– Lo que nadie te dice es que el dolor no desaparece nunca. Me duele tanto hoy como el día en que murió.
– Lo siento, Tim.
– Los tipos como Hale no están acostumbrados a lidiar con la incertidumbre. Ese hombre puede comprar lo que le dé la gana. Su patrimonio neto, según tengo entendido, alcanza un valor de algo más de medio millar de millones de dólares.
– ¿Crees que ha firmado alguna especie de pacto de Fausto con Fletcher?
– Su hija estuvo encerrada en algún sitio durante medio año, padeciendo quién sabe qué clase de atrocidades, y luego, de un día para otro, el mismo hijo de puta que la mantiene secuestrada decide meterle una bala en la cabeza -dijo Bryson-. Hale ha sido muy explícito en la prensa acerca de la opinión que tiene de nosotros: cree que hemos hecho una mierda de investigación. Si piensa que no va a conseguir que se haga justicia a través de nosotros, a lo mejor ha decidido que puede conseguirla recurriendo a otra parte.
Capítulo 22
Jonathan Hale está de pie frente al ventanal de la sala de estar y acaricia entre los dedos el relicario que contiene la foto de Susan. Durante el día lo guarda en el bolsillo del pantalón; de noche se lo lleva consigo a la cama por temor a que, si lo mete dentro de algún cajón, eso signifique de algún modo que está abandonando a Emma, colocándola en el mismo estante que a Susan, su esposa muerta, y empezando así el proceso del olvido.
Sólo que a un hijo no se le puede olvidar. Nunca conseguirás olvidar la llamada desesperada de Kimmy, la mejor amiga de su hija; Kimmy, preguntando por qué Emma no ha ido a clase y no le devuelve ninguna de sus llamadas. ¿Es que está enferma, señor Hale? ¿Pasa algo malo? Nunca olvidarás ese momento angustioso en que descubres el apartamento vacío de tu hija o en que te obligas a ti mismo a tragarte el miedo minuto a minuto, a medida que esos primeros días se convierten, desgarradoramente, en una semana, que luego se alarga hasta dos, y luego cuatro, y siete… y pese a todo, mientras los meses pasan, sigues creyendo que la policía la encontrará con vida, que todavía hay tiempo, todavía hay tiempo. Sigues aferrándote a esa esperanza y a tu fe en Dios cuando suena el timbre de la puerta y ves al detective de pie en el umbral. Nunca olvidarás la expresión de dolor en el rostro del detective Bryson cuando te da la noticia de que el cadáver de una mujer que coincide con la descripción de tu hija ha sido hallado en el río. Abre una carpeta y ves la foto de la cara hinchada de una mujer, la piel cérea y blanca, devorada por los peces. Lleva una cadena de platino y un relicario, el mismo que le regalaste a tu hija por Navidad. Recuerdas a Emma sentada en el sillón, arropada en los cálidos pliegues de su albornoz, mientras la luz del sol penetra por la ventana y el jardín de atrás permanece cubierto de nieve recién caída. La ves abriendo el relicario y recuerdas la expresión de su cara cuando reconoce la foto de su madre, muerta hace tantos años… Recuerdas ese momento y otros mil momentos más mientras examinas la fotografía del interior de la carpeta, la tarjeta blanca con el número del depósito justo debajo de su barbilla, y pese a todo, todavía sigues creyendo que se trata de un error, que tiene que ser un error.
El detective aguarda a que digas: «Sí, es mi hija. Es Emma». Sólo que no puedes pronunciar esas palabras porque, una vez que las pronuncies, estarás diciendo adiós.
Hale dirige su atención a los encargados de retirar la nieve. Piensa que ojalá fuese aún otoño, su estación favorita. Se imagina las hojas rodando por el césped del jardín delantero, ese olor maravilloso, a limpieza y a aire fresco, y eso le trae a la memoria un recuerdo de Emma a los siete años: atraviesa corriendo la alfombra de hojas de todos los colores, chillando, con una caja de zapatos en la mano. En el interior de la caja hay un arrendajo azul. Tiene herida una de las alas y agita la otra frenéticamente, tratando de arrancar el vuelo.
«Tienes que ayudar al pajarito, papá, está herido.»
Para borrar esa estampa de sufrimiento del rostro de su hija, Hale abre la guía telefónica y llama a los veterinarios mientras el pájaro emite unos sonidos lastimeros, impregnados de dolor. Al fin, encuentra a uno que trata aves: se encuentra en Boston, a escasa distancia de allí.
Hale presiente cómo va a acabar aquello. Espera poder ahorrárselo a Emma, pero la niña insiste en acompañarlo.
Cuando el veterinario les comunica la noticia, Emma se vuelve hacia su padre para que solucione el problema. Este le dice que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, aunque nosotros no podamos entenderlo. Ella llora y él la coge de la mano en el camino hacia el coche, sin el pájaro, y ella no habla durante todo el trayecto de vuelta a casa. Un año más tarde, ella vuelve a sujetarlo de la mano mientras él se la lleva de la tumba de su madre, recitándole el mismo discurso.
Hale recuerda cuando creía firmemente en esas palabras, en su fe. Ahora ya no cree.
Alarga el brazo para coger su copa. Está vacía. La llena de nuevo con hielo picado. Los viejos libros de recetas de Susan están en un estante junto a la cocina. Cuando vivía, siempre era ella la que cocinaba. Ahora Hale tiene a gente que cocina para él. Varias veces han elaborado las recetas que Susan había garabateado en las tarjetas o señalado en sus libros de cocina favoritos, pero la comida nunca sabe igual.
Ha intentado tirar los libros a la basura en más de una ocasión, pero todas y cada una de las veces se sentía como si estuvieran arrancándole una parte de su ser. No tuvo ninguna dificultad para donar la ropa de Susan, pero no puede desprenderse de los libros de cocina. Tirarlos, dárselos incluso a algún amigo, sería como decir adiós por partes. «Sólo puedo desprenderme de ti por partes.» Hale piensa en todas las cosas de Emma que aguardan a ser empaquetadas y se pregunta cuáles de aquellas cosas se aferrarán a él con fuerza, suplicándole, implorándole que no se desprenda de ellas, rogándole seguir allí para ser recordadas.
Con la copa en la mano, Hale vuelve a meterse con paso tambaleante en su despacho -está completamente borracho-, abre la puerta y ve a Malcolm Fletcher sentado en un sillón de cuero.
Capítulo 23
Jonathan Hale conoció a aquel hombre a principios de ese mismo mes. El encuentro, en el bar Oak Room del interior del hermoso hotel Copley Fairmont, lo organizó el doctor Karim.
Le resultaba difícil estarse quieto. La sangre le palpitaba en las sienes, y todos los sonidos y los colores del interior del establecimiento le parecían demasiado ruidosos y estridentes: los murmullos de las conversaciones de los almuerzos de negocios se mezclaban con el tintineo metálico de los tenedores en la porcelana de los platos; el granate oscuro de los manteles de las mesas; la luz del sol del atardecer que se filtraba por los cristales y se reflejaba en las botellas de licor que descansaban en los estantes de detrás de la barra, frente a un espejo.
Sin apartar los ojos de la puerta, Hale tomaba sorbos de su copa y recordaba la conversación mantenida con el doctor Karim el día anterior:
– Señor Hale, he discutido el caso de su hija con un asesor. Está de camino a Boston y le gustaría hablar con usted en privado.
– ¿Cómo se llama?
– Tiene una gran habilidad para encontrar a personas que no quieren ser encontradas. Ha tenido muchísimo éxito en ese tipo de casos.
– ¿Y por qué no me dice su nombre?
– Es… complicado -contestó Karim-. Hace treinta años que conozco a ese hombre. Lleva una década trabajando exclusivamente para mí. Es, sin lugar a dudas, el mejor en su especialidad. Encontró a los hombres responsables de la muerte de mi hijo.
Hale estaba confuso. Durante su primera conversación, en la que Karim le explicó que su grupo trabajaba en un solo caso a la vez hasta que estuviera resuelto, éste le había confiado la dolorosa pérdida de su hijo mayor, Jason, víctima accidental de un tiroteo entre pandillas callejeras en el Bronx. La policía de Nueva York, le había dicho Karim, nunca llegó a resolver el caso.