sus padres. ¿Estaba pidiéndole consejo a su padre, el poli de barrio? ¿O acaso buscaba inspiración en su madre, el ama de casa coleccionista de cupones? Seguro que era a su madre. Guardaba un montón de secretos ocultos bajo el delantal, ¿a que sí?
Darby oyó las sirenas. Al cabo de un momento, unas ráfagas de luces blancas y azules se reflejaron en las ventanas y las paredes.
Con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza, el intruso dio un paso adelante, hacia la luz de la calle que iluminaba el otro lado de la puerta del dormitorio. Darby logró verle la cara y se le cortó la respiración.
Capítulo 12
Los ojos del hombre eran completamente negros, carentes de color, y la tez de su rostro era pálida de un modo antinatural, tensa por encima de los huesos.
– Quédese donde está -le ordenó Darby.
El intruso siguió avanzando y Darby retrocedió hasta la puerta del cuarto de baño.
– Emma tiene mucha suerte de que alguien tan entregado trabaje en su caso -dijo el intruso-. Podría estar usted sentada tranquilamente en su casa de Beacon Hill y, en cambio, aquí está, registrando la casa en la oscuridad, en busca de respuestas. Me pregunto por qué será.
Se metió en el cuarto de invitados y cerró la puerta poco a poco, como si se fuese a dormir. Darby le oyó echar el pestillo de la puerta.
A continuación percibió una especie de golpeteo; la ventana, estaba abriendo la ventana. Pero ¿por qué? Debía de haber una salida de incendios.
Darby bajó por la escalera de caracol. Cuando llegó al salón, vio una pequeña rendija de luz por debajo de la puerta principal. Las luces del rellano estaban encendidas. «Debe de haber hecho saltar el diferencial», pensó.