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– Creía que me había dicho que el caso de su hijo seguía abierto.

– Eso es lo que cree la policía -declaró Karim.

Hale se puso rígido al comprender el significado de las palabras que Karim le acababa de decir.

– ¿Entiende lo que le digo, señor Hale?

– Sí. -Hale tenía la boca seca y sentía un cosquilleo en la piel similar a una corriente eléctrica-. Le entiendo perfectamente.

– Cuando se reúna con él deberá responder a todas sus preguntas -señaló Karim-. Si accede a trabajar en el caso de su hija, hará usted todo lo que él le pida. Pase lo que pase, no le mienta.

Un hombre con gafas de sol y vestido con un elegante abrigo negro encima de un traje también negro se aproximó a la mesa. Era alto, más de metro ochenta, con la complexión física que Hale atribuía a los boxeadores, llevaba el pelo grueso y negro muy corto, y su piel pálida parecía desteñida bajo la luz del día.

– Me envía el doctor Karim -dijo el hombre.

Su voz, grave y ronca, tenía un leve acento australiano. Las gafas oscuras le ocultaban los ojos.

Hale se presentó. El hombre, que llevaba guantes, le estrechó la mano pero no se los quitó cuando se sentó en el asiento de enfrente. No le dijo su nombre.

– ¿Quiere tomar algo?-le ofreció Hale.

– No, gracias. -El hombre apoyó los antebrazos encima de la mesa y se acercó a él. Hale olió a humo de habano-. Me gustaría hablar con usted sobre la figura religiosa que encontraron en el bolsillo de su hija.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Era una estatuilla de la Virgen María?

– No lo sé -respondió Hale-. La policía se niega a decirme nada.

– ¿Ha limpiado usted el apartamento de su hija?

– No. El doctor Karim me dijo que lo dejara todo tal como está. Está pensando en contratar a investigadores para que vengan a echar un vistazo a las cosas de Emma.

– ¿Qué se ha llevado usted de allí?

– No me… No consigo reunir fuerzas para llevarme nada de allí.

– No se lleve nada, no toque nada -dijo el hombre-. Con su permiso, me gustaría examinar la casa de su hija.

– En el edificio hay un conserje. Él le dará la llave. Lo llamaré.

– Quiero que me escuche muy atentamente, señor Hale. Si acordamos trabajar juntos, no puede hablarle a la policía sobre mi implicación en el caso. A efectos prácticos, yo no existo. Esta condición no es negociable.

– Ni siquiera sé cómo se llama.

– Malcolm Fletcher.

El hombre se quedó a la expectativa, como si esperara alguna clase de reacción.

– ¿Y cómo se gana la vida, señor Fletcher?

– Antes trabajaba para la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI.

– ¿Y ahora está retirado?

– Podría decirlo así -dijo Fletcher-. Estoy seguro de que tendrá personas trabajando para usted que se dedican a investigar la biografía personal antes de contratar a un nuevo empleado.

– Es un procedimiento habitual.

– Por su propia seguridad, insisto en que mantenga mi nombre en secreto. Si lo introduce en alguna base de datos informática, lo sabré y desapareceré. El doctor Karim declarará bajo juramento que nunca mencionó mi nombre, y también dejará de trabajar en el caso de su hija. ¿Es usted un hombre de palabra, señor Hale?

– Lo soy.

– Hágame una copia de las llaves del apartamento de su hija y envíeselas por correo postal al doctor Karim. Volveré a ponerme en contacto con usted en breve.

– Antes de que se vaya, señor Fletcher, necesito comentarle una cosa. -Hale dejó su copa e intentó mirar a los ojos a aquel hombre. Lo único que veía era aquellas lentes oscuras-. Cuando encuentre al hombre que mató a mi hija, quiero reunirme con él. Quiero hablar con él a solas antes de que lo entregue a la policía.

– Tengo entendido que el doctor Karim le ha contado lo que le pasó a su hijo.

– Sí, me lo ha contado.

– Entonces sabrá que no voy a involucrar a la policía.

– Quiero hablar con él.

– ¿Ha quitado la vida usted alguna vez a un hombre, señor Hale?

– No.

– ¿Ha leído Macbeth?

– Esta condición no es negociable.

– Me parece que no acaba de comprender del todo las implicaciones de lo que pide. Tiene que reflexionar seria y profundamente sobre ese asunto. Mientras tanto, recuerde lo que le he dicho sobre implicar a las autoridades.

Hale mantuvo su palabra. No encargó ninguna investigación sobre la biografía de aquel hombre; lo que sabía de él lo había averiguado a través de internet.

En 1984, Malcolm Fletcher, especialista en perfiles del FBI, fue considerado sospechoso de la agresión a tres agentes federales. Uno de ellos, el agente Stephen Rousseau, seguía conectado aún a un tubo de alimentación en un hospital privado de Nueva Orleans. Los cuerpos de los otros dos agentes no habían sido encontrados.

En 2003, el antiguo especialista fue incluido en la lista de los hombres más buscados del FBI. Hale no logró encontrar ninguna razón que explicase aquel desfase en el tiempo.

En esos momentos, Malcolm Fletcher se encontraba en el interior de su despacho, sentado en uno de los sillones de cuero.

El hombre había llamado esa mañana. Hale le había hablado de la policía; Fletcher le había dicho que quería estar presente durante la conversación. Para no despertar las sospechas de ninguno de los miembros del servicio, Hale le sugirió que entrase en la casa a través de las puertas del balcón que daba al despacho. El bosque le facilitaría una cobertura excelente.

Hale cerró la puerta del despacho. Fletcher había escuchado la totalidad de la conversación desde el interior del armario para los abrigos.

– Les he dicho todo lo que usted me dijo que les dijera.

Fletcher asintió con la cabeza.

– No me han querido decir lo de la estatua -siguió Hale.

– Lo sé. -Malcolm Fletcher permaneció con la mirada fija en el fuego de la chimenea-. Por favor, siéntese. Quiero hablarle sobre el hombre que asesinó a su hija.

Capítulo 24

Jonathan Hale se sentó frente a Fletcher, que iba de negro de la cabeza a los pies: el traje y la camisa, los zapatos y los calcetines. El color era una elección más bien extraña para alguien tan pálido.

– Anoche -dijo Fletcher-, mientras la señorita McCormick permanecía allí en la oscuridad preguntándose por qué se había ido la luz, yo trataba de entender cuál era la razón de su inopinada visita. Sabía que ella no me la iba a contar, de modo que antes de verme obligado a revelar mi presencia, me tomé la libertad de colocar un pequeño dispositivo de escucha en lo alto de la moldura que hay encima de la puerta del vestidor y otro dentro del cuarto de invitados. Por suerte, llevaba el equipo de vigilancia necesario en el coche, de modo que escuché la conversación de la señorita McCormick con el detective Bryson. Conozco la razón de su súbita urgencia por entrar en el piso de su hija.

Fletcher perdió el interés por seguir mirando el fuego. Hale no lograba apartar la mirada de los extraños ojos de aquel hombre. Por alguna razón, le recordaban las historias de misterio que había leído de chico, las historias de detectives de los hermanos Hardy, en las que iban en busca de un tesoro escondido en castillos abandonados, fríos y tenebrosos, llenos de telarañas y de esqueletos, de habitaciones llenas de secretos terribles.

Sin embargo, también había algo tranquilizador en los ojos de aquel hombre, y Hale notó cómo se calmaban los latidos de su corazón.

– Cuando Emma desapareció -empezó Fletcher-, la hipótesis que manejaba tanto la policía de Boston como el FBI era que había sido secuestrada.