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El verdadero problema, sospechaba Hannah, era su carácter: resultaba aburrida. Era lista, trabajadora y se le daban bien los estudios, realmente bien, pero eso no servía de gran cosa hasta que te hacías mayor, cuando se volvían las tornas y cosas como la inteligencia o un buen sueldo despertaban repentinamente el interés de los hombres. Mientras Robin y Terry bebían cerveza de barril en antros los jueves por la noche y completaban el circuito de las fraternidades de viernes a domingo, Hannah estaba siempre trabajando o estudiando. Ella quería divertirse, de verdad que sí, pero con sus dos trabajos y el montón de temas que tenía que estudiar, no es que le quedara mucho tiempo libre, precisamente.

Mientras esperaba el autobús, Hannah mató el tiempo imaginándose diez centímetros más baja y con veinte kilos menos, luciendo aquel vestido negro del escaparate y un par de espectaculares Manolos mientras Chris Smith, el apuesto jugador de lacrosse de su clase de Shakespeare, la acompañaba al baile de primavera. Parecería la mismísima Cenicienta.

El ruido de un claxon sonó a su espalda. Hannah se volvió y vio un BMW negro aparcado junto al bordillo, en la esquina de las calles Porter y Summer. Alguien bajaba la ventanilla del lado del pasajero.

– ¿Hannah? ¿Eres tú?

Era una voz masculina. No la reconoció. No veía quién había sentado tras el volante; el interior del coche estaba muy oscuro.

– Estoy en la clase de Cálculo del profesor Johnson -dijo el hombre-. Me siento al fondo.

Hannah se acercó a la ventanilla abierta y vio el rostro del hombre, iluminado por la luz suave y azul procedente del salpicadero.

Debía de haber sido víctima de alguna clase de accidente, un incendio o algo así. Tenía la cara llena de cicatrices, completamente embadurnada de maquillaje, y su nariz era un amasijo de carne torcida y espantosa. Tenía el ojo izquierdo inservible, completamente abierto, incapaz de pestañear en ningún momento.

Hannah se apartó de la ventanilla. El viento, salvaje y feroz, azotaba con fuerza las calles con cortinas de nieve.

– Lo siento, no nos han presentado. Me llamo Walter; Walter Smith.

– Hola.

– ¿Cómo llevas el examen parcial de Johnson de la semana que viene?

– Voy a ponerme a estudiar en cuanto llegue a casa.

– Espero que no estés esperando el autobús. Van con un montón de retraso por culpa de la ventisca, lo acabo de oír por la radio. Súbete, te llevo.

Hannah se moría de ganas de resguardarse de aquel frío, llegar a su casa y darse un baño de agua caliente. Tenía por delante un largo fin de semana de estudio y pensaba ponerse ya, esa misma noche, pero la idea de meterse en el coche con aquel desconocido le provocaba bastante inquietud.

– Gracias por el ofrecimiento -dijo Hannah-, pero no quiero que te desvíes por mi culpa. Gracias de todos modos.

– Pero si me viene de paso: voy a Brighton, a casa de un amigo.

Walter Smith ya estaba trasladando la mochila y los libros al asiento de atrás.

No era un desconocido, no exactamente. Iba con ella a clase del profesor Johnson. Que no lo hubiese reconocido no quería decir nada: la clase de Cálculo se impartía en un aula enorme, muy antigua y espaciosa. Debía de haber más de un centenar de alumnos.

– Te vas a congelar ahí fuera -insistió Walter Smith-. Vamos, súbete.

Había una pequeña figura de la Virgen María encima del salpicadero. Al verla, Hannah sintió que desaparecía toda su inquietud. La chica abrió la portezuela y se subió al coche, agradecida de poder guarecerse de aquel viento helado.

El interior del coche era cálido y olía a cuero nuevo y agua de colonia.

– Vivo en el ciento veintidós de Gariton Road -le indicó Hannah mientras se abrochaba el cinturón-. ¿Sabes cómo llegar a Allston?

Walter Smith asintió con la cabeza al tiempo que alejaba el coche del bordillo.

