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– Te acompaño.

Darby vio la mirada de preocupación en los ojos de Coop y se hizo una idea de lo que se le venía encima.

Coop esperó a que estuvieran a solas en el vestíbulo.

– Esta noche me quedaré contigo -le dijo-. Y por favor, nada de peros.

– No me pasa nada. -Darby pulsó el botón del ascensor-. No hay ninguna razón para que te…

– Oye, Mujer Maravilla, ¿por qué no cuelgas la capa un rato y descansas, de acuerdo?

– La Mujer Maravilla no lleva capa. Además, estoy segura de que te gustaría volver con tu Ro-de-o. A lo mejor puedes quedarte a dormir y luego ver otra de esas estimulantes pelis de cowboys enamorados.

Coop formó otro globo con el chicle y lo hizo estallar.

– Ya sé que otros hombres te ven como un… no sé, como un pajarillo delicado y frágil que necesita protección -repuso él-, pero yo no. Yo he ido a entrenar contigo al gimnasio, te he visto boxear con un sparring en el ring y darle a la pera de boxeo. La mitad de ellos no saben que podrías hacerles papilla y dejarlos para el arrastre sin pestañear siquiera. No estoy poniendo en duda tu condición de supermujer. Quiero quedarme contigo sólo porque dormiré mejor si sé que estás bien.

Una vez más, Coop había logrado escalar su muro protector y asomarse a sus verdaderos sentimientos. Se alegraba de que se hubiese ofrecido a hacerle compañía esa noche, porque no quería estar sola.

– Ahora viene la parte en que tú, muy gentilmente, me das las gracias -señaló Coop.

– No tengo cama de invitados.

– Pero sí tienes una cama de matrimonio gigante.

– Ni hablar.

– Iba a sugerirte que durmieras en el sofá. ¿Por qué siempre estás pensando en el sexo? Es muy molesto, ¿sabes?

Capítulo 15

Jimmy Marsh estaba sentado tras el mostrador de la entrada, prestando declaración al compañero de Tim Bryson, el detective Cliff Watts.

Darby echó un vistazo a los monitores instalados detrás del mostrador.

– Hábleme de las cámaras de seguridad -le pidió.

– Las dos que hay encima de la entrada principal cubren la puerta y la calle -explicó Marsh-. Hay otra encima de la zona de descarga y otras dos en el garaje: una para vigilar la entrada y otra para el aparcamiento. Vemos a todo el que entra y sale del edificio.

– Pero no disponen de cámara de seguridad en el callejón.

– No. Ya sé adonde quiere ir a parar. Esa persona que ha encontrado dentro del piso, quienquiera que sea, puede que se haya largado por la escalera de incendios, pero es imposible que haya entrado por allí. No se puede subir al contenedor y alcanzar la escalera. Está demasiado alta.

– Déjeme que le haga una pregunta: si quisiera entrar en el interior del edificio sin ser visto, ¿cómo lo haría?

– No se puede.

– ¿Cómo se accede al interior del garaje?

– Se necesita un mando para abrir la puerta.

– Entonces, si tuviera uno y llegara en coche hasta la puerta, podría abrirla.

– Bueno, en teoría, sí -convino Marsh.

– Y si tuviera un mando de la puerta y entrara en el garaje, usted no me vería.

– No, pero vería su coche en el monitor.

– ¿Conoce usted la marca y el modelo de todos los coches del aparcamiento?

– Es necesario registrar todos los vehículos aquí, en recepción.

– ¿Conoce usted la marca y el modelo de todos los coches del aparcamiento?

– Tengo una idea bastante precisa. En el interior del edificio viven veintidós personas, y la mitad de ellas tiene coche.

Darby miró al monitor de seguridad que enfocaba la puerta del garaje.

– Esa cámara enfoca la ventanilla del asiento del copiloto -señaló-. Si un coche se detuviese en la puerta del garaje, usted no vería quién se sienta al volante.

Marsh no respondió.

Darby se volvió hacia él. El hombre tenía la mirada fija en el monitor, y se pasaba la lengua por los dientes.

– ¿Señor Marsh?

– Tiene razón -dijo-. No podría ver quién se sienta al volante.

– ¿Y puede oír el ruido de la puerta del garaje al abrirse?

– Vigilo esos monitores muy atentamente, señorita McCormick.

– No estoy poniendo en duda su dedicación a su trabajo ni su capacidad. Todos los sistemas de seguridad tienen algún defecto, y la persona que entró en el ático de Emma esta noche lo descubrió. Dígame, ¿oye usted el ruido de la puerta del garaje cuando se abre?

– No.

– ¿Hay algún empleado en el interior del garaje dedicado a controlar quién entra y sale?

– No.

– Y si usted estuviera ocupado con otra cosa, como una entrega o una llamada de teléfono, podría no ver a alguien que acabase de entrar por la puerta del garaje.

– Supongo que es posible.

– Y si yo no tuviera un mando a distancia para abrir la puerta pero estuviera merodeando, por ejemplo, alrededor del edificio, podría colarme dentro una vez que la puerta del garaje estuviese abierta, ¿no es cierto?

– Supongo -dijo él.

– ¿Y la cámara de seguridad del interior del garaje registra lo que sucede ahí dentro?

– Sí, así es.

– De acuerdo. Entonces, si yo fuera un residente, después de aparcar mi coche, ¿cómo llego a mi apartamento? ¿Tengo que volver a salir y pasar por la puerta principal?

– Hay un ascensor privado que lleva directamente a cada una de las plantas.

– Ese debe de ser el montacargas que vi al fondo del rellano de Emma.

– Sí.

– ¿Hay una cámara instalada en el interior de ese ascensor?

– No.

– ¿Y en las plantas? ¿Hay alguna cámara en cada uno de los rellanos?

– Sólo vigilamos el exterior del edificio.

– Eso había imaginado -dijo Darby-. Gracias por su ayuda, señor Marsh.

Capítulo 16

Walter Smith se despertó a primera hora del sábado por la mañana, temblando de ilusión y entusiasmo. Tenía tanto que hacer, tanto trabajo… Retiró la colcha y salió a todo correr de su habitación.

La habitación contigua, llena de barras de pesas y bancos de ejercicio, estaba a oscuras. Las persianas estaban siempre echadas para impedir el paso de la luz del sol. No encendió las luces; ya veía lo suficiente.

A lo largo de la siguiente hora, hizo ejercicio a oscuras, levantando las voluminosas pesas despacio, notando cómo le ardían los músculos. Pese a las cicatrices y a las innumerables operaciones quirúrgicas, había conseguido un tono muscular bastante satisfactorio en el pecho, los brazos y los hombros. Sus piernas habían mejorado de forma espectacular.

Sudoroso y fatigado, se metió en el cuarto de baño a oscuras y se dio una larga ducha. Se secó, se envolvió la toalla alrededor de la cintura y se colocó encima de la alfombrilla húmeda.

Ahora venía la parte que más detestaba: mirarse al espejo siempre le ponía de mal humor.

Walter se armó de valor y encendió la luz.

Un reguero de cicatrices de color pardo y violeta oscuro le cubría la totalidad del torso. Las cicatrices carecían de elasticidad, pues ya habían dado de sí todo lo que podían mientras él adquiría un tono muscular satisfactorio.

El fuego le había quemado el noventa por ciento del cuerpo, y los médicos habían utilizado la piel sana restante para reconstruir sus párpados. Los cirujanos plásticos habían hecho todo cuanto estaba en su mano.

Walter había sustituido el bisoñé que le habían facilitado en el Centro de Quemados Shriners por un sistema capilar muy caro y de apariencia más realista. Le habían reconstruido la oreja izquierda usando cartílago de cerdo. La mano izquierda no le funcionaba, pues los tendones habían sufrido daños irreversibles, y tenía los dedos permanentemente crispados en forma de garras.