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– Un momento, por favor.

De pie en el interior del vestíbulo, vestido con un traje oscuro de raya diplomática y sin corbata, había un hombre alto con una mata espesa de pelo gris y un rostro firme y apuesto, pero pálido y transfigurado por el dolor: era Jonathan Hale. Darby lo reconoció inmediatamente de las ruedas de prensa en televisión.

Hale tenía el aire de un viejo aristócrata de sangre azul y se comportaba como tal, aunque su imagen no se ajustaba del todo a la realidad. Había abandonado sus estudios en Harvard en segundo curso para construir ordenadores en el garaje de la casa de sus padres, en Medford. Ocho años después, vendió su empresa informática de venta por correo a un competidor y con el dinero que sacó invirtió en la adquisición de propiedades residenciales en la codiciada zona de Back Bay en Boston.

Con los ingresos generados por el alquiler de sus propiedades, creó una empresa de gran éxito que desarrollaba software financiero para empresas de inversión. En el apogeo de la popularidad de las puntocom, Hale vendió su empresa por una cantidad exorbitante de dinero que invirtió en oportunidades comerciales inmobiliarias en Massachusetts. Se convirtió en el equivalente en Boston de Donald Trump, pero sin aquel pelo desastroso, la esposa-florero ni el deseo megalomaníaco de darse autobombo constantemente. Según la prensa, Hale, que no había vuelto a casarse tras la muerte de su mujer, contribuía con sumas inmensas de dinero a distintas organizaciones benéficas católicas.

Bryson se encargó de las presentaciones.

– María está preparando el almuerzo -dijo Hale. Tenía la voz bronca, cansada, y arrastraba levemente las palabras-. ¿Les apetece algo de comer o de beber?

– Es usted muy amable, pero no querríamos robarle mucho tiempo -respondió Bryson-. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?

Hale sugirió su despacho.

Darby siguió a los dos hombres mientras se fijaba en cada detalle de la casa, de techos abovedados y con un sistema de iluminación altamente sofisticado e ingenioso. Había antigüedades japonesas colocadas en los lugares más prominentes de las paredes y en lo alto de pedestales. En el interior de una cocina del tamaño de un restaurante, una mujer hispana algo entrada en años estaba ocupada con los fogones.

Jonathan Hale aflojó el paso y miró por encima del hombro a Darby.

– McCormick… Usted es la que atrapó a ese asesino que estaba en todos los noticiarios.

– El Viajero -dijo Darby.

– Ahora es la doctora McCormick, ¿no es así?

– ¿Es que ha seguido mi trayectoria, señor Hale?

– Sería difícil no hacerlo, jovencita: se ha convertido usted en una especie de fenómeno mediático.

Por desgracia, tenía razón. El caso del Viajero, tema central de programas de televisión de ámbito nacional como Dateline y 60 minutos, revivía de forma continua en espacios de la televisión por cable como Forensic Files, Court TV y Notorious, de A &E. Darby nunca había concedido ninguna entrevista pero, a causa de su relación con el Viajero, su nombre se mencionaba constantemente en los programas junto con la fotos que le sacaban los fotógrafos, agazapados entre los arbustos o apostados en el interior de sus coches, espiándola. Sus movimientos eran objeto de interés incluso para el «Inside Track», una especie de columna de opinión dedicada a los chismes que aparecía en el Boston Herald.

El despacho de Hale era amplio y diáfano, con librerías y sillones de cuero salidos directamente del Harvard Club. La chimenea estaba encendida, y la cálida habitación estaba impregnada del olor a leña ardiendo y a habanos. Hale esperó hasta que se sentaron.

– He hablado con el señor Marsh esta mañana -empezó al tiempo que apagaba su habano-. Me ha dado la descripción de un hombre. ¿Saben quién es?

Bryson llevó la iniciativa. Darby prefería limitarse a escuchar y observar.

– No, no lo sabemos -explicó Bryson-. ¿Y usted? ¿Conoce a ese hombre?

Hale parecía perplejo.

– ¿Está sugiriendo que conozco al hombre que entró en el apartamento de mi hija?

– Sólo es una pregunta rutinaria, señor Hale.

– No. No sé quién es.

– ¿Ha visto alguna vez a un hombre que coincida con esa descripción?

– No. -Hale cogió un vaso de tubo que parecía contener bourbon-. ¿Qué estaba haciendo allí?

– Estamos investigando diversas pistas. ¿Ha…?

– Detective Bryson, cuando hablé con usted esta mañana, dijo que al parecer todo indica que alguien entró por la fuerza en casa de mi hija. ¿Entró o no alguien por la fuerza en casa de Emma?

– No encontramos ningún indicio de que hubieran forzado la puerta. Estamos barajando la posibilidad de que el hombre tuviera una llave. ¿Cuánta gente, además de usted, tiene acceso al apartamento de su hija?

– Yo tengo una llave, al igual que el señor Marsh.

– ¿Ha hecho alguna otra copia?

– No.

– ¿Le ha dado sus llaves a alguien?

– No. No quiero que nadie entre en casa de Emma.

– Entonces, ¿por qué le dio al señor Marsh una llave?

– Tiene las llaves de todos los apartamentos. Es el guarda jurado de todo el edificio. Necesita la llave por si hay algún problema.

– ¿Conoce el señor Marsh el código de la alarma de seguridad de Emma?

– Supongo que sí. Tiene acceso al sistema de seguridad del edificio. El ordenador contiene el código de la alarma de todos los inmuebles. La alarma de Emma lleva desactivada desde su… secuestro. Hice que la desactivaran, a petición de ustedes, cuando su gente entraba y salía constantemente.

– ¿Por qué no la ha vuelto a conectar?

– A decir verdad, ni siquiera se me había ocurrido. -Hale apuró su copa-. Perdone que se lo diga, detective, pero tengo la sensación de que esto se está convirtiendo en una especie de interrogatorio.

– Le pido disculpas -dijo Bryson-. Estoy tratando de comprender, y estoy seguro que usted también, qué hacía esa persona dentro del apartamento de su hija.

Hale desvió su atención hacia Darby.

– Tengo entendido que habló usted con esa persona.

Darby asintió con la cabeza.

Hale aguardó a que dijese algo. Cuando vio que no lo hacía, añadió:

– ¿Va a decirme lo que le contó? ¿O piensa tenerme a oscuras?

Capítulo 20

Tim Bryson respondió la pregunta.

– Forma parte de nuestra investigación.

Hale no apartó la mirada de Darby.

– ¿Para qué quería entrar en casa de mi hija, doctora McCormick?

– Me han asignado hace poco el caso de su hija -contestó ella-, y quería tratar de familiarizarme con ella, intentar conocerla un poco.

– El señor Marsh llamó a mi servicio de mensajes. Cuando hablé con mi ayudante, me dijo que fue usted muy insistente en su deseo de entrar en el apartamento de Emma. Habló incluso de una orden judicial.

– Quería investigar una nueva pista.

– ¿Y cuál es esa pista?

– Forma parte de nuestra investigación.

– ¿Lo ven? Ese es precisamente el problema que tengo con todos ustedes. -El tono de Hale seguía siendo cortés-. Cada vez que vienen a verme, esperan que les conteste a todas sus preguntas, pero se niegan a contestar las mías. Por ejemplo, la figurilla religiosa hallada en el interior del bolsillo de mi hija. Les he preguntado lo que era y no quieren decírmelo. ¿Por qué?

– No le culpo por sentirse decepcionado, aunque necesitamos…

– Me han devuelto la casa de mi hija. Yo les he permitido el acceso. Creo que tengo derecho a saber por qué.

– No somos el enemigo, señor Hale. Perseguimos el mismo objetivo.

Hale hizo ademán de tomar otro trago de su copa, se dio cuenta de que el vaso estaba vacío y buscó la botella con la mirada.

– He visto que no ha empaquetado usted ninguna de las cosas de Emma -señaló Darby.