– Uno de mis amigos vive por ahí -dijo-. Ahora que lo pienso, ¿te importa si paso un momento por su casa a recogerlo? Está de camino.

– No, claro que no.

Las máquinas quitanieve de la ciudad se habían lanzado a las calles y se afanaban tratando de despejar las vías de acceso. El tráfico era muy lento.

– Y dime -dijo Hannah-, ¿en qué vas a graduarte?

Walter Smith pensaba graduarse en Informática. Quería ser programador de juegos para ordenador. Se había criado en la costa Oeste (no le dijo dónde) y le explicó que vivía en Back Bay, aunque se estaba planteando muy seriamente trasladarse a algún lugar como Brighton o Allston, donde el alquiler era mucho más barato. Cuando Hannah le preguntó qué le parecía Northeastern, se encogió de hombros y contestó que en realidad él quería ir al MIT, pero no podía permitírselo.

Hannah pensó que era raro que pudiese permitirse un BMW y una casa en Back Bay, pero no pedir un préstamo universitario. Si podías ir al MIT, ¿para qué perder el tiempo y el dinero en Northeastern? Hannah no quería parecer entrometida, de modo que no se lo preguntó.

Para cuando llegaron a la altura de Storrow Drive, Walter se había quedado muy callado. Hacía una cosa muy rara con la lengua: se la mascaba con suavidad a un lado de la mandíbula y luego se la pasaba al otro lado. Hannah intentó hablarle de música y cine, pero él parecía tener la cabeza en otra parte. Tal vez estaba concentrado en la carretera. Nevaba muy intensamente, y el pavimento estaba muy resbaladizo. Vio más de un accidente.

Walter tomó la salida de Allston. Al cabo de diez minutos paró en un pequeño centro comercial a pie de carretera con un Radio Shack y otros dos edificios que parecían completamente abandonados. El aparcamiento estaba desierto. Condujo hacia la parte de atrás del edificio y aparcó enfrente de un muelle de carga. Se veían cajas y restos de basura apilados junto a varias puertas traseras. Allí no había nadie.

– Dave debe de estar esperando dentro -dijo Walter-. Abre la guantera y saca un hoja amarilla de papel. Tengo apuntado su número de móvil.

Hannah se inclinó hacia delante y abrió la guantera. Walter le estrelló la cara contra el salpicadero.

– Lo siento -se disculpó mientras le apretaba un pañuelo de tela contra la nariz y la boca.

Al principio, Hannah creyó que estaba intentando limpiarle la sangre, pero luego inhaló un olor amargo que apestaba a fruta podrida. Trató de zafarse, removiéndose en el asiento, pero estaba atrapada por el cinturón de seguridad.

– No quería hacerte daño. -Walter Smith le hablaba ahora con voz temblorosa, y se echó a llorar-. Lo siento mucho.

Ella le agarró la muñeca con ambas manos y trató de apartarla de sí con todas sus fuerzas, pero él la sujetaba con demasiada firmeza. Hannah notó el sabor de la sangre, de su propia sangre, en la parte posterior de la garganta, y empezó a tener arcadas.

Ahora él lloraba con más fuerza.

– Te lo compensaré, Hannah, te lo prometo. Voy a hacerte muy, muy feliz, ya lo verás.

Hannah se dejó caer en el asiento, sin fuerzas, mientras oía el movimiento incesante de los limpiaparabrisas, a un lado y a otro, a un lado y a otro, y la Virgen María la miraba con ojos cargados de tristeza y los brazos abiertos, dispuesta a ofrecerle todo su consuelo.

Capítulo 5

Walter Smith accionó la palanca que abría el maletero. Desabrochó el cinturón de seguridad de Hannah y a continuación se lanzó sobre la nieve espesa y húmeda para rodear el coche a toda prisa y acercarse a la puerta del pasajero.

Hannah pesaba más que Emma y Judith, y era muchísimo más alta. En lugar de tomarla en brazos y llevarla como si fuera una niña pequeña, Walter la sujetó con fuerza por debajo de las axilas y la arrastró hacia la parte posterior del coche. Ya había preparado las mantas